Aunque por las mañanas todo está cubierto de rocío, estamos teniendo suerte porque se levanta otro día despejado que, aunque con buen abrigo, anima al callejeo. Hoy no nos desviamos, y seguimos los raíles del tranvía hasta Sultanahmet, donde nada más asomar a la explanada, vemos una nube de gaviotas al estilo “Los pájaros”, que en un parterre se alborotan alrededor de lo que debe ser, un simpatizante del PP turco, que les está dando comida. Es tal la algarabía formada, que se van creando corrillos de espectadores en la acera, y que un minuto después,las sirenas de un coche de la policía que viene de camino, hacen que el tipo se retire del lugar, alejándose de las frenéticas gaviotas, que salen en desbandada poco después, espantadas por los uniformados.
Unos metros más adelante, entramos (10 liras tiket) en la Cisterna Basílica, o Yerebatán Sarayi (Palacio sumergido), construida para proveer de agua a los Palacios Imperiales en épocas de asedio o de sequía. Esta caverna en el subsuelo, es un punto y aparte en la zona histórica de Estambul, y un gran acierto del que decidió recuperarla del olvido, restaurarla tras extraer 50000 toneladas de barro, y abrirla al público a finales de los 80. El horario de visita es de 9 a 5 y media de la tarde.
Tras bajar las escaleras de acceso, te reciben unos grados menos de temperatura, humedad, y la imagen casi caleidoscópica de las 336 columnas dispuestas como una formación militar de 12 filas de 28 columnas cada una, que parecen duplicadas por el reflejo en el agua.
El recorrido circular, se hace a través de unas pasarelas de madera sobre los estanques con peces, con varios puntos de “parada y foto”, entre ellos, los convertidos en ritual turístico ridículo, como las dos o tres áreas con monedas en el fondo; otros más enigmáticos, como los de las dos cabezas de medusa de desconocida procedencia, haciendo de base a columnas; o simplemente puntos de toma de instantáneas más o menos fotogénicas, donde hay formadas colas de gente esperando su turno, supongo que por la analogía cerebral del homo sapiens, por la cual, si hay alguien haciendo una foto, y una cola detrás esperando a hacer la misma foto, es que el encuadre merece una foto, y por tanto me pongo en la cola para hacer la foto que merece la pena porque hay gente esperando a hacer la misma foto que está haciendo el que está por turno haciéndola.
En la superficie, cruzamos de acera para intentar entrar en Santa Sofía, pero la cola nos disuade. Giramos y atravesamos el parque en obras, que separa Ayasofía de la Mezquita Azul, pero desistimos de entrar por la misma razón, y nos largamos, bordeando la fachada, a tomar un té al Café Mesale en el Arasta Bazar. A la izquierda de la Mezquita azul, bajando unas escaleritas, se encuentran este par de corredores descubiertos con tiendas a ambos lados, y la terraza de esta cafetería y fumadero de naguile. Las tiendas son cuidadas y la mercancía cara, y únicamente es zona de shopping, exceptuando el café descrito. Tomamos el té de rigor, y cruzamos el bazar para salir por el final del pasillo, a las callejuelas que rodean la explanada del hipódromo, por el lado Mármara, gustosas de patear por los rincones más recogidos que tiene. Restaurantes más acogedores, tiendas y hoteles con encanto, alejados algo más de la bulla de la explanadas que los rodean.
El último intento de visita monumental, lo hacemos en el último vértice del triángulo, el Palacio de Topkapi, situado detrás de Santa Sofía, pero como los últimos de la cola, se están dando un baño en el Mármara, iniciamos descenso hacia los muelles, para cruzar por Gálata y patear la parte nueva. El puente está plagado de pescadores, y vendedores para los pescadores, y retratistas de los pescadores, y parientes de los pescadores, y cañas de pescadores, y pescadores de pescadores, y pescadores desdoblados. Al final del puente, bajamos los escalones que embocan hacia el pasillo de casetas del Balik Pazari (mercado de pescado) de Karaköy, donde echamos una ojeada a los puestos y a los vendedores voceando sus ofertas al aire, a la posible clientela o a los visitantes.
Antes de iniciar la subida a la torre de Gálata, por la empinadísima calle Yüksek Kaldirim, tomamos fuerzas con unos tés, en una de mis teterías predilectas, justo en el punto donde se inicia la cuesta, sobre un montículo que conforma una isleta adherida a la avenida. Lo cierto es que no tiene nada especial, y que su situación es horrenda en medio de esa ruidosa vía, pero no sé si porque el montículo está a los pies de la colina, donde desembocan los turcos que van a coger el tranvía, los turistas que bajan rodando de las visitas de Beyoglu, o por su recogida terrazita con 4 mesas, con vistas al puente, siempre que he pasado por ella, me he sentado a tomarme un té.
Mientras bebemos el çay, un limpiabotas matusalén encorvado, con una bata azul de ferretero y un fez calado, tortuguea a la terraza arrastrando los pies. Es alucinante lo anciano que es, y todavía lo es más, que siga caminando a pesar de que casi no puede con su caja de madera y su banqueta. Las aparca al lado del murete de la terraza, y camina mirando de soslayo sin abrir la boca, los zapatos de los clientes susceptibles de su mimo y sus cremas. Nadie le dice nada y regresa a sentarse en una mesa al lado de sus herramientas. El camarero de la terraza que sale a repartir las bebidas, acaba, y digiriéndose a él, le señala la parte exterior del muro que da a la acera. El hombre con extremada lentitud, se dispone a recoger sus trastos, pero se detiene a la voz de un cliente turco que le dice unas palabras y le hace un gesto señalando el quiosco con la cabeza, y otro con la palma de la mano hacia la caja y la banqueta, indicándole que no se preocupe y que los puede dejar donde están. El anciano escala como puede hasta la barra, pide un çay, se lo toma a sorbos, regresa donde están el cliente y sus bártulos, los recoge, y se marcha como vino, encorvado y arrastrando los pies y sus objetos.
