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Levantamos descansados, y levitamos al desayuno en el restaurante del cuarto piso con vistas a la mezquita, y al hormiguero de las paradas de autobuses y tranvía de Yeniceriler caddesi, donde se funden las multitudes que salen y las que entran. El buffet es completo. Un poco de todo, para los gustos de todas las latitudes, salados, dulces, fríos, calientes, agrios, liquidos, esponjosos, crujientes.
Hoy, basándonos en las cinco zonas en las que hemos troceado Estambul, hacemos la más cercana, la histórica. Por costumbre o por defecto, no sé, trato de visualizar figuras en los planos de los lugares donde estoy, porque me facilita confeccionar los recorridos, y orientarme. La ciudad vieja de Estambul, la convierto en una bota. El empeine y la espinilla son el Cuerno de Oro, la suela el Mármara, y la puntera la entrada al Bósforo. Marco un eje transversal con la línea del tranvía, que separa norte y sur, y voilá, ya tengo un territorio, que recorreremos bajando en vertical hasta el Mármara, caminando por su orilla a la sombra de las murallas hasta donde confluye con el Bósforo y el Cuerno de Oro, y luego remontando hasta el puente de Gálata, para enlazar otra vez con el eje y regresar al punto de origen.
En esta ciudad de colinas, es más fácil la orientación. Sólo hemos de descender pendiente abajo en dirección al mar que se ve desde la avenida, en el punto de fuga a lo lejos. Cogemos la calle Tiyatro al lado del hotel, y vamos infiltrándonos en el barrio de kumkapi, alejándonos del frenesí de unos metros más arriba, por aceras con escalones para superar el desnivel, intransitables por la estrechez o el estado, o donde no hay porque son fosos, donde los escaparates de los comercios asoman bajo el nivel del asfalto. Los bares son más pequeños y familiares,los hoteles decadentes tienen menos estrellas, y las mezquitas son recoletas. Cerca ya del agua, una placita y unas calles encantadoras, acogen unos restaurantes de pescado adosados, en los que las mesas de las terrazas están cuidadosamente dispuestas en fila para el servicio. Ahora, a media mañana están vacías, luego a la noche estarán disputadas y llenas de comensales brindando.
Cruzado un pequeño paso bajo la línea ferroviaria, desembocamos en la inhóspita Avenida Kennedy, ronda sur de Estambul que separa el barrio de la orilla del Mármara, y que hay que cruzar con muchísimo ojo por el intenso tráfico de coches a toda pastilla. Atravesado el escollo, nos relajamos para iniciar el itinerario al lado del mar, en el mercado de pescado de Kumkapi, donde los pescaderos trajinan con los peces que coletean y el marisco lucha por mudarse a otro sitio, mientras las gaviotas amenazan aleteando y graznando en el aire, o acercándose por tierra a las paradas. Un goce para los sentidos.
Giramos, y pasamos por la parte trasera de los restaurantes anexos al mercado, dónde aquí sí que se cumple lo del "mar a la mesa", ya que mientras comes, puedes saludar a los barcos pesqueros que faenan o atracan con la captura, o ver como le lanzan al cocinero, el pescado que hayas pedido. Seguimos por el paseo marítimo en dirección a la punta de la parte vieja, en la entrada al Cuerno de Oro. A nuestra izquierda, en paralelo, la colina amurallada y la línea ferroviaria; a nuestra derecha en el mar, un horizonte de siluetas grises de cargueros y navíos.
En el camino, una sucesión de imágenes de ambiente: pescadores en el malecón, barcas o pesqueros, deportistas haciendo footing o pedaleando, restos de botellones improvisados en las rocas, faros y gaviotas, espectadores del mar. En una hora y pico, se nos aparece en la puntera de la bota, la estatua del todopoderoso Ataturk mirando como Cristobal Colón hacia el horizonte, marcándonos el final del paseo marítimo y la cercanía de la estación de trenes de Sirkeci, indicativo de que ya casi hemos rodeado todo el peñón que domina el palacio de Topkapi y el parque de Gülhane, y que custodia directamente la boca de entrada al Estrecho del Bósforo.
