Despertamos por tercera vez en Lisboa, y no tardaríamos en notar las consecuencias de que sea un domingo. Empezando por el desayuno cuando bajamos al salón algo antes de las 10. No hay ni una sola mesa libre y cuando llegamos incluso hay dos parejas esperando turno para conseguir una donde sentarse.
Cuando tras una espera más larga de lo que hubiéramos deseado conseguimos empezar a desayunar, el caos continúa. Si el salón del hotel ya despertaba dudas sobre su disposición en un día normal, la cosa empeora con el doble de público levantándose y yendo de un lado para otro haciéndose hueco entre las sillas. No es hasta que pasan las 10:15, a un escaso cuarto de hora de que cierre la cocina, cuando la estancia empieza a despejarse y podemos disfrutar de un poco de tranquilidad.
Tras el accidentado desayuno, me acerco hasta la cabina telefónica a escasos metros del hotel, por aquello de dar señales de vida. El atraco es considerable: 21 céntimos por el establecimiento de llamada, y 7 céntimos por pulso -que para la distancia entre Lisboa y Barcelona, apenas llega a los 5 segundos-. Haciendo cuentas, más barata me hubiera costado la llamada usando las tarifas de Roaming de Simyo, y eso que no son precisamente económicas.
La escapada hasta la cabina me sirve para confirmar la ola de calor que días atrás ya se anunciaba para el domingo y lunes en Lisboa. Más vale que no hagamos muchos esfuerzos fuera de las sombras, porque podría acabar con nosotros.
Empezamos la actividad turística recorriendo los 15 minutos que separan nuestro hotel del Parque Eduardo VII. El parque consiste en una cuesta pronunciada ornamentada con césped y construcciones de jardín. En el extremo más alto, una fuente acompaña a una gigantesca bandera de Portugal. En la zona más baja, colisiona con la Plaza Marqués de Pombal, en honor al ministro que restauró la ciudad tras el terremoto de 1755.
J y D se asustan con la combinación de calor e inclinación de la cuesta y deciden quedarse en la zona superior, auxiliados por las sombras de algunos árboles. L y yo llegamos hasta la plaza y, una vez abajo, utilizamos el metro para volver a la zona superior -¡y son dos paradas!-.
Cuando volvemos a aparecer cerca de la bandera, pasamos junto al restaurante Botiquim do Rei, integrado en el parque. Tiene muy buen aspecto y los precios de la carta en la puerta no son escandalosamente altos. Sin embargo, cualquier posibilidad de entrar se va al traste, ya que cuando llegamos aquí J y D han desaparecido, regresando al hotel para esperarnos.
De vuelta en la habitación, encontramos por primera vez una red inhalámbrica abierta. Sin embargo, solo permite acceder a servicios hospedados bajo www.google.com. No es tan malo como parece: podemos comprobar el correo, revisar toda la actividad añadida en nuestro lector de feeds, e incluso repasar algunos itinerarios en Google Maps. Cuando terminamos, ya se está haciendo tarde para comer, así que decidimos probar suerte con la churrasquería que hay justo al lado del hotel.
Las churrasquerías, según leyó L mientras preparaba el viaje, son establecimientos que ofrecen el mismo tipo de comida que una brasería, pero de forma más económica. Como siempre, nos encontramos como entrante sopas a muy buen precio. Como plato fuerte, por fin tengo ocasión de probar alguna de las mil variantes del elemento estrella de la cocina portuguesa: el bacalao.
Tras rechazar los clásicos entrantes ojo-que-no-son-gratis, llega mi "Bacalhau Na Canoa". Y efectivamente, aquí está el bacalao... y aquí está la canoa. Porque el plato se sirve en una bandeja de cerámica cuyos huecos quedan rellenados por patatas y cebolla asada y mucha, mucha salsa. Suficiente para dos personas, y más que holgado para una sola. El bacalao resulta estar buenísimo, así como el cerdo y la sopa de marisco que piden los demás.
Como ya nos habíamos informado, en Portugal no hay una excesiva tradición de postres caseros. Sin embargo, las raciones de tarta de whisky y tarta helada que pedimos resultan muy, pero que muy generosas. Tanto los postres de carta como los helados de Frigo -que aquí se llama Olá- que puedes encontrar en un bar resultan muy baratos. Resulta algo curioso: los supermercados son más caros que en España, pero el cubierto fuera de casa resulta mucho más económico que en nuestro país. En el caso de la churrasquería, la cuenta para 4 personas asciende a 66 euros, incluyendo sopa, plato fuerte, postre y algún café.
Nuestros planes para esta tarde requieren que el sol empiece a bajar y las temperaturas se suavicen, así que tenemos un buen margen para descansar en la habitación. Situación que aprovecho para grabar el video que nos recuerde como era la estancia 708 del Sana Executive Hotel.
