Para ir desde Isla Isabela a Isla San Cristóbal hay que hacer escala en la isla de Santa Cruz. En total son cinco horas de lancha rápida y 50$-75$ dependiendo de la habilidad de negociar. Los seiscientos caballos de “Cristina” galopaban sobre las olas a todo trapo. Nos alejábamos de la soleada y brillante Isabela mientras la proa enfilaba hacia el este, hacia los negros nubarrones que envolvían Santa Cruz y San Cristóbal. Alguna cosa no andaba bien. Mi cabecita se empezaba a girar y sentía la causa con claridad meridiana. Incapaz de vivir el aquí y el ahora, en estos momentos se encontraba encallada en el “ahí y antes” de Isabela como diciendo “¿Todavía no he digerido Isabela y ya me quieres meter más tralla con San Cristóbal?. No hombre, no. Yo necesito mi tiempo”, pero “Cristina” saltaba las olas a toda velocidad y no iba a dar marcha atrás porqué el niño se había encantado con Isabela. Oriol también andaba con semblante serio mirando los nubarrones en la distancia. “Collons, nano. Quina merda”. La llegada a Puerto Baquerizo Moreno (núcleo urbano de San Cristóbal) tampoco ayudó mucho a calmar el ambiente. Lloviendo a cántaros, Puerto Baquerizo nos recibía con ruido, coches, autobuses, calles de asfalto, semáforos, humo….”Vaya tela”, pensé mientras respiraba profundamente intentando entrar con buen pie en el nuevo aquí y ahora que tocaba vivir.
*** Imagen borrada de Tinypic ***
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Irene era alemana de unos veinticinco y llevaba varios meses viajando por su cuenta. La habíamos conocido en la lancha y ya había estado en la isla. Nos echó un cable con el alojamiento aunque a diferencia de Puerto Villamil, en Puerto Baquerizo hay oferta de sobras. Durante la cena Oriol se conectó a internet, mala idea. “!Merda!”. Malas noticias llegaban desde Philly, temas de trabajo. De repente empezó a lanzar improperios cagándose en todo lo que se meneaba. No paraba de llover, coches, ruido, humo….sentía como mi cabecita estaba a punto de decir “basta” en forma de “!Collons Oriol, para ya!, pero me contuve y lo dejé con sus temas en busca de mi rinconcito de calma.
Caminaba bajo la lluvia por una calle oscura escuchando las putas bocinas de los coches que pasaban. “¿Qué cojones haces en este tugurio pudiendo estar en Isabela?”, la mente no paraba y cuando pasa eso se me calienta la boca. Paré en seco y grité “!Cállate ya, cojones!” mientras un par de locales que pasaban me miraban con cara de susto. Al llegar al paseo frente al mar una ráfaga de aire en forma de sorpresa inesperada ayudó a mejorar la situación. Recordé que en Isabela Sheila me dijo “Si quieres ver leones marinos no vayas a ninguna playa de Galápagos, ve a Puerto Baquerizo”. El espectáculo era de película tipo “La invasión de los leones marinos”. Todo el paseo marítimo estaba repleto de estos animales. Por las noches y durante los días de canícula los leones marinos de Puerto Baquerizo abandonan las playas e invaden literalmente el paseo para dormir. La mayoría se quedan en el suelo pero los más espabilados utilizan los bancos para acomodarse bien. La escena viene acompañada por una sinfonía de sonidos “eructales” inacabable. Cesó de llover.
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Me quedé un buen rato observando el espectáculo y sonreí. Bueeno, pasó la tormenta meteorológica… y la mía. Ahora sí, bienvenido a Puerto Baquerizo. Aquí y ahora.
