(16 de agosto de 2017)
Qué bonito es Skópelos Town (Chora), cuanto más callejeo más me gusta, pero el atractivo del "cicladismo" es difícil de combatir. Se extiende el pueblo por la colina, ha trepado como una enredadera y no hay manera de desenredarlo. Cada escalón lleva a otro y éste a otro nuevo, y se llena de rincones fotogénicos.
Siguiendo los carteles subí hasta dos de los locales recomendados: el bar Vraxos y el restaurante Anatoli, en la cima del Kastro, con las mejores vistas. De camino pasé por una terraza y el regentador del café vino a decirme que no tocase al gato, cuando lo tenía ya en el bote desparramado, y luego se fue a espantar a unos posibles clientes que le molestaban en su ruta a la cocina. Hay de todo.
Las playas de la ciudad no valen la pena, habiendo las que hay en los alrededores. No son cristalinas y arrastran restos de las mareas y los barcos, aunque en muchos lugares se darían con un canto en los dientes por una así. Puedes estar completamente a solas en ellas. Y desde el alto descubrí una semiescondida a la izquierda que ha de servir para despedida el sábado. El puerto sí que está sucio y con medusas.
Ya era tarde cuando salí. La víspera había pasado por delante de uno de los iconos cinematográficos sin saberlo, que si bien no los busco tampoco los evito: la roca con los tres árboles (no recuerdo ni la escena, la verdad).
Por la carretera que asciende tenía en el rabillo del ojo la bahía de Stafilos y Velanio, si pudiera parar, cosa preciosa, etc., y despierto a la realidad al oír el claxon desesperado del coche de atrás. ¡Iba yo en mi éxtasis ya con rueda y media por el aire! Menos mal que Stendahl no conducía por Florencia en su arrebato. Desfilaron frente a mí la franquicia, la grúa, la policía, la tarjeta sanitaria, Carlos Sainz, las vacaciones arruinadas. Por un milagro, centrífugo o centrípedo, regresé al asfalto sin mayores daños que un amago de infarto.
A partir de ahí, con el susto en el cuerpo, despacito, pasito a pasito, me fui acercando poquito a poquito. La forma más sencilla de encontrar Amarantos quizás es la que hice sin querer: llegar a Agnontas, retroceder cien metros y girar a la derecha por un tramo de tierra, polvo y baches. Tirad hasta que veáis vehículos o hasta que os parezca. Estaréis en las Baleares o en la Costa Brava y podréis ir de cala en cala, de entrada en entrada, de peñasco en peñasco. Todas las gamas de azul y verde del mar al que accedes entre los pinos, te metes en el agua vigilando los erizos y te apoyas en las rocas o tumbas en algún trozo de arena casual que dirías puesto para ti.
Se me fueron las horas allí en soledad. Es de esos sitios que siempre olvidan mencionar cuando preguntas por las playas, y a mí me encantan. Más al sol que mojado, que también me da un respeto nadar donde cubre sin nadie cerca. Estaba haciendo snorkel, con la posidonia, el fondo tan al fondo, los peces, y me vino la paranoia subacuática habitual. Mucho antes de que la noche fuese oscura y albergase horrores ya Lovecraft había imaginado abominables criaturas habitando los océanos. Y fue ver una medusa y ver a Cthulhu y dar la vuelta espantado. En Galicia no tenemos de eso. Y de meterme en las grutas ni hablamos.
Marchaba y me acordé de los tres pinos famosos, otra vez despistados. Te guías por los senderos y ahí está la estampa. No es para tanto. Sacas una foto igualita a la de la película pero no tiene más encanto (tiene menos) que los lugares desconocidos en los que había pasado la tarde y perdido el almuerzo. Unas cinco o seis personas estaban en la roca, y por estadística tocaba alguno idiota. Cuando uno saltó al agua con el pitillo en la boca, me fui.
Hasta Andrines, a repetir la zona del martes. Efectivamente, entrando por la urbanización y el hotel das a nuevas rocas, plataformas y parcelas de guijarros. Aquí el agua te recibe suavemente, haces pie y no sueñas con monstruos. Son casi playas unipersonales, no intentéis venir con cónyuge, tres niños, suegra y sillas para todos que no cabéis. Me quedé dormido boca abajo y en el sobresalto posterior dije que ya era suficiente.
Junto al coche había un gato. Imposible llevar la cuenta. Pero éste se asusta y escapa y casi lo atropellan. Pasa una mujer haciendo footing por el arcén, el no-arcén. Qué peligro. Animal o persona, uno de los dos no acaba el día. Me voy por no saber.
Y paro en Panormos en una agencia de viajes, que me tienten con alguna excursión, que en Skópelos no hay manera. Me atiende la señora que está regando, no habla inglés, llama al marido. Se oyen ruidos, sale del aseo, interrumpido... un hombre enorme, gordo, ciego y sin un brazo. ¡John Silver y Perro Negro en uno! Éste trae el verbo to be y poco más. Me ofrecen un día en Alónnisos, lo de siempre. Efjaristó, yasas.
Es como si les hubieran dicho que hay que vender a los turistas pero no tuviesen ni la voluntad ni el talento ni los medios para ello. En Skópelos no hay un puesto de información, son las oficinas particulares las que se ocupan, y no es el mismo interés desinteresado.
En casa, es temprano, sin excusas, me visto y a correr. (Soy corredor, sí). Por el puerto ida y vuelta, ida y vuelta, ida y vuelta... Aburridísimo. Saludo a los compañeros de hobby con los que me cruzo y hablo con uno que va en mi sentido, saludo a las camareras que esperan por los clientes, me saluda el dueño del restaurante de ayer. El resto de la gente que pasea me mira raro. A treinta y un grados. Termino empapado, me ducho, como un pastel de chocolate y tomo una cerveza con patatillas en el Platanos Jazz Bar. (No corro para adelgazar).
Cené en la taverna Mouries. La ensalada de queso fue atropellada, ésa sí. En mi ignorancia esperaba porciones de queso en un plato con aceite o similar y trajeron un puré avinagrado con el que que no pude. Ni estando en ayunas. Por supuesto no se me ocurrió protestar, será así el plato, ¿o no?, pero el dueño casi se ofendió.
Mañana más.
P.S.: La mujer que hacía deporte, como mínimo, llegó sana y salva a Panormos.
Mesas junto al mar
Subiendo al Kastro
Amarantos en soledad
Fotogénica y cinematográfica