En la tierra que estamos pisando, un enorme cepillo cae desamparado a nuestro paso, al cruzarnos con un limpiabotas que, a pesar del sonoro golpe de la madera, sigue caminando sin su herramienta como si no se hubiese enterado. Lo único que no me encaja es que el hombre no esté silbando una melodía turca. Diez metros delante, otro limpiabotas mira al cielo como esperando a ver si le cae un Ferrari rojo. Como no ha silbado él, le silbo yo pero, como en una retransmisión televisiva vía satélite, está ya con la vista puesta en el cepillo señuelo que le señalo con el dedo, antes de que le llegue el sonido de mi silbido de aviso. Nos embadurna de halagos, y en agradecimiento a nuestra gentileza y cortesía, como yo llevo bambas antibetún,le ofrece gratuitamente a Sandra las botas más brillantes jamás calzadas, a lo que el entrañable pícaro quevediano recibe como respuesta una sonrisa y un NOOOOOOO. No hubo más incordio.
En todas las ocasiones que he estado en Estambul, nunca he tenido ningún problema ni sensación de inseguridad, pero si que he encontrado siempre esta picaresca, principalmente en la explanada de la Universidad y por la zona de los muelles y el puente de Gálata. Trucos de toda la vida de los limpias, como el del cepillo del comentario, o el de la obligada compensación de un cepillado por el regalo de un cigarrillo; trucos de buscavidas como el trile del cambio de monedas; o pirateos como el del taxista que afirma haber recibido un billete de menos valor que el que le has dado. En fin, nada problemático, aunque puede que en algún caso molesto. La única vez que vi una escena de robo fue hace varios años, cuando bajando por unas escaleras, ya ni recuerdo cuales, vi venir corriendo por la calle de abajo como un galgo, a un niño de no más de 12 u 13 años, con unos cuantos adultos pisándole los talones. Giró para subir por las escaleras que yo bajaba, y como una exhalación, me pasaron él y un par de los tipos que le seguían, hasta que ya a punto de culminar la subida, el mocoso lanzó un puñado de billetes al aire, parando en seco a sus perseguidores para no perder los billetes esparcidos por los escalones. En otro de los viajes a Estambul, caminando de madrugada por Kumkapi con una pareja de viajeros que conocí, volvíamos de una cena y unas copas, cuando se nos cruzó derrapando en medio de la calle una furgoneta negra con los cristales tintados, de la que por la puerta lateral salieron 3 o 4 gorilas trajeados que provocaban escalofríos, pero que solo resultaron ser policías de paisano que, una vez revisados nuestros pasaportes y convencidos de que eramos spanish guiris, se volvieron por donde habían venido.
Nuestra siguiente etapa es Eminönü. Allí, nos sentamos un rato a observar el ir y venir en el embarcadero de las paradas (iskelesi) de vapur (ferry), que zarpan a la parte asiática (Üsküdar, HaydarpaŞa o Kadiköy) o turistean por el Bósforo, y que están situadas bajo el inicio del puente de Gálata. Es una zona muy muy bulliciosa, donde también se encuentran amarradas las barcazas de venta de bocadillos de pescado (balik ekmek), y dónde desperdigados aquí y allá, hay carros ambulantes de todo tipo, mazorcas, mejillones, simit, etc, vendedores de cualquier mercancía, captadores para los cruceros de las compañías de ferrys, pescadores de caña,l enamorados, o simplemente espectadores.
La explanada donde empiezan los muelles, y por la que se accede al puente, está separada del lado montaña por una ancha avenida complicada de cruzar, que te obliga a dirigirte al paso subterráneo, reconvertido en galerías comerciales, y de los más transitados que he visto en mi vida. Lo cruzamos, para salir en otra explanada gemela, con las escaleras colonizadas de palomas de la mezquita nueva, Yeni Cami, a la izquierda, y de frente, el arco de entrada al Bazar de las especies o Egipcio (Misir Çarşisi).
El colorido bazar en forma de L al que entramos, forma parte del complejo de la mezquita, y fue construido precisamente con el objetivo de que la venta de especias, sufragara los gastos de mantenimiento del templo. El interior abovedado, aloja en la actualidad, unas pocas tiendas de especias e infusiones, alimentación, jabones u objetos para el baño, frutos secos y dulces, mantelerías y ajuares, cacharra para turistas... Echamos un vistazo a las tiendas de jabones y esponjas, naturales y vegetales, y a las de los aromáticos tés, y salimos al exterior donde, anexado a los muros del lado izquierdo, en el antiguo jardín de la mezquita, hay un mercado semicubierto de pájaros y mascotas, y jardinería, flores, y productos de huerto, encarado a una plaza con terrazas, en una de las cuales frente a una tienda de calabazas y plantas colgando, nos sentamos a tomar un estupendo çay de 1 lira, y a disfrutar un rato del apacible ambiente.
