Primera parada: Notre Dame. Las torres no las abrían hasta las 10, así que primero dimos una vuelta por la catedral. Una pena, pero debido a la Semana Santa la mayoría de las figuras estaban tapadas.
Dimos la vuelta a la esquina y nos pusimos a hacer cola. Apenas había unas 10-12 personas, con lo que entramos con el primer grupo. Comenzamos muy ufanos y con energía la subida, pero poco a poco íbamos perdiendo fuelle; las escaleras de caracol cuestan más que las normales y con el hándicap de no poderte parar porque se hacía tapón.
Pero mereció la pena, sobre todo por ver la “gárgola pensadora”, que me encanta.
Entramos por una puerta que se abría en un desvío de la terraza, y después de subir por una estrecha escalera en la que nos íbamos cediendo el paso los que subíamos y los que bajábamos, nos encontramos con Enmanuel, la campana de las grandes ocasiones.
Subimos el tramo de escaleras que nos quedaba hasta la última parte de la torre visitable y pudimos contemplar casi todo París, aunque un poco desvaído no sé si por la niebla o la contaminación.
Y tocaba desandar lo andado. Realmente no sé qué es peor, si la subida o la bajada. En algún momento de la subida perdimos al padre de mis criaturas, así que cuando llegamos abajo, optamos por sentarnos en la reja y esperar. El ratito de descanso nos vino genial para recuperar el control de las piernas.
Siguiente parada, la Sainte Chapelle, y con una cola considerable. Pasamos el control sin complicaciones y nos fuimos para dentro. El mercadillo que tienen instalado estropea bastante las vistas, y el estado de conservación de las paredes es deplorable. Aún así, las vidrieras son todo un espectáculo.
Y de allí a la Conciergerie, en la que no había casi gente. La bóveda y la escalera de caracol que llevaba a la antigua cocina son construcciones exquisitas. Y como no, la recreación de las mazmorras es bastante curiosa. Me sorprendió la carta manuscrita de Robespierre en una de las vitrinas.
Atravesamos el Sena en busca de nuestro siguiente objetivo, la iglesia de St. Sulpice. Encontramos un supermercado y compramos algo para comer más tarde en los Jardines Luxemburgo. Al lado había una iglesia, que cuando entramos vimos que era la de Saint Séverin. No es muy llamativa por fuera, pero por dentro está bastante bien.
Después de tropecientas vueltas, por fin encontramos Saint Sulpice, y llena de andamios (creo que tengo un abono para encontrarme con todo en obras). Como estábamos hambrientos, decidimos comer en la plaza, contemplando la fuente de los Cuatro Puntos Cardinales.
Y entramos en la iglesia. Mira que busqué y busqué, pero no pude encontrar la línea rosa del Código da Vinci. Pero había una sorpresa mejor, réplicas de la Sábana Santa, que llaman mucho la atención.
Nos fuimos hacia los Jardines de Luxemburgo. En el camino, al pasar por la puerta del Palacio, el enano vio dentro una de las máquinas de monedas y entró como una flecha. Los vigilantes se quedaron anonadados, porque al ser la sede del Senado, sólo puede visitarse con cita previa; pero hicieron la vista gorda.
Impregnado del espíritu parisino, mi hijo mayor decidió hacer lo que todo el mundo, acoplarse entre una silla y un banco y disfrutar del sol mientras los demás dábamos una vuelta.
Por fin nos dirigimos a la que en teoría era la última etapa del día, el Panteón. Sencillamente impresionante, aunque me esperaba más de las tumbas de la cripta.
Preguntamos en la entrada si podíamos subir a la cúpula y nos dijeron que estaba programado para las 17:30. Comentamos que si podíamos irnos y volver a esa hora, pero teóricamente no se podía. Cuando dijimos que teníamos la Museum Pass, no pusieron ninguna pega para que volviéramos después.
