Comienza la acción de verdad en tierras portuguesas. A las 8 AM hora local -con el paso de la frontera pasamos a compartir el horario de las Islas Canarias- despertamos en la séptima planta del hotel. El aislamiento acústico de las habitaciones al exterior parece muy bueno, ya que no hemos oído ni uno solo de los numerosos aviones que sobrevuelan la ciudad. No ocurre lo mismo con las paredes interiores, ya que nos ha despertado la ducha del vecino de arriba.
La conexión a Internet desde el hotel no es una opción por ahora. Estamos hablando de 5 euros por acceso durante una hora, y 10 euros para un día completo. Prefiero invertir el tiempo escribiendo ya el "Día 0" de este diario mientras L se despereza.
Como siempre, en nuestra llegada de la noche anterior el cansancio manda y no examinamos al detalle ciertos aspectos del hotel. Es ahora cuando empezamos a descubrirlos: las plantas son pequeñas, de tan solo 8 habitaciones cada una. Al disponer de 9 plantas para huéspedes -siendo solo las dos superiores para fumadores-, nos da un total de 72 habitaciones. Se antojan demasiadas para un solo ascensor en todo el edificio, y no tardaríamos en confirmarlo.
Bajamos hacia el desayuno -de 7 a 10:30 de la mañana-, no sin antes preguntar en recepción si durante la mañana ha quedado libre alguna plaza del garaje. Un problema menos, ya que algunos huéspedes ya se han marchado y J puede meter su vehículo y se ahorra pagar el estacionamiento en la calle.
El desayuno es el correcto, quizás el más "suave" que hemos encontrado fuera de nuestras fronteras, ya que la única comida caliente consiste en tres recipientes con judías blancas, bacon y huevos revueltos. El resto, la clásica bollería, cereales e ingredientes para el pan, como jamón, queso o mermelada. A destacar el muy sabroso café de la máquina.
Sufrimos por primera pero no última vez la discutible disposición de mesas del comedor, gracias a la cual es imposible dar dos pasos sin tropezar con alguien, ya esté sentado en su mesa o bien de camino a alguno de los mostradores. Los dos espacios donde se dispone el desayuno se encuentran a lado y lado de la sala, con mesas que aprovechan al máximo el espacio entre uno y otro. Más sensato hubiera sido disponer a los comensales en el perímetro, y una única isla con toda la oferta de desayuno en el medio de la estancia.
Tras el desayuno, confirmamos nuestra primera impresión sobre el ascensor. En las horas punta del hotel, como puede ser la primera mitad de la mañana, las esperas pueden alargarse hasta los 5 o 10 minutos frente a la puerta automática. Nos armamos de valor y subimos a pie las 7 plantas, pero a partir de la quinta ya sabemos que es algo que no volveremos a hacer.
Tiempo ya para confirmar nuestro plan para hoy y echarse a la calle. Nos decantamos por ir a una de las zonas más populares -y con menos cuestas, todo hay que decirlo- entre los turistas: la zona de Rossio.
Tomamos el camino hacia la Praça de Espanha, a priori la estación de metro más cercana al hotel. La distancia es mayor de lo que presumíamos, y se agrava con las vueltas que damos fruto de nuestra odisea para encontrar la estación. Finalmente topamos con ella mucho más allá de lo previsto, y escasamente señalada para localizarla a cierta distancia.
Compramos cuatro billetes de metro con acceso para todo el día, conociendo de antemano el procedimiento. Primero hay que comprar la tarjeta física, que apenas cuesta 50 céntimos la unidad. Luego, hay que cargarla con el tipo de billete que se desea. Los billetes sencillos cuestan 0,85 céntimos, mientras que el acceso de 24h asciende a 3,75 euros. Como nuestra previsión es tomar varios trenes, elevadores y tranvías durante el día de hoy, nos merece la pena la segunda opción.
Tomamos la línea azul en dirección al río hasta la estación de Baixa-Chiado, donde hacemos transbordo para tomar la línea verde hacia el norte y recorrer una sola parada, hasta Rossio. Al salir, debemos volver a pasar el abono de transporte para abrir las compuertas.