El nuevo día amaneció con un sol radiante. Oriol decidió ir a bucear al lugar más famoso de la Isla de San Cristóbal para inmersiones, el “León dormido” (140$). Una roca sumergida cuarenta metros bajo el agua que imita el perfil de un león durmiendo en la superficie. Paseaba por Puerto Baquerizo en busca de mi café matinal. Con sol se veía de otro modo pero continuaba sin maravillarme demasiado. “!Buenos días!, ¿Subes?”. Irene asomaba la cabecita por la terraza de un pequeño bar situado en una segunda planta. Difícil de ver desde la calle sino fuera por el inmenso cartel que lo anunciaba. Angel era el propietario del bar y una persona encantadora. Ecuatoriano de unos sesenta años, Angel desprendía alegría y dulzura por los cuatro costados. “Te gusta escribir, ¡chévere!. En ese rincón estarás tranquilo, te voy preparando el desayuno”. Buen café, trato exquisito, tranquilidad absoluta, había encontrado mi lugar de Crónicas en Puerto Baquerizo, genial. Gracias Irene.
“¿Qué vas a hacer después?”. Irene preguntaba sonriendo con cara de ratoncito. “Pensaba ir a Punta Carola a ver cómo están las olas”. Punta Carola y La Lobería son las playas surferas de la isla de San Cristóbal. Desde el muelle de Puerto Baquerizo un sendero lleva hasta Playa Mann, una pequeña playa donde locales y leones marinos se congregan para refrescarse. El sendero continúa durante un kilómetro hasta Punta Carola y da para una buena conversación. Irene era curiosa y preguntaba sin parar. Tenía el hábito de guiñar el ojo izquierdo sonriendo cada vez que veía que coincidíamos en algo. Viajera solitaria, tenía un don de gentes admirable y una gracia especial para explicar las cosas.
Punta Carola no es una playa espectacular pero sus olas sí. El espigón del faro situado a la derecha de la playa y unas peligrosas rocas sumergidas hacen de rompiente perfecta para levantar grandes olas. Nos sentamos en la playa maravillados con el espectáculo. Las olas se levantaban rápidamente y rompían con mucha fuerza generando grandes columnas de espuma. “Puffff, deben de tener entre tres y cuatro metros”, pensé. “¿Vas a surfear?”, Irene seguía preguntando. “No creo. Olas a derechas, 3-4 metros, rocas sumergidas. Demasiado para mí”.
*** Imagen borrada de Tinypic ***
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“¿Me enseñas?”, Irene volvía a preguntar guiñando el ojo mientras reía. Por lo poco que conocía de Irene, dos cosas me habían llamado la atención. La capacidad innata que tenía de vivir el aquí y el ahora y la necesidad que tenía de ir a su bola. No sé cómo se lo hizo para que un local le dejara su tabla. El chavalín vino hacia mí. “Para las olas grandes no, ¿eh?”. Cerca de la orilla rompían unas olas pequeñitas idóneas para una primera toma de contacto. La tarde pasó tranquilamente entre olitas, espumotes, trompazos variados y muchas risas. Una delicia
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Irene era alemana de unos veinticinco y llevaba varios meses viajando por su cuenta. La habíamos conocido en la lancha y ya había estado en la isla. Nos echó un cable con el alojamiento aunque a diferencia de Puerto Villamil, en Puerto Baquerizo hay oferta de sobras. Durante la cena Oriol se conectó a internet, mala idea. “!Merda!”. Malas noticias llegaban desde Philly, temas de trabajo. De repente empezó a lanzar improperios cagándose en todo lo que se meneaba. No paraba de llover, coches, ruido, humo….sentía como mi cabecita estaba a punto de decir “basta” en forma de “!Collons Oriol, para ya!, pero me contuve y lo dejé con sus temas en busca de mi rinconcito de calma.