Acabado el relax, proseguimos la ruta siguiendo los muros entre los que se asienta el mercado. Las tiendas de animales se suceden con las de productos de huerto, y las condiciones de las mascotas a la venta, mejor las obvio. Del paseo, lo que inevitablemente llama la atención, son los bidones que uno se va encontrando a cada paso, con carteles en turco de Doktor X, en los que unas gelatinosas sanguijuelas negras, se amorran a las paredes interiores, o se apiñan en el fondo. He curioseado por la red, para averiguar sobre esta especie de bichos, y ya el nombre científico, "Hirudo medicinalis", indica sus virtudes, que consisten en las propiedades anticoagulantes, vasodilatadoras y anestésicas que tiene su saliva, que segrega mientras chupa la sangre, y que es indicada para tratamientos contra los eczemas o las varices. Actualmente se utiliza el principio, la "hirudina" en personas con riesgo de obstrucción circulatoria, y se sigue investigando sobre sus propiedades.
La sangría es un método curativo ancestral, ya que está documentado que la practicaban los romanos, los incas o el mismo hipócrates, hoy en día en desuso desde mediados del siglo XIX, excepto en lugares aislados como este, y que hizo que la palmasen una buena cantidad de enfermos, desangrados por las sobredosis de succiones. Son capturadas por los peculiares cazadores de sanguijuelas, que se introducen con las piernas desnudas en pantanos y zonas húmedas, para que se les adhieran y luego capturarlas para venderlas con fines curativos, o como cebo.
Acabado este recinto, salimos por una calle trasera, al otro lado del Bazar egipcio, en su parte derecha mirando desde la explanada, donde están ubicadas las verdulerías, pescaderías, y otras tiendas de ultramarinos, frente a puestos de frutas, y carritos ambulantes.
El estomágo ruge, y nos vamos a un restaurante que conozco en Sirkeci, justo el primero que se encuentra subiendo unas escaleras que hay en un lateral de la estación de trenes, y por el que siempre voy cuando paso, porque tiene un ambiente relativamente tranquilo para esa zona, y la comida es simple, pero económica y más que decente. Pedimos un plato de cordero con arroz, y una especie de mussaka de gambas, y nos sirven, con un ruego indirecto de comer en el interior del establecimiento, dos cervezas (bira), camufladas en jarras para hacerlas discretas. Comemos bajo los videos musicales de una gran tele en la pared, a la que quitan el volumen cuando los altavoces comienzan a llamar para el rezo. Paseando, calle del tranvía arriba, volvemos al hotel a hacer un intermedio.
En la segunda parte del día, decidimos ir a poner cara de místicos al fumadero Erenler, como si el humo que aspirásemos por la boquilla de la narguile, fuera el de un porro de Dios. Sentados en el patio donde se permite “fumar” cigarrillos, fuera de la parte cubierta, pedimos dos tes y una pipa de tabaco aromatizado de manzana.
Cinco minutos después se sientan dos turcos jóvenes y cachas, uno en una silla a mi lado, y el colega al otro lado de la mesa frente a él, sentado en el acolchado banco de la pared al lado de Sandra. Aparece el camarero, y después de preguntarles que quieren, nos dice a nosotros si no nos apetece ir dentro bajo los toldos, mientras se frota los antebrazos con las manos como si hiciera frío. Le decimos que estamos sudando de calor, y condenamos al turco de la silla a seguir sentado en ella.
En un momento dado, los colegas hablan, ríen, y miran la narguile que estamos fumando. Pongo cara de turco jugando al poker sin gafas de sol, y como si fuera lo más profesional del mundo de la pipa, cojo con las pinzas los carbones de la cazoleta, los sacudo contra el platillo inferior para avivar las ascuas, y los vuelvo a colocar, antes de dar una aspiración a la boquilla, y soltar una nube de humo suficiente como para confundir a un meteorólogo. Turco no soy, pero sí fumador, y la primera narguile que fumé, fue en Alejandría, cuando fui a jugar un partido de tenis con Alejandro Magno. El que está sentado a mi lado con un gorro calado azul de marino, me informa de lo bien que liga un café como el que se está tomando, espeso como para untar en una tostada, con una pipa de agua. Le digo que me gusta el çay, doy otra calada a la pipa, y expulso otra bocanada de humo, que hace que varios clientes se tropiecen por la nula visibilidad, a costa de que me estallen los pulmones y del mareo, empiecen a darme vueltas en la cabeza los tipos, los árboles, las pipas y las alfombras. Dejo las tonterías, les decimos adios, y salimos por el corredor del carbonero y sus brasas, a recibir el soplo de aire fresco de la calle.