Aparecemos en plena Praça de Don Pedro IV, una de las más grandes y vistosas de la ciudad. Los elementos principales son la estatua al rey Pedro IV y el teatro María II, en el extremo norte de la plaza. Los edificios colindantes están perfectamente restaurados, y se respira un ambiente de cierta festividad. Sabía que este lugar me recordaba a algo, pero no fue hasta días después cuando supe lo que era. Los paralelismos con la Puerta del Sol del Madrid se pueden contar a pares.
Ya desde aquí divisamos en lo alto de una colina el Castelo de São Jorge. Subir hasta él se sale de nuestro itinerario para el día de hoy, pero a buen seguro volveremos otro día para visitarlo.
Antes de tomar la dirección hacia el río, nos adentramos por las calles hacia el norte. Pasamos frente a la estación de tren de Rossio, cuyo edificio en si mismo es otro reclamo turístico. Alcanzamos la Praça dos Restauradores, presidida por un obelisco. Buscamos el mercado de la zona de Mouraria, del cual J guarda recuerdos de un mercado con cómida temática de diferentes orígenes. Sin embargo, cuando por fin localizamos el mercado ahora no es más que una sucesión de plantas con comercios orientales de ropa de imitación. Salimos por la puerta del nivel superior y volvemos hacia Rossio.
Ya de nuevo en la Praça Don Pedro IV subimos por la Rua do Carmo, en la esquina suroeste. No es difícil intuir donde encontrar nuestro próximo destino, ya que desde la plaza se divisa su mirador. El Elevador de Santa Justa se presenta antes nosotros a los pocos metros, y con él una cola de aproximadamente 30 personas.
No hay que dejarse engañar por la cantidad de gente que se acumula esperando su turno para usar el ascensor. El Elevador de Santa Justa consta de dos de ellos, por lo que es una cuestión de rachas en las que un buen número de turistas puede acceder al nivel superior. Además, se trata de un trayecto de alrededor de 20 segundos en cada sentido, por lo que la demora se debe únicamente al tiempo de carga y descarga del pasaje.
Tras pasar nuestro abono de 24 horas por el lector y desmontar el mito de que el recorrido es de tan solo 5 segundos, la persiana metálica vuelve a abrirse y nos encontramos 45 metros más arriba.
Aunque no es un dato confirmado, basta un simple vistazo para entender los rumores de que el trabajo de Gustave Eiffel en París sirvió de inspiración para los creadores del elevador. Los materiales, la estructura de vigas visible para el pasajero... todo recuerda a la Torre Eiffel. Y la sensación se acentúa todavía más en el nivel superior, desde el primer mirador hasta la terraza de la zona más alta, a la que se accede mediante escaleras de caracol.
Las vistas desde este nivel más alto merecen la pena, especialmente si se han recorrido con anterioridad algunos de los escenarios que desde aquí se divisan. Por el este tenemos, una vez más, el Castelo de São Jorge preside la postal. Girando el cuello hacia el norte y al nivel de la calle, la extensa Plaça Don Pedro IV enlazando con la estación de Rossio. Y en dirección opuesta, el enorme caudal del río Tajo, a pocos kilómetros de finalizar su recorrido en el océano Atlántico.
A estas alturas, los cuatro miembros del equipo estamos necesitados de un buen trago de algo fresco, pero no parece muy aconsejable para nuestros bolsillos buscar una botella de agua bien fría en un kiosko del lugar más turístico de la ciudad. Aprovechando que ya estamos en pleno mediodía, entramos en el McDonalds de la Praça Don Pedro IV para reponer fuerzas.
Con una buena cantidad de calorías añadidas, salimos esta vez en dirección al río, esperando encontrar la Praça do Comércio.
El paseo desde Don Pedro hasta Comércio consiste en una calle peatonal solo atravesada en un par de ocasiones por carreteras en las que circulan tanto vehículos y autobúses como los característicos tranvías de Lisboa. Las cafeterías -que aquí se presentan como pastelerías- compiten por el dinero de los turistas durante todo el recorrido.