En el lateral, vimos una iglesia (otra más, deformación profesional que tiene una) y decidimos matar el tiempo allí. Se trataba de Saint Etienne-du-Mont, y en ella se encuentra el sarcófago de Sainte Geneviève, la patrona de París, así como sus reliquias. Es una iglesia impresionante, con una especie de pasarela muy llamativa.
Cerca de la hora fijada, volvimos al Panteón, y hala, otras tropecientas escaleras. Pero mereció la pena. Hicimos primero una parada en una especie de balcones y luego seguimos subiendo hasta la cúpula. Unas vistas impresionantes, sobre todo de Notre Dame, y con la inestimable ayuda de la persona que nos acompañaba (que hablaba español), fuimos identificando los distintos edificios.
Bueno, el planing del día se había cumplido, pero aunque estábamos cansados, era pronto y no nos apetecía encerrarnos todavía. Así que, ¿qué hacemos?. Pues nada, camino de la Torre Eiffel. La cola era impresionante, por lo que preferimos no perder el tiempo y hacer otra cosa. ¿Hace un paseíto por el Sena?
Primero fuimos hasta los Bateaux Parisiens, pero la persona del portalón nos dijo que ellos no daban la vuelta por la Estatua de la Libertad, que sólo lo hacían los Bateux Mouches (10 € los adultos y 5 € los niños). Pues venga, caminito del Pont de l’Alma.
Subimos al barco. Horror, estamos rodeados de chinos por todas partes que agitan la banderita de su país por toda la cubierta superior. Cuando se nos hincharon las narices, porque no paraban de levantarse y no dejaban ver nada, nos bajamos a la otra cubierta y nos quedamos de pie en la proa. Por fin, podíamos ver algo tranquilos.
Estaba anocheciendo y la visión de un puente detrás de otro era grandiosa. Y sí vimos al Suavo, pero no llegamos a la Estatua de la Libertad aunque en el folleto que nos dieron figuraba (La Oficina de Turismo francés recibirá una bonita queja de mi parte).
Cuando atracamos, ya era casi de noche y se ilumino la Torre. Así que foto de rigor y a coger el Rer para volver a casa.
¡Ains, que dolor de pies!. Vámonos a dormir, que mañana toca otro maratón.
Dimos la vuelta a la esquina y nos pusimos a hacer cola. Apenas había unas 10-12 personas, con lo que entramos con el primer grupo. Comenzamos muy ufanos y con energía la subida, pero poco a poco íbamos perdiendo fuelle; las escaleras de caracol cuestan más que las normales y con el hándicap de no poderte parar porque se hacía tapón.
Pero mereció la pena, sobre todo por ver la “gárgola pensadora”, que me encanta.
Entramos por una puerta que se abría en un desvío de la terraza, y después de subir por una estrecha escalera en la que nos íbamos cediendo el paso los que subíamos y los que bajábamos, nos encontramos con Enmanuel, la campana de las grandes ocasiones.
Subimos el tramo de escaleras que nos quedaba hasta la última parte de la torre visitable y pudimos contemplar casi todo París, aunque un poco desvaído no sé si por la niebla o la contaminación.
Y tocaba desandar lo andado. Realmente no sé qué es peor, si la subida o la bajada. En algún momento de la subida perdimos al padre de mis criaturas, así que cuando llegamos abajo, optamos por sentarnos en la reja y esperar. El ratito de descanso nos vino genial para recuperar el control de las piernas.
Siguiente parada, la Sainte Chapelle, y con una cola considerable. Pasamos el control sin complicaciones y nos fuimos para dentro. El mercadillo que tienen instalado estropea bastante las vistas, y el estado de conservación de las paredes es deplorable. Aún así, las vidrieras son todo un espectáculo.
Y de allí a la Conciergerie, en la que no había casi gente. La bóveda y la escalera de caracol que llevaba a la antigua cocina son construcciones exquisitas. Y como no, la recreación de las mazmorras es bastante curiosa. Me sorprendió la carta manuscrita de Robespierre en una de las vitrinas.