Antes de tomar rumbo al hotel, donde tenemos intención de aprovechar el moderno hamman gratuito que ofrece, paramos a degustar un dürüm, en un döner Kebap en la acera de enfrente de la misma avenida, donde el panadero forma parte del escaparate, haciendo las tortitas (yufka) de cara a la calle. Buen marketing y sana táctica, frecuente en los restaurantes de la ciudad, porque la gente se para a observar con curiosidad como manipula los pegotes de masa, la estira, y la pega a las paredes del horno que tiene al lado. En el sitio, en la barra, tienen también una vitrina donde se bate Ayran, y los camareros no paran de hacer zumos de granada o mixtos con naranja.
Rematamos el día en el hamman del Barceló, al que se entra por la recepción, y que cuenta con un circuito de baño turco de mármol, con grifos para poder echarte agua y refrescarte, una sauna de vapor, unas duchas, y una sala con tumbonas para descansar, además de los vestuarios con taquillas, chanclas y toallas. Opcionalmente disponen de una carta de masajes.
Hoy, basándonos en las cinco zonas en las que hemos troceado Estambul, hacemos la más cercana, la histórica. Por costumbre o por defecto, no sé, trato de visualizar figuras en los planos de los lugares donde estoy, porque me facilita confeccionar los recorridos, y orientarme. La ciudad vieja de Estambul, la convierto en una bota. El empeine y la espinilla son el Cuerno de Oro, la suela el Mármara, y la puntera la entrada al Bósforo. Marco un eje transversal con la línea del tranvía, que separa norte y sur, y voilá, ya tengo un territorio, que recorreremos bajando en vertical hasta el Mármara, caminando por su orilla a la sombra de las murallas hasta donde confluye con el Bósforo y el Cuerno de Oro, y luego remontando hasta el puente de Gálata, para enlazar otra vez con el eje y regresar al punto de origen.
En esta ciudad de colinas, es más fácil la orientación. Sólo hemos de descender pendiente abajo en dirección al mar que se ve desde la avenida, en el punto de fuga a lo lejos. Cogemos la calle Tiyatro al lado del hotel, y vamos infiltrándonos en el barrio de kumkapi, alejándonos del frenesí de unos metros más arriba, por aceras con escalones para superar el desnivel, intransitables por la estrechez o el estado, o donde no hay porque son fosos, donde los escaparates de los comercios asoman bajo el nivel del asfalto. Los bares son más pequeños y familiares,los hoteles decadentes tienen menos estrellas, y las mezquitas son recoletas. Cerca ya del agua, una placita y unas calles encantadoras, acogen unos restaurantes de pescado adosados, en los que las mesas de las terrazas están cuidadosamente dispuestas en fila para el servicio. Ahora, a media mañana están vacías, luego a la noche estarán disputadas y llenas de comensales brindando.
Cruzado un pequeño paso bajo la línea ferroviaria, desembocamos en la inhóspita Avenida Kennedy, ronda sur de Estambul que separa el barrio de la orilla del Mármara, y que hay que cruzar con muchísimo ojo por el intenso tráfico de coches a toda pastilla. Atravesado el escollo, nos relajamos para iniciar el itinerario al lado del mar, en el mercado de pescado de Kumkapi, donde los pescaderos trajinan con los peces que coletean y el marisco lucha por mudarse a otro sitio, mientras las gaviotas amenazan aleteando y graznando en el aire, o acercándose por tierra a las paradas. Un goce para los sentidos.
Giramos, y pasamos por la parte trasera de los restaurantes anexos al mercado, dónde aquí sí que se cumple lo del "mar a la mesa", ya que mientras comes, puedes saludar a los barcos pesqueros que faenan o atracan con la captura, o ver como le lanzan al cocinero, el pescado que hayas pedido. Seguimos por el paseo marítimo en dirección a la punta de la parte vieja, en la entrada al Cuerno de Oro. A nuestra izquierda, en paralelo, la colina amurallada y la línea ferroviaria; a nuestra derecha en el mar, un horizonte de siluetas grises de cargueros y navíos.
