Estuve hace años en Venecia, pero apenas fueron 2 días relámpago, después de desembarcar el coche de la bodega de un navío italiano procedente de Alejandría, desde donde un mes antes habíamos comenzado una ruta por carretera por Egipto cruzándolo de norte a sur por la orilla del Nilo. En esta ocasión, han sido casi 5 días, y aunque he dudado en hacer diario, porque ya está perfectamente cubierta Venecia con magníficos relatos, finalmente, ahí van unos trozos de mi escapada.
Quien más quien menos, al menos de mi generación, ha oido nombrar al célebre mercader, explorador y narrador Marco Polo, y alguno que otro, le ha acompañado mentalmente en sus odiseas, así que, si una ciudad, su ciudad, ha decidido en su honor, ponerle su nombre al primer lugar donde ponen los pies los viajeros, llegando desde el aire, ya cuenta con mi cariño.
Si además, la ciudad fue levantada sobre una laguna plagada de mosquitos clavando estacas en su fondo de fango para frustrar a hordas de hunos y godos; sobrevivió a epidemias de peste, cólera y hambruna; floreció comerciando con sedas y especies surcando los mares; iluminó a Occidente con su arte y su glamour; decidió dejar de enriquecer al Papa, cortando el grifo de una contribución millonaria y, sobre todo, fue libertina y gamberra, cuenta con mi emoción.
Una hora y media de vuelo, bastan para trasladarse del Prat al Marco Polo, por lo que, tras montar en el consabido autobús número 5 (3 euros) nada más salir del aeropuerto, apearnos en la última parada de Plaza de Roma, y soltar el ligero equipaje en una mediocre y desmejorada habitación pseudoveneciana, de paredes tapizadas en dorado y ventana al Gran Canal, del hotel brillantemente denominado “Canal”, tras haberse quedado el dueño exhausto por el esfuerzo realizado y la agudeza extraída, para ponerle tal nombre, cruzamos el puente Scalzi, y torcemos a la derecha por la concurrida Rio Terà Lista di Spagna.
para, en la segunda callejuela a la izquierda, calle della Misericordia, entrar a comer algo en “Al cicheti”, acogedor “bacaro”, donde nos nutrimos con una pasta amatriciana (tomate, guanciale, guindilla y aceite de oliva), una lasagna de verduras, y un par de birras Moretti. Al alimento y a la tasca, nada que objetar; a la cuenta, mejor la desgloso: 1 penne amatriciana más 1 lasagna de verduras, 10 euros; 2 cañas de Moretti, 10 euros.
Para no darme cabezazos contra la pared, (testa contro il muro), me autocastigo a escribir 200 veces: “Al pedir de comer, preguntaré siempre cuanto cuesta la bebida”. Acabados los deberes, nos inyectamos de nuevo en Lista di Spagna, y junto a turistas y venecianos, los cuales se distinguen por la elegancia en el vestir y en si llevan o no un trozo de pizza en la mano, ....
... desfilamos orgullosos calle arriba, a los ojos de expectantes máscaras carnavalescas, y ante los destellos de huevos, insectos, colgantes, animales, vajillas, frutas, figuras, piedras, corazones, góndolas, electrodomésticos, etcétera, etcétera, de cristal de Murano de los escaparates. Disipo mis dudas sobre si los comerciantes y dependientes son también de dicho material, al observar a uno de ellos mover los labios y emitir la palabra: “¡prego!”.
Tras dejar atrás el Campo y la iglesia de San Geremia, cruzamos el puente de Cannaregio por la Salizada del mismo santo, faltaría más, derivamos en paralelo al Gran Canal por la concurrida, animada y comercial calle, Rio Terà San Leonardo, con posteriores "alias" de Rio Terà de La Madalena y Strada nuova, descendemos vadeando el teatro Malibran hacia Sta Maria de Formosa, ya en el sestiere de Castello,
y aterrizamos en el muelle de San Zaccaria, desde donde entramos a la Plaza de San Marcos para, como bien se anuncia en los últimos diarios de Venecia, disfrutar de unas espectaculares vistas de obras y lonas publicitarias, que casi me hacen saltar las lágrimas de emoción y alegría, por mi morriña de esas magníficas zanjas, barricadas, excavadoras, gruas, socavones, taladros, apisonadoras, vallas, escombros, en el 60 por ciento de la ciudad donde habito.
Eso sí, el palacio Ducal se muestra espléndido desde el exterior, aunque lo único que puedo explicar de él, es que a los itinerarios secretos, les permitimos que lo siguieran siendo, ya que continuamos obedeciendo las flechas de los numerosos carteles en dirección al Puente de Rialto, para poder cruzar el Gran Canal y patear de regreso al hotel.
Como toda la manada humana que nos acompaña, se une al monumental atasco en el Ponte Rialto, que forma una apelotonada muchedumbre que sube y baja sus escalones, de frente, de espaldas, de lado y haciendo el pino; nosotros, sorteándolo por uno de los laterales, aparecemos teletransportados a la otra orilla, paseando primero por el desierto mercado de Rialto, ...
y luego por callejuelas hipnóticas, solamente alteradas de vez en cuando, por los pasos de algunas almas con conocimiento de ruta que, como una ilusión, desaparecen de nuestra vista al virar a izquierda o derecha por angostos callejones en bifurcaciones inverosímiles, o levitan por los puentes que brincan los canales secundarios.
La Ferrovía y la Plaza de Roma están bien indicadas, así que, tras el prometedor y nocturno paseo, no finalizamos a altas horas de la noche, la vuelta al ruedo, de toma de contacto con los laberintos de la ciudad de las góndolas.