Atravesamos el Sena en busca de nuestro siguiente objetivo, la iglesia de St. Sulpice. Encontramos un supermercado y compramos algo para comer más tarde en los Jardines Luxemburgo. Al lado había una iglesia, que cuando entramos vimos que era la de Saint Séverin. No es muy llamativa por fuera, pero por dentro está bastante bien.
Después de tropecientas vueltas, por fin encontramos Saint Sulpice, y llena de andamios (creo que tengo un abono para encontrarme con todo en obras). Como estábamos hambrientos, decidimos comer en la plaza, contemplando la fuente de los Cuatro Puntos Cardinales.
Y entramos en la iglesia. Mira que busqué y busqué, pero no pude encontrar la línea rosa del Código da Vinci. Pero había una sorpresa mejor, réplicas de la Sábana Santa, que llaman mucho la atención.
Nos fuimos hacia los Jardines de Luxemburgo. En el camino, al pasar por la puerta del Palacio, el enano vio dentro una de las máquinas de monedas y entró como una flecha. Los vigilantes se quedaron anonadados, porque al ser la sede del Senado, sólo puede visitarse con cita previa; pero hicieron la vista gorda.
Impregnado del espíritu parisino, mi hijo mayor decidió hacer lo que todo el mundo, acoplarse entre una silla y un banco y disfrutar del sol mientras los demás dábamos una vuelta.
Por fin nos dirigimos a la que en teoría era la última etapa del día, el Panteón. Sencillamente impresionante, aunque me esperaba más de las tumbas de la cripta.
Preguntamos en la entrada si podíamos subir a la cúpula y nos dijeron que estaba programado para las 17:30. Comentamos que si podíamos irnos y volver a esa hora, pero teóricamente no se podía. Cuando dijimos que teníamos la Museum Pass, no pusieron ninguna pega para que volviéramos después.
En el lateral, vimos una iglesia (otra más, deformación profesional que tiene una) y decidimos matar el tiempo allí. Se trataba de Saint Etienne-du-Mont, y en ella se encuentra el sarcófago de Sainte Geneviève, la patrona de París, así como sus reliquias. Es una iglesia impresionante, con una especie de pasarela muy llamativa.
Cerca de la hora fijada, volvimos al Panteón, y hala, otras tropecientas escaleras. Pero mereció la pena. Hicimos primero una parada en una especie de balcones y luego seguimos subiendo hasta la cúpula. Unas vistas impresionantes, sobre todo de Notre Dame, y con la inestimable ayuda de la persona que nos acompañaba (que hablaba español), fuimos identificando los distintos edificios.
Bueno, el planing del día se había cumplido, pero aunque estábamos cansados, era pronto y no nos apetecía encerrarnos todavía. Así que, ¿qué hacemos?. Pues nada, camino de la Torre Eiffel. La cola era impresionante, por lo que preferimos no perder el tiempo y hacer otra cosa. ¿Hace un paseíto por el Sena?
Primero fuimos hasta los Bateaux Parisiens, pero la persona del portalón nos dijo que ellos no daban la vuelta por la Estatua de la Libertad, que sólo lo hacían los Bateux Mouches (10 € los adultos y 5 € los niños). Pues venga, caminito del Pont de l’Alma.
Subimos al barco. Horror, estamos rodeados de chinos por todas partes que agitan la banderita de su país por toda la cubierta superior. Cuando se nos hincharon las narices, porque no paraban de levantarse y no dejaban ver nada, nos bajamos a la otra cubierta y nos quedamos de pie en la proa. Por fin, podíamos ver algo tranquilos.
Estaba anocheciendo y la visión de un puente detrás de otro era grandiosa. Y sí vimos al Suavo, pero no llegamos a la Estatua de la Libertad aunque en el folleto que nos dieron figuraba (La Oficina de Turismo francés recibirá una bonita queja de mi parte).
Cuando atracamos, ya era casi de noche y se ilumino la Torre. Así que foto de rigor y a coger el Rer para volver a casa.
¡Ains, que dolor de pies!. Vámonos a dormir, que mañana toca otro maratón.