Caminaba bajo la lluvia por una calle oscura escuchando las putas bocinas de los coches que pasaban. “¿Qué cojones haces en este tugurio pudiendo estar en Isabela?”, la mente no paraba y cuando pasa eso se me calienta la boca. Paré en seco y grité “!Cállate ya, cojones!” mientras un par de locales que pasaban me miraban con cara de susto. Al llegar al paseo frente al mar una ráfaga de aire en forma de sorpresa inesperada ayudó a mejorar la situación. Recordé que en Isabela Sheila me dijo “Si quieres ver leones marinos no vayas a ninguna playa de Galápagos, ve a Puerto Baquerizo”. El espectáculo era de película tipo “La invasión de los leones marinos”. Todo el paseo marítimo estaba repleto de estos animales. Por las noches y durante los días de canícula los leones marinos de Puerto Baquerizo abandonan las playas e invaden literalmente el paseo para dormir. La mayoría se quedan en el suelo pero los más espabilados utilizan los bancos para acomodarse bien. La escena viene acompañada por una sinfonía de sonidos “eructales” inacabable. Cesó de llover.
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Me quedé un buen rato observando el espectáculo y sonreí. Bueeno, pasó la tormenta meteorológica… y la mía. Ahora sí, bienvenido a Puerto Baquerizo. Aquí y ahora.
El nuevo día amaneció con un sol radiante. Oriol decidió ir a bucear al lugar más famoso de la Isla de San Cristóbal para inmersiones, el “León dormido” (140$). Una roca sumergida cuarenta metros bajo el agua que imita el perfil de un león durmiendo en la superficie. Paseaba por Puerto Baquerizo en busca de mi café matinal. Con sol se veía de otro modo pero continuaba sin maravillarme demasiado. “!Buenos días!, ¿Subes?”. Irene asomaba la cabecita por la terraza de un pequeño bar situado en una segunda planta. Difícil de ver desde la calle sino fuera por el inmenso cartel que lo anunciaba. Angel era el propietario del bar y una persona encantadora. Ecuatoriano de unos sesenta años, Angel desprendía alegría y dulzura por los cuatro costados. “Te gusta escribir, ¡chévere!. En ese rincón estarás tranquilo, te voy preparando el desayuno”. Buen café, trato exquisito, tranquilidad absoluta, había encontrado mi lugar de Crónicas en Puerto Baquerizo, genial. Gracias Irene.
“¿Qué vas a hacer después?”. Irene preguntaba sonriendo con cara de ratoncito. “Pensaba ir a Punta Carola a ver cómo están las olas”. Punta Carola y La Lobería son las playas surferas de la isla de San Cristóbal. Desde el muelle de Puerto Baquerizo un sendero lleva hasta Playa Mann, una pequeña playa donde locales y leones marinos se congregan para refrescarse. El sendero continúa durante un kilómetro hasta Punta Carola y da para una buena conversación. Irene era curiosa y preguntaba sin parar. Tenía el hábito de guiñar el ojo izquierdo sonriendo cada vez que veía que coincidíamos en algo. Viajera solitaria, tenía un don de gentes admirable y una gracia especial para explicar las cosas.
Punta Carola no es una playa espectacular pero sus olas sí. El espigón del faro situado a la derecha de la playa y unas peligrosas rocas sumergidas hacen de rompiente perfecta para levantar grandes olas. Nos sentamos en la playa maravillados con el espectáculo. Las olas se levantaban rápidamente y rompían con mucha fuerza generando grandes columnas de espuma. “Puffff, deben de tener entre tres y cuatro metros”, pensé. “¿Vas a surfear?”, Irene seguía preguntando. “No creo. Olas a derechas, 3-4 metros, rocas sumergidas. Demasiado para mí”.
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“¿Me enseñas?”, Irene volvía a preguntar guiñando el ojo mientras reía. Por lo poco que conocía de Irene, dos cosas me habían llamado la atención. La capacidad innata que tenía de vivir el aquí y el ahora y la necesidad que tenía de ir a su bola. No sé cómo se lo hizo para que un local le dejara su tabla. El chavalín vino hacia mí. “Para las olas grandes no, ¿eh?”. Cerca de la orilla rompían unas olas pequeñitas idóneas para una primera toma de contacto. La tarde pasó tranquilamente entre olitas, espumotes, trompazos variados y muchas risas. Una delicia