En el camino, una sucesión de imágenes de ambiente: pescadores en el malecón, barcas o pesqueros, deportistas haciendo footing o pedaleando, restos de botellones improvisados en las rocas, faros y gaviotas, espectadores del mar. En una hora y pico, se nos aparece en la puntera de la bota, la estatua del todopoderoso Ataturk mirando como Cristobal Colón hacia el horizonte, marcándonos el final del paseo marítimo y la cercanía de la estación de trenes de Sirkeci, indicativo de que ya casi hemos rodeado todo el peñón que domina el palacio de Topkapi y el parque de Gülhane, y que custodia directamente la boca de entrada al Estrecho del Bósforo.
En la tierra que estamos pisando, un enorme cepillo cae desamparado a nuestro paso, al cruzarnos con un limpiabotas que, a pesar del sonoro golpe de la madera, sigue caminando sin su herramienta como si no se hubiese enterado. Lo único que no me encaja es que el hombre no esté silbando una melodía turca. Diez metros delante, otro limpiabotas mira al cielo como esperando a ver si le cae un Ferrari rojo. Como no ha silbado él, le silbo yo pero, como en una retransmisión televisiva vía satélite, está ya con la vista puesta en el cepillo señuelo que le señalo con el dedo, antes de que le llegue el sonido de mi silbido de aviso. Nos embadurna de halagos, y en agradecimiento a nuestra gentileza y cortesía, como yo llevo bambas antibetún,le ofrece gratuitamente a Sandra las botas más brillantes jamás calzadas, a lo que el entrañable pícaro quevediano recibe como respuesta una sonrisa y un NOOOOOOO. No hubo más incordio.
En todas las ocasiones que he estado en Estambul, nunca he tenido ningún problema ni sensación de inseguridad, pero si que he encontrado siempre esta picaresca, principalmente en la explanada de la Universidad y por la zona de los muelles y el puente de Gálata. Trucos de toda la vida de los limpias, como el del cepillo del comentario, o el de la obligada compensación de un cepillado por el regalo de un cigarrillo; trucos de buscavidas como el trile del cambio de monedas; o pirateos como el del taxista que afirma haber recibido un billete de menos valor que el que le has dado. En fin, nada problemático, aunque puede que en algún caso molesto. La única vez que vi una escena de robo fue hace varios años, cuando bajando por unas escaleras, ya ni recuerdo cuales, vi venir corriendo por la calle de abajo como un galgo, a un niño de no más de 12 u 13 años, con unos cuantos adultos pisándole los talones. Giró para subir por las escaleras que yo bajaba, y como una exhalación, me pasaron él y un par de los tipos que le seguían, hasta que ya a punto de culminar la subida, el mocoso lanzó un puñado de billetes al aire, parando en seco a sus perseguidores para no perder los billetes esparcidos por los escalones. En otro de los viajes a Estambul, caminando de madrugada por Kumkapi con una pareja de viajeros que conocí, volvíamos de una cena y unas copas, cuando se nos cruzó derrapando en medio de la calle una furgoneta negra con los cristales tintados, de la que por la puerta lateral salieron 3 o 4 gorilas trajeados que provocaban escalofríos, pero que solo resultaron ser policías de paisano que, una vez revisados nuestros pasaportes y convencidos de que eramos spanish guiris, se volvieron por donde habían venido.
Nuestra siguiente etapa es Eminönü. Allí, nos sentamos un rato a observar el ir y venir en el embarcadero de las paradas (iskelesi) de vapur (ferry), que zarpan a la parte asiática (Üsküdar, HaydarpaŞa o Kadiköy) o turistean por el Bósforo, y que están situadas bajo el inicio del puente de Gálata. Es una zona muy muy bulliciosa, donde también se encuentran amarradas las barcazas de venta de bocadillos de pescado (balik ekmek), y dónde desperdigados aquí y allá, hay carros ambulantes de todo tipo, mazorcas, mejillones, simit, etc, vendedores de cualquier mercancía, captadores para los cruceros de las compañías de ferrys, pescadores de caña,l enamorados, o simplemente espectadores.
La explanada donde empiezan los muelles, y por la que se accede al puente, está separada del lado montaña por una ancha avenida complicada de cruzar, que te obliga a dirigirte al paso subterráneo, reconvertido en galerías comerciales, y de los más transitados que he visto en mi vida. Lo cruzamos, para salir en otra explanada gemela, con las escaleras colonizadas de palomas de la mezquita nueva, Yeni Cami, a la izquierda, y de frente, el arco de entrada al Bazar de las especies o Egipcio (Misir Çarşisi).
