Pasadas las 9 de la mañana empezamos nuestro sexto día desde que despegamos de Mallorca. Ya estamos encarando el tramo final de nuestro viaje, y no queda mucho más pendiente de visitar en nuestra planificación.
El día empieza en un hotel del que no sabemos prácticamente nada. La hora a la que llegamos ayer, tras varias horas de carretera, y con un notable cansancio acumulado, no invitaba a perderse por las instalaciones para saber dónde nos albergábamos, yendo directos desde la recepción hasta las camas de nuestras habitaciones.
Ahora era el momento de saber qué nos ofrecía el Best Western Inn at Hunt's Landing, situado casi en el cruce exacto entre los estados de Pennsylvania, Nueva Jersey y Nueva York.
La primera sorpresa nos la depara la ventana cuando apartamos la cortina. Aunque un árbol se interponga, entre sus ramas podemos adivinar una estampa relajante, con un estanque rodeado de césped y ni un solo edificio hasta donde llega la vista.
Tras ducharnos y dejar todo listo para abandonar la habitación, bajamos al comedor antes de que termine el horario de desayunos. Allí nos espera una imagen similar a la de mañana anterior, quizás con algo menos de surtido para escoger entre bollería, cereales y otros alimentos. En cambio, la reserva de este hotel incluye, además de acceso a la barra de buffet, un desayuno continental a elegir entre varias opciones.
Todas las posibilidades suenan a "creo que hoy no voy a comer al mediodía", incluyendo huevos, tortillas, tostadas, bacon, etc. Pedimos nuestros desayunos y disfrutamos durante media hora de él, observando mientras tanto a los ventanales que apuntan al estanque. Incluso el café parece saber mejor, pese a seguir arrastrando ese hábito americano de mezclarlo con algo parecido a la leche, pero que no es leche.
Tras el desayuno, no podemos resistir la curiosidad y salimos al exterior. La ventana no engañaba, y los jardines del hotel son increíbles. Patos, topos, incluso algún ciervo a lo lejos, dan la bienvenida a los huéspedes, en su mayoría matrimonios de avanzada edad que pretenden alejarse del bullicio de las ciudades.
Atravesamos un camino entre la fachada del hotel y el estanque, hasta llegar a una piscina cubierta en la que varios niños ya están arrugados del rato que llevan allí. Al igual que en el anterior Best Western, lamentamos no disponer de margen para disfrutar más a fondo del hotel. Nunca he sido muy partidario de planificar vacaciones en las que el hotel es un fin y no un medio, pero con sitios como éste empiezo a verlo justificado.
Quedan pocos minutos para las 11 cuando volvemos a guardar nuestro equipaje en el maletero del Chevrolet Impala. Hace una hora que abrió el centro comercial al que nos dirigimos, pero ha valido la pena a cambio de descansar un poco más y disfrutar del hotel. Ahora si, arrancamos el motor y ponemos rumbo hacia el este, dispuestos a recorrer unos 60 km que nos parecen irrisorios tras todo lo que llevamos recorrido.
A las 11:30 llegamos a Woodbury Common Premium Outlet. Considerado por algunas listas como el segundo outlet (algo así como "centro comercial de descuento") más recomendable del mundo, se trata de nuestra segunda visita en menos de un año. La ocasión anterior aguantamos hasta la hora del cierre, cargados con una maleta llena de calzado, pantalones, camisas y camisetas.
A pesar de existir un debate entre partidarios de llegar hasta aquí y defensores de permanecer en Manhattan y ir comprando durante su estancia en la ciudad, nosotros lo tenemos claro. A cambio de invertir un día en visitar el centro comercial, el resto del viaje nuestra preocupación por aprovechar los precios económicos es menor, permitiéndonos estar más centrados en visitar los lugares. Además, tener todas las marcas que te interesan concentradas en un pequeño poblado artificial te ahorra tener que buscarlas una a una. Por no hablar de los precios, que aquí son todavía más baratos y con la posibilidad de disfrutar de descuentos gracias a un talonario que te entregan por darte de alta gratuitamente en su web.
Tras visitar la oficina de información para conseguir nuestros descuentos, comenzamos el itinerario que tenemos marcado para tener tiempo de visitar todo lo que pretendemos. A modo de resumen, estos son algunos de los precios que nos encontramos:
Tommy Hilfiger: camisetas, camisas, polos y jerseys de hombre y mujer entre 15 y 20 dólares, pantalones tejanos por 25 dólares, bañadores por 20 dólares.
Levis & Dockers: tejanos por 30 dólares, camisas y camisetas entre 10 y 15 dólares.
Aerosoles: zapatos por 35 dólares.