Lo primero que destaca de la Praça de Comércio es su extensión. Y si bien es de dimensiones considerables, no es eso lo único que alimenta dicha percepción: la ausencia total de kioskos, terrazas u otro tipo de elementos así como las vistas al río en uno de sus laterales aumentan dicha sensación. Tan solo la Estatua de José I ocupa el paisaje, al que se accede mediante el Arco Triunfal de la Rua Augusta.
Dicha ausencia de elementos conlleva también una falta absoluta de sombras, por lo que no tardamos en atravesar la plaza y empezar a caminar junto al río en dirección al oeste.
Tras alrededor de 30 minutos bordeando el río en una zona en obras, alcanzamos Cais de Sodré, otro punto de notable afluencia por estar conectado por estaciones de metro, tren y la estación fluvial para ir a destinos al otro lado del río. Precisamente este último es nuestro objetivo, ya que pretendemos ahora alcanzar el Cristo Rei que se eleva en el barrio de Almada.
Comprobamos en la estación fluvial que el abono de transporte de 24 horas no sirve, aunque las explicaciones que recibimos en el puesto de atención no nos terminan de aclarar el porqué. Sacamos billetes sencillos para ir a Cacilhas por 1,35 euros cada uno, de los cuales 0,50 son para la tarjeta física, por lo que solo hay que pagarlos la primera vez.
Ya a bordo de uno de los barco, comprobamos que éstos se mueven más cuando están parados que cuando emprenden la marcha. Este vaivén es característico del río, ya que cualquier subida o bajada de la marea conlleve que las aguas abandonen o remonten el caudal según sea el caso. Por ello, todas las estaciones fluviales de la zona son flotantes, de modo que las pasarelas y amarres suben y bajan junto a las embarcaciones.
El paseo en barco apenas dura 10 minutos, durante los cuales se puede disfrutar de buenas vistas de Lisboa, especialmente del Puente 25 de Abril. La Torre de Belém y el Monumento a los Descubrimientos quedan demasiado lejos y se confunden con la bruma.
Atracamos en Cacilhas, donde nada más salir de la estación fluvial nos espera la estación de autobuses. Encontrar la parada del bus 101 nos cuesta un par de vueltas y acudir a uno de los puestos de información, pero finalmente estamos listos para subir la colina hacia el cristo. El billete de autobús cuesta 1,20 euros por trayecto.
El autobús finaliza su recorrido justo frente al recinto del Cristo Rei, que es de libre acceso aunque cierra por las noches. No tan libre es el ascenso por el pedestal hasta el mirador a los pies de la estatua, ya que la entrada se cobra a 5 euros. El precio es desorbitado, teniendo en cuenta que las vistas ya son espectaculares sin necesidad de pagarlo.
Desde aquí es posible ver como la ciudad de Lisboa se extiende desde el río hasta las colinas. El Puente 25 de Abril sigue siguendo la estrella del paisaje, con su innegable parecido al Golden Gate de San Francisco.
El sol sigue apretando y la sombra de los árboles plantados en el césped al pie del pedestal parece ideal para descansar los pies durante largo rato, disfrutando del viento que aquí corre fruto de la altura.
Este momento de relajación nos da tiempo para pensar en varias cosas. La primera, que las mismas vistas por la noche deben merecer la pena, aunque habría que buscar el modo de disfrutarlas sin acceder a un recinto que a buen seguro permanecerá cerrado. La segunda, que no parece haber ningún método alternativo para ir a Belém que volver sobre nuestros pasos. Así que cuando damos por terminado el relax, repetimos el trayecto a la inversa. Autobús hasta Cacilhas, y barco hasta Cais de Sodré.
Con varias horas ya recorriendo las calles de Lisboa y alrededores, nos percatamos de que todavía no hemos visto ni un solo supermercado. Y justo entonces, desde el autobús divisamos el primero de ellos, de la cadena Mini-preço. Así que "haberlos, haylos", aunque pueda costar encontrarlos.
