(18 de agosto de 2017)
Esas cosas que lees en otros diarios. Estábamos tomando un vino local en un tugurio de Bangkok y nos hicimos amigos de un viejo pescador, al día siguiente nos llevó en su barca a una isla secreta de la que ni Leonardo Dicaprio sabe y vivimos con los monos una semana y... Esas cosas nunca me pasan, tengo que ir con todo estudiado y aun así.
Skópelos es caro, ya lo he comentado. Un macchiato y un croissant, seis euros en las trampas para turistas del puerto. El gobierno, Europa, los alemanes..., echan balones fuera cuando pregunto.
Después me dirigí a la ruta de los monasterios, por el monte Palouki. Al comienzo están indicados pero pronto deciden que es más inspirador encontrar la fe y el camino por uno mismo. Sigo a unos en moto, se cansan y me aconsejan: Better go swimming. Me meto por caminos que las cabras evitan y por fin veo coches aparcados (junto al abismo), ¡ahí es!
Pues no. Un grupo de veteranos está de pícnic en la iglesia. Yasas, yasas. El monje hace un brunch dentro de la capilla, mi bañador por contraste resulta adecuadamente formal. Me parece interpretar que estoy en Agios Georgios, que hay que continuar la escalada. Me siento, compongo cara respetuosa, y mientras busco en Google viene una señora con pasteles y pastas hablando en fluido griego. Sonrío, muevo la cabeza, claro, claro. Con la rosquilla no puedo, la guardo en la bolsa muy serio como si fuese un tesoro a dosificar. ¿Me voy o qué? Pedir la cuenta no procede, que es la frase que sé de carrerilla, insinúo algo sobre pagar o colaborar y nooo, me explica (más bien yo invento la traducción) que es costumbre por San Jorge esto del piscolabis. Y entonces finge que está borracha y me señala y ríen. Oiga, que no estoy beodo, soy así, me defiendo, hasta que comprendo el chiste: ha sacado una botella de aguardiente (¿tsipouro?) y ofrece. Y me lío con el sí y el no y le repito que ne, ne, ne, que suena mucho más a negación que a afirmación, y llena el vaso. Una bomba a las diez de la mañana y conduciendo, católico y apostólico será pero lo que no me parece es muy ortodoxo.
Kaliméra, kaliméra, marcho, nos vemos, felicidades, no cambiéis nunca. Voy en primera hasta una reja, es por fin el convento de Evangelistria. Hay una pareja de visitantes dentro, no hablan inglés. Y regando las plantas, pequeña, coja, muy anciana, de negro ropaje y negro bigote, está la monja María, que tampoco, aunque da unas explicaciones chapurreadas como si sí. Les dejo que se entiendan los tres por no entorpecer y curioseo por libre. El suelo de la capilla muestra el yeso caído del techo y las paredes. El lugar es pequeño con grandes vistas. Una sala está dedicada a remover conciencias para salvar el patrimonio, a lamentar la decadencia de la civilización y a ayudar a distinguir sin margen de error un conservador de un restaurador. Lo que me traía amargado, ¿y a quién no? Eché unas monedas agradecido. Salgo y asomo un instante para despedirme, yasas, y esta palabra es hola y adiós como ciao, de modo que María cree que soy un recién llegado y mientras entro en el coche ella aún sigue soltando su repertorio memorizado. Ya es tarde. Me remuerde la conciencia al leer en estos momentos los comentarios en Internet, su amabilidad, su soledad, su historia. Quedaos un rato por mí si vais.
Viendo la hora, el calor, los pedregales, cancelé el resto de las visitas monacales y enfilé, con mucho cuidado, las playas. Y fui castigado. Maniobrando en Stafilos rayé la defensa, ay de la franquicia. Enfadado, reanudé el camino sin bajar, hasta Limnonari. No parecía haber sitio pero un empleado de uno de los restaurantes nos ordenaba y distribuía al descampado oculto. Siempre gratis. (No hay gorrillas en Skópelos). Limnonari estaba pendiente por desgana y populosa, y qué error. Como casi todas en una bahía frondosa, ésta es de arena (con hamacas supuestamente para los clientes de la taverna, en la práctica gratis para cualquiera) salvo en la entrada de piedras al agua, de colores esmeralda y turquesa y una claridad asombrosa. Comprendí por qué el snorkel se hacía aquí, en las cuevas y rocas más alejadas de la orilla. Había una familia de españoles, los segundos que veía en la semana.
Comí allí. Las opiniones gastronómicas no las doy ni tengo, lo siento. Lo único que pido es que saluden al verme, que las camareras sonrían, que me indiquen una mesa, que esté en el exterior a la sombra, que me atiendan pronto, que los platos sencillos (ensaladas, pastas, albóndigas...) lo sean, que cobren lo que marca la carta, que el mobiliario lo pinten de blanco y azul, que haya gatos. Que huela a Grecia. Todo eso estoy recibiendo en abundancia.
Y de ahí a Andrines, a vigilar mi calita. Esta zona es fascinante, tan simple y tan perfecta. Emocionante ya desde que vas por la tierra y ves los reflejos del mar entre los pinos y parece artificial. Luego allí, nadando y caminando en paralelo a la costa, encuentras gente dispersa en sus islotes, en las rocas, y más allá de pronto surge Panormos, contigua. Probablemente se pueda hacer el recorrido al revés.
La tarde terminó devolviendo el coche y citándonos para ir al chapista. Quiero dejarlo resuelto aquí. Espero fiesta de despedida. Eso sí, cordialmente y de amigos y hablando de esto y aquello, que me olvidaba de por qué estábamos discutiendo, era difícil mantener el tono disputador. Esto es un relax incluso para lo malo.
No quedan más que unas horas inhábiles. Sin vehículo, abandonando la casa, con el compromiso del taller, el equipaje, atento al ferry, poco podré hacer. Pregunté en Skópelos Cycling: un chico encantador me propuso, averiguó, descartó, se preocupó. La isla no es sencilla para correr o para pedalear en llano, pero sí para senderismo o bicicleta de montaña. Y ahora que me voy me doy cuenta de cuánto no he hecho.
Cené en Finikas, me aseguré de que el queso feta no viniese en puré pero, inocente, no de que no lo calentasen. Por lo demás cumplió con los requisitos. Qué poco practican el vicio del postre.
Al fondo espera la muerte
Vistas que despistan
Escarpines en Limnonari
Desde mi parcelita en Andrines