Comienza septiembre, y la temperatura baja como si hubiera estado esperando a que pasara la hoja del calendario. Tras unos días de un calor que impedía hacer demasiados planes de turismo de exteriores, las máximas para hoy no sobrepasan los 25 grados. Pensamos en qué invertir nuestras últimas horas de turismo en Lisboa -la tarde queda reservada para dejar listo el equipaje-, y el barrio de Alfama tiene muchos puntos, resultando ganador de la discusión.
Si alguna vez hojeáis una guía turística de Lisboa en cuya portada aparece la fotografía de una calle con pendiente pronunciada y calzada estrecha, sin duda se trata del Barrio de Alfama. Se encuentra al este de la zona de Chiado y Rossio, y sus casas recorren todo el camino desde el nivel del río hasta el Castillo de San Jorge. Para llegar, a los aledaños, repetimos parte del trayecto de ayer. Metro de Sao Sebastiao a Chiado, y transbordo para llegar a Rossio. La frecuencia de los trenes es de 7 minutos en la franja horaria más habitual, excepto el caso de la línea verde que reduce la espera a solo 5.
De nuevo en la Plaza da Figueira, esta vez no necesitamos dar una vuelta completa para dar con la parada que buscamos... porque sencillamente no está. En contra de lo que creíamos, la línea 28 del tranvía no tiene una parada aquí, si no que es necesario adentrarse en Chiado con rumbo a la Plaza del Comercio para encontrar la parada en una de las travesías. La línea 28 de los tranvías de Lisboa es la más carismática de todas, ya que atraviesa la mayor parte de los puntos de interés de la zona, terminando su recorrido en un muy aconsejable mirador desde el cual se divisa la fachada del castillo.
No tan recomendable me parece realizar la travesía con el tranvía. A veces hay que buscar el equilibrio entre lo tradicional y lo práctico, y en este caso la balanza se decanta demasiado por lo primero. Los trenes de la línea son de corte antiguo y dignos de verlos pasar cuando se cruzan en tu camino, pero su interior es otra cosa. El viaje resulta brusco, incómodo, y agobiante debido a la saturación de turistas que quieren cumplir el trámite de recorrer la línea, aunque no puedan siquiera asomar la vista por las ventanas. Visto lo visto, no tardamos en apearnos, apenas un par de cuestas antes de alcanzar la catedral. Definitivamente, el que quiera llegar a Alfama, que utilice el autobús 737 y se limite a fotografiar el tranvía desde fuera.
Nos adentramos en una cualquiera de las pequeñas calles que descienden desde la cuesta principal. En una ventana de las desaliñadas casas suena "Cuando calienta el sol" en portugués. Descendemos calle a calle hasta alcanzar el río, encontrándonos en el camino con otra empresa familiar de un tal Bastos. Sin haberlo planeado, damos con una pequeña plaza en la que realiza su salida la línea 25 del tranvía. Precisamente la que pasa frente al "Elevador de Bica", nuestra próxima parada.
La segunda experiencia en tranvía resulta mucho más recomendable. Sin los agobios del tren lleno y por calles mucho mejor preparadas para el paso por las vías, disfrutamos viendo como el conductor descarga adrenalina forzando la máquina hasta el límite. Y de regalo, no tiene miramientos para ir arrancando los retrovisores de vehículos parados en doble fila que obstaculizan el paso del tren. Todo un espectáculo. Tan absortos estamos en la velocidad, que nos pasamos varias estaciones de nuestro destino y tenemos que coger la misma línea en dirección contraria para deshacer nuestros pasos.
Nos plantamos, ahora si, frente a la puerta de la estación del Elevador da Bica, que no es más que una pequeña cabina que asciende un pequeño tramo con una pendiente exagerada. La cabina refleja el sol en su superficie plateada y tiene un foco en el morro. Es decir, parece una versión primitiva de Ironman... pero funciona algo peor, ya que justo a nuestra llegada se avería y el chófer no es capaz de estimar cuánto tiempo llevará la reparación. A otra cosa, pues.