Nike: pantalones de deporte por 10 dólares, calzado deportivo por 50 dólares.
Skechers: calzado informal por 40 dólares.
Adidas: camisetas entre 5 y 20 dólares, sudaderas por 25, calzado deportivo por 50 dólares.
DKNY Jeans: camisetas por 16 dólares.
Converse: calzado de la marca entre 20 y 30 dólares.
Perry Ellis: camisas por 24 dólares.
Calvin Klein: cinturón de mujer por 20 dólares.
Carter's: ropa infantil de todo tipo siempre por debajo de los 15 dólares.
Polo Ralph Lauren: Camisas y camisetas por 10 dólares.
Mi pareja y yo dedicamos todo el día, desde nuestra llegada a las 11 de la mañana hasta el cierre a las 9 de la noche, a visitar todas y cada una de esas tiendas cargando periódicamente las bolsas en el maletero del coche. Mi suegro y mi cuñado, tras visitar solo un par de tiendas, deciden separarse y visitar Central Valley, el pueblo más cercano.
Solo hacemos una parada para reencontrarnos al mediodía, a la hora de la comida. El centro comercial dispone del "Salón de la comida" donde se concentran varios locales de restauración. Pero hay uno de ellos que está separado de la zona. Se trata de AppleBee's.
AppleBee's es una franquicia con locales repartidos por todo el país. Se caracteriza por una buena carta de comida americana y una ambientación agradable y familiar. Probablemente sea el sitio donde mejor hemos comido tanto en éste viaje como en el anterior.
Como suele ocurrir, al entrar en el local damos nuestras señas y esperamos durante unos 20 minutos a que quede un sitio disponible para nosotros. Durante la espera, voy anotando en un papel lo que vamos a pedir. Cuando llegamos a nuestra mesa y entregamos el papel a la camarera (alta, rubia con coleta, piel muy pálida, como una animadora con 10 años más a las espaldas), nos la hemos ganado para el resto de la jornada.
Pedimos como entrantes unos nachos espectaculares y una bandeja de aros de cebolla para los cuatro. Para cada uno, nos decidimos entre varias carnes y hamburguesas. Yo me decanto por una ensalada de búfalo, la ensalada por aquello de variar un poco y el búfalo por lo de probar especialides autóctonas. Está increíble, saciando más que muchos platos a priori más "densos".
Pedimos postres, seguimos bromeando con la camarera y finalmente pagamos 93 dólares por toda la comida. Un precio razonable (unos 20 euros por cabeza), teniendo en cuenta que no parece que vayamos a tener apetito durante tres días.
A las 9 de la noche, con la mitad de los locales ya cerrados y la otra mitad echando el cierre, volvemos a reencontrarnos en el aparcamiento, nosotros dos cargando con las últimas bolsas del día. Demoramos un poco nuestra salida, esperando que el parking vaya quedando desierto y con la esperanza de no coincidir en carretera con todos los neoyorkinos que vuelven a casa tras un fin de semana de tres días.
A las nueve y media pasamos por el peaje de salida de Woodbury, y en menos de una hora nos sorprenden las primeras luces de la gran ciudad. A través del puente de George Washington nos encontramos con la silueta de Harlem, destacando los neones del estadio de béisbol de los New York Yankees. Bajamos hacia el sur por el lado oeste de Manhattan, hasta adentrarnos bajo tierra y cruzarla de lado a lado para aparecer junto al East River. Viendo a nuestra izquierda la Roosevelt Island que pisamos hace pocos días, volvemos a emerger en la superfície alrededor de la calle 50.
Dejamos a mi pareja y su padre en el hotel (de nuevo el Roosevelt) para ir tramitando la entrada y subir el equipaje, y mientras tanto mi cuñado y yo volvemos hacia el garaje de National para entregar el coche.
Dos empleados latinos comienzan a revisar el vehículo, y observan una pequeña rozadura en la puerta del acompañante delantero. Mi cuñado asegura que ya estaba allí cuando se nos entregó (yo, sinceramente, no me fijé), y ellos parecen no preocuparse demasiado. De todas formas, el coche estaba asegurado contra cualquier problema de ese tipo, por lo que seguramente sea un formalismo para poder justificarse a la hora de llevarlo al chapista.
Poniendo fin a nuestros días motorizados, descendemos a pie las 5 calles que separan el garaje del hotel. Allí los otros dos miembros del equipo ya han subido todo el equipaje, por lo que no queda mucho más por hacer. Obtengo un pase de 24 horas a Internet por 15 dólares para poder navegar y comprobar el correo, además de algunos datos de cara a nuestra agenda de mañana. Alrededor de las 12, apagamos las luces, de nuevo en Nueva York.