El barco del camino de vuelta no es el mismo que hace unas horas. Éste tiene una sección en la que transportar vehículos y la cabina para pasajeros tiene pasarelas exteriores, por lo que disfrutamos muchísimo más del trayecto. Podemos observar mucho mejor el espectáculo que supone el dique flotante que acompaña a la marea.
No hay que caminar más que un puñado de metros para llegar a la parada de tranvía de Cais de Sodré. Lo tomamos en dirección a Belém, y las diez paradas hasta nuestro destino se hacen eternas. El tranvía no dispone de aire acondicionado y realiza el trayecto al pie del río, por lo que no se esconde del sol en prácticamente todo el día. La consecuencia es que nos sentimos como patatas en una olla a presión. Es aquí donde empiezo a notar los síntomas de lo que al finalizar el día anduvo cerca de terminar en una insolación.
Llegamos a la altura de la Torre de Belém para, tras cruzar uno de los puentes que sortean la carretera, descubrir que el acceso a la torre ha cerrado hace 10 minutos. En cualquier caso, el acceso es de pago y me aventuraría a decir que lo mejor de la torre es la propia estructura vista desde fuera, por lo que acceder al interior no parece imperativo.
En los minutos que pasamos al pie de la torre el sol, en su camino hacia las Américas, se sitúa justo tras el edificio, dando lugar a más fotografías.
Caminamos ahora remontando el curso del río para encontrar el Monumento a los Descubrimientos, levantado hace 50 años en honor a todos los ilustres nombres que participaron en la Era de los Descubrimientos, encabezados por Vasco da Gama. Durante nuestro paseo nos acompañan algunas embarcaciones, que con el río en ascenso apenas avanzan en nuestra dirección.
Frente el Monumento a los Descubrimientos, que más adelante revisitaríamos, se encuentra una gran rosa de los vientos grabada en el suelo, la cual alberga un mapa mundi que ilustra el mundo conocido en la época que homenajea. Este grabado se puede disfrutar en todo su esplendor desde lo alto del Monumento, pero el acceso ya está cerrado desde hace una hora.
Volvemos a cruzar el paseo a pie de río para topar con el Monasterio de los Jerónimos, una colosal estructura que forma parte del Patrimonio de la Humanidad según la Unesco. Al igual que el resto de atracciones de la zona, su acceso ya está cerrado por lo que no llegamos a tiempo de disfrutar de su claustro interior que todos aconsejan visitar.
En la manzana contigua al Monasterio se encuentra otro punto de visita obligada. La Casa Pastéis de Belém lleva sirviendo los pasteles de Belém desde 1837, conservando siempre entre el secreto y la leyenda la fórmula para su elaboración. Como buenos turistas hambrientos, no podemos dejar pasar la oportunidad de probarlos, por lo que entramos en una de sus numerosas salas, ya que el establecimiento consiste en varias estancias debidamente ornamentadas por azulejos.
Los pasteles de Belém se sirven calientes, cuando todavía conservan su crujir característico. En esencia el relleno sabe a yema de huevo, si bien es cierto que tiene un regusto que hace pensar que hay algo más detrás de la composición. Personalmente creo haber notado cierto aroma a castaña asada. Todas las mesas disponen de dispensadores de canela y azucar en polvo, para así degustar los pasteles al modo tradicional. Cada unidad cuesta 0,90 céntimos, ya sea para tomar in situ o bien para llevar.
Las horas de sol ya han quedado atrás y ha sido un día mucho más intenso de lo previsto, así que iniciamos el camino de regreso al hotel, que no es poco. La combinación de tranvía -nuevamente una sauna- y metro con transbordo termina de aniquilarme, y llego a la habitación con la cabeza ardiendo, los labios cortados y náuseas. Solo hay tres cosas que poder hacer: darse un buen baño, caer rendido en la cama y, a la mañana siguiente, comprar una gorra.