Decidimos que lo último que vamos a hacer es cruzar por última vez el Tajo a bordo de un barco. Llegamos a la estación de Cais do Sodré y, lamentablemente, por disponibilidad y horario lo más práctico es volver a recorrer la misma línea que ya realizamos para llegar hasta el Cristo Rei. Así que recargamos nuestros billetes de la empresa de transportes marítimos y ponemos rumbo al muelle de Cacilhas.
Como ya estamos en pleno mediodía, decidimos ascender por una de las calles que nacen del puerto hasta ver desaparecer los precios turísticos por unos algo más decentes. Tras unos 10 minutos de paseo, empezamos a ver ofertas de sopa, plato y bebida por 6 euros.
Durante los preparativos del viaje, una de las advertencias más extendidas en lo que a comidas se refiere era el excesivo tiempo que los restaurantes portugueses emplean para servir los platos. Sin embargo, no nos habíamos encontrado con ese problema... hasta este momento. Y de qué manera: una hora de reloj desde que nos toman nota hasta que por fin podemos probar la comida, ¡y eso que era el plato del menú! Y para colmo, se olvidan de la sopa e intentan remediarlo siriviéndola tras el plato fuerte. Menos mal que en nuestra experiencia esto ha sido un caso aislado, porque 7 días con situaciones así podrían desquiciar al más paciente de los turistas. Dicho queda: restaurante O Borriquito en Cacilhas, mejor evitarlo a no ser que tengas toda una vida por delante.
Paramos en una terraza durante el descenso de vuelta al puerto para comprar helados -cualquiera se atreve a pedir postre en el restaurante-. En el regreso por el río, vuelve a caernos en suerte un barco cerrado, por lo que no podremos repetir travesía de vuelta en una pasarela exterior como ocurrió nuestro primer día. Metro mediante, llegamos al hotel, donde es hora de echarse la siesta -para unos- y intercambiarse fotografías -para otros-.
3 gb de fotografías almacenadas en la tarjeta de memoria. Tratándose de una cámara compacta -nada de tamaños escandalosos por fotografía-, con tanto viaje guardar todo el material va a empezar a ser un problema. Pasada la tarde, estrenamos una baraja de cartas de recuerdo jugando al Texas Hold'em en la habitación mientras hacemos tiempo para la cena. Recurrimos por última vez al Lidl cercano al hotel para llevarnos varios paquetes de café Delta, el mismo que nos han ido sirviendo en todos los locales. El empleado de seguridad del supermercado no nos quita ojo... aunque de haber estado en España, su apariencia hubiera sido la sospechosa.
Qué mejor opción para nuestra última cena del viaje que despedirnos de uno de los mejores sitios descubiertos: Super Chefe. Durante el camino, como ya ha ocurrido alguna vez, descubrimos algunos indigentes buscando un sitio donde dormir. En toda nuestra experiencia no hemos visto demasiados, pero haberlos, haylos.
En lo que era nuestra última oportunidad para degustar comida portuguesa, aprovechamos por fin la ocasión de descubrir el Bacalhau a Bràz, plato referencia entre las montones de variedades del bacalao que se cocinan en Portugal. Resulta ser un plato de bacalao muy picado y frito junto a huevos revueltos. Sabe muy bien, no tarda en llenar y, evidentemente, da mucha sed.
En el fragor de un restaurante en plena hora punta, de repente "pasa un ángel" y todo el local calla simultáneamente. En el preciso instante que, en una de las mesas, se oye un potente "¡cagüendios!". Aquí, unos amigos vascos que también han descubierto Super Chefe.
Rematamos la última cena con un café galäo, como debe ser. No tan esperado era que la leche estuviera ardiendo. Hoy hemos echado el resto y no hemos escatimado nada durante la cena y, incluso así, la factura no pasa de los 12 euros por persona.