Subimos por el callejón hacia el cielo, rodeados de escaparates de iluminación con bombillas encendidas y rótulos de neon. La subida es de táctica de pasos cortos y cuerpo inclinado hacia delante, pero yo avanzo más rápido porque me cansa menos. Sandra utiliza el primer método. Los que descienden, van con el cuerpo inclinado en sentido contrario y las piernas estiradas. Acabado el repecho después de una curva, aparece la torre Gálata, pero casi sin detenernos, pasamos de largo hacia el inicio de Istiklal caddesi. Hay más muchedumbre que asfalto disponible, y el tranvía para abrirse paso, discurre por los raíles partiendo en dos la compacta masa en movimiento.
Hace un siglo, Istiklal Caddesi era paseo de la clase alta turca y de residentes extranjeros; ahora, es una apología al consumo de cualquier tipo, una incitación al noctambulismo, y una china en el zapato islámico. Culminamos en Taksim pero el acceso a la plaza está taponado. Una centuria romana de antidisturbios, inseparable de sus tanquetas blancas, nos da la espalda porque vigila hacia la plaza algo que no alcanzamos a ver. Rodeamos, escurriéndonos por un lateral entre la polis y la pared, y aparecemos detrás de una sentada de unas 100 o 200 mujeres, con cámaras y micrófonos revoloteando alrededor de los pañuelos de sus cabezas. La policía intimida, pero no hay signos pasada, presente o futura violencia.
Damos la vuelta, tomando un callejón paralelo a Istiklal, y como es hora de alimento, y transitamos por los aledaños de la calle Nevizade y del mercado de pescado del pasaje de las flores, aprovechamos y nos sentamos en la terraza de otro garito, también conocido de anteriores visitas, en el que siempre cato una ración de calamares. Esta vez no es una excepción y repito, mientra Sandra elige un “sea bass” (lubina) del expositor de pescado que tienen en la acera, y ambos pedimos unas jarras de Efes. Los calamares servidos con un poco de alioli, están como siempre, geniales; y el pescado que traen de la parrilla un cuarto de hora después, no desmerece porque está estupendamente cocinado. La cuenta son unas 45 TRY (unos 20 euros). Al otro lado de la puerta de entrada a nuestro lado, en un apéndice exterior del restaurante, tipo churrería acristalada, dos cocineros no dan abasto sirviendo bocadillos de Kokoreç, intestinos de cordero a l'ast, a los viandantes que se detienen ante el pincho giratorio horizontal.
Abandonamos la zona, virando a la derecha hasta el Bulevard Tarlabaşi, infernal vía que dirige toda la circulación hacia el puente de Ataturk y hacia Gálata por un lado, y hacia Taksim por el otro, y que discurre a lo largo y al borde, de los espacios abiertos del Cuerno de Oro. Es verdaderamente inhóspita la ruta, y sin darnos cuenta, despistados en las vistas de casas de madera en la ladera, solares con algunas de ellas derruidas, la ropa colgando entre edificios, perfilada contra las orillas del Cuerno, y los parques desolados de la zona, nos vemos encajonados, con verdaderos problemas para poder cruzar la autovía, en el nudo viario que distribuye el tráfico en las dos direcciones. Para evitar vernos abocados a tener que patear el puente de Ataturk, expuestos a un frío que pela, a la ventolera que sopla por él a través del Cuerno del Oro, y a una llovizna intermitente, pero que cala hasta los huesos, invertimos 10 minutos en cruzar los carriles de tráfico descendente hacia los puentes, hasta la mediana a la que nos pegamos, y otros 10 minutos para cruzar los carriles de la vía de tráfico ascendente hacia Taksim, consiguiendo llegar a la acera de la colina sanos y salvos, pero con el corazón latiendo acelerado.
Anochece, pero a medida que el bulevard se acerca a Gálata, se va humanizando, y las aceras están más concurridas de gente y resguardadas del viento. Dejamos atrás las tiendas de accesorios para el automóvil que se concentran en esta zona, e inmediatamente aparecemos en el punto de origen de nuestra caminata por Beyoglu, donde tomamos el tranvía, como sardinas enlatadas por ser hora punta, y del que bajamos agobiados en Çemberlitaş, una parada antes de la nuestra, porque preferimos ir caminando al aire fresco hasta el hotel.
Tras un apacible descanso con cerveza y charla, y libreta y boli, salimos a cenar algo al doner kebap del panadero en el escaparate, del día anterior. El sitio no es un restaurante de postín, ni falta que nos hace. Es un restaurante bar de mesas normales, tranquilo, limpio, económico y bueno, y el chaval que sirve es muy agradable. El único inconveniente para nosotros, es que no sirven cerveza. Cenamos un Iskender de cordero con salsa de yogur, que te sirven con las tortas (yufka), y un platillo de espinacas, con un té y agua, pagamos, y nos acercamos hasta justo enfrente de la puerta del parque Gulhane, donde habíamos visto un irlandés, a resarcirnos con dos pintas. Como el pub es aburrido y está infectado de plasmas en las paredes, la parroquia presente es tristona, y el día pesa, apuramos las pintas, y damos por finiquitada la jornada.