Mientras L consuma su siesta, yo paso el rato recorriendo los canales de televisión. Tenemos Misión Imposible 2, El Núcleo... parece que los domingos toca cine de palomitas. Por fin, salimos a bordo de la Scenic de mi cuñado con rumbo hacia el sur, cruzando el río Tajo.
Repetimos la que fue nuestra ruta de acceso a Lisboa pero esta vez para salir de la ciudad y, además, a plena luz del día. Pasamos bajo el Acueducto de las Aguas Puras, cruzamos los rojos pilares del Puente 25 de Abril y observamos el Cristo Rei varios metros por debajo de su pedestal. Tomamos las indicaciones de la carretera para ir a la Costa da Caparica.
Caparica es la zona de playas por excelencia para los habitantes de Lisboa y alrededores. Y, tratándose de un domingo por la tarde, no tardaríamos en corroborar lo popular que resulta la zona. La calle "principal" cuyas travesías sirven de acceso a las distintas playas está totalmente colapsada. Coches aparcados a ambos lados y gente lista para el baño por todas partes, dificultando mucho la circulación. En un primer momento parece que el tumulto no vaya a tener fin, pero tras algo más de un kilómetro circulando a paso de tortuga, la aglomeración empieza a menguar, hasta desaparecer por completo cuando la carretera enlaza con distintas urbanizaciones que, a la vista de las casas allí construidas, deben tratarse de las zonas residenciales de clase alta de la región.
Seguimos circulando hacia el sur, volviendo a ir en paralelo a la costa en esta ocasión en la Avenida 1 de Maio. Aunque aquí tambien hay cierta aglomeración, encontramos hueco donde aparcar en una de las entradas a la arena, justo donde terminan las vías del tren que recorre la costa. Al asomarse a la muy ancha orilla, vemos los kilómetros y kilómetros hacia el norte que hemos ido acompañando en el camino. Hay una cantidad de gente notable, pero lo amplio de la orilla lo hace soportable. El agua, en la que solo metemos los pies, está lógicamente más fría y revuelta que en un día normal del Mar Mediterráneo. Hasta la arena húmeda se nota enfriada.
Parece que el tiempo hoy nos dará una segunda oportunidad tras el fiasco de la puesta de sol en Cabo da Roca. No hay una sola nube sobre nuestras cabezas, y la línea del horizonte hacia el que se el astro rey hoy es nítida a más no poder. Finalmente llega la hora poco después de las 20 horas, y no defrauda. Echo en falta un trípode para haber grabado la escena en condiciones.
Permanecemos un poco más a los pies del Atlántico aunque ya empiece a oscurecer. La gente empieza a abandonar la playa a marchas forzadas, que mañana es lunes y lo que menos nos rodeaba eran turistas. Empiezo a chapotear haciendo el tonto hasta que doy de bruces con un pequeño valle subacuático que termina conmigo calado hasta la cintura.
Tomamos el camino de vuelta, haciendo lo posible por no empapar el asiento del coche tras mi merecido -por payaso- remojón. Aprovechamos que ya se han encendido las luces de la ciudad para cobrar una cuenta pendiente: las vistas desde el Cristo Rei de noche. Sin embargo, tal como nos temíamos, el recinto está cerrado, y solo podemos asomarnos al río gracias a una carretera sin salida que desciende la colina a mano derecha del Cristo. En cualquier caso, la vista no es todo lo espectacular que desearíamos: muchos de los monumentos están pobremente iluminados, incluido el Puente 25 de Abril, que apenas enciende las luces necesarias para evitar accidentes aéreos y de carretera.
Ya de nuevo en la zona del hotel, paramos en Saldanha para repetir cena en Super Chefe, que nos dejó con ganas de más. Sin embargo, el local cierra los domingos, así que optamos por el plan B: cenar en el McDonalds ultra-moderno que descubrimos ayer. Claro que no todos saben disfrutar de las bondades de hacer los pedidos mediante máquinas automáticas. Por ejemplo, los dos españoles que tenemos al lado y acaban rindiéndose al no entender cómo funciona el sistema.
En las pocas manzanas que nos separan del hotel, una radio portuguesa está narrando el partido del Oporto y, en un repaso a la actualidad, informa de que el Madrid de Mourinho ha empatado a cero en Mallorca. Por lo menos, no me he perdido ningún gol. Llegan a mi móvil dos mensajes que auguran una buena temporada para los socios mallorquinistas.
Antes de irnos a dormir, utilizamos el limitado acceso que tenemos a internet para descubrir si el Castillo de San Jorge cierra mañana lunes, al igual que la mayoría de monumentos. A partir de los pequeños resúmenes que Google muestra para cada resultado, confirmamos que así es. Por lo tanto, se perfila para mañana una visita a las instalaciones de la Expo del año 98.