El colorido bazar en forma de L al que entramos, forma parte del complejo de la mezquita, y fue construido precisamente con el objetivo de que la venta de especias, sufragara los gastos de mantenimiento del templo. El interior abovedado, aloja en la actualidad, unas pocas tiendas de especias e infusiones, alimentación, jabones u objetos para el baño, frutos secos y dulces, mantelerías y ajuares, cacharra para turistas... Echamos un vistazo a las tiendas de jabones y esponjas, naturales y vegetales, y a las de los aromáticos tés, y salimos al exterior donde, anexado a los muros del lado izquierdo, en el antiguo jardín de la mezquita, hay un mercado semicubierto de pájaros y mascotas, y jardinería, flores, y productos de huerto, encarado a una plaza con terrazas, en una de las cuales frente a una tienda de calabazas y plantas colgando, nos sentamos a tomar un estupendo çay de 1 lira, y a disfrutar un rato del apacible ambiente.
Acabado el relax, proseguimos la ruta siguiendo los muros entre los que se asienta el mercado. Las tiendas de animales se suceden con las de productos de huerto, y las condiciones de las mascotas a la venta, mejor las obvio. Del paseo, lo que inevitablemente llama la atención, son los bidones que uno se va encontrando a cada paso, con carteles en turco de Doktor X, en los que unas gelatinosas sanguijuelas negras, se amorran a las paredes interiores, o se apiñan en el fondo. He curioseado por la red, para averiguar sobre esta especie de bichos, y ya el nombre científico, "Hirudo medicinalis", indica sus virtudes, que consisten en las propiedades anticoagulantes, vasodilatadoras y anestésicas que tiene su saliva, que segrega mientras chupa la sangre, y que es indicada para tratamientos contra los eczemas o las varices. Actualmente se utiliza el principio, la "hirudina" en personas con riesgo de obstrucción circulatoria, y se sigue investigando sobre sus propiedades.
La sangría es un método curativo ancestral, ya que está documentado que la practicaban los romanos, los incas o el mismo hipócrates, hoy en día en desuso desde mediados del siglo XIX, excepto en lugares aislados como este, y que hizo que la palmasen una buena cantidad de enfermos, desangrados por las sobredosis de succiones. Son capturadas por los peculiares cazadores de sanguijuelas, que se introducen con las piernas desnudas en pantanos y zonas húmedas, para que se les adhieran y luego capturarlas para venderlas con fines curativos, o como cebo.
Acabado este recinto, salimos por una calle trasera, al otro lado del Bazar egipcio, en su parte derecha mirando desde la explanada, donde están ubicadas las verdulerías, pescaderías, y otras tiendas de ultramarinos, frente a puestos de frutas, y carritos ambulantes.
El estomágo ruge, y nos vamos a un restaurante que conozco en Sirkeci, justo el primero que se encuentra subiendo unas escaleras que hay en un lateral de la estación de trenes, y por el que siempre voy cuando paso, porque tiene un ambiente relativamente tranquilo para esa zona, y la comida es simple, pero económica y más que decente. Pedimos un plato de cordero con arroz, y una especie de mussaka de gambas, y nos sirven, con un ruego indirecto de comer en el interior del establecimiento, dos cervezas (bira), camufladas en jarras para hacerlas discretas. Comemos bajo los videos musicales de una gran tele en la pared, a la que quitan el volumen cuando los altavoces comienzan a llamar para el rezo. Paseando, calle del tranvía arriba, volvemos al hotel a hacer un intermedio.
En la segunda parte del día, decidimos ir a poner cara de místicos al fumadero Erenler, como si el humo que aspirásemos por la boquilla de la narguile, fuera el de un porro de Dios. Sentados en el patio donde se permite “fumar” cigarrillos, fuera de la parte cubierta, pedimos dos tes y una pipa de tabaco aromatizado de manzana.
Cinco minutos después se sientan dos turcos jóvenes y cachas, uno en una silla a mi lado, y el colega al otro lado de la mesa frente a él, sentado en el acolchado banco de la pared al lado de Sandra. Aparece el camarero, y después de preguntarles que quieren, nos dice a nosotros si no nos apetece ir dentro bajo los toldos, mientras se frota los antebrazos con las manos como si hiciera frío. Le decimos que estamos sudando de calor, y condenamos al turco de la silla a seguir sentado en ella.
En un momento dado, los colegas hablan, ríen, y miran la narguile que estamos fumando. Pongo cara de turco jugando al poker sin gafas de sol, y como si fuera lo más profesional del mundo de la pipa, cojo con las pinzas los carbones de la cazoleta, los sacudo contra el platillo inferior para avivar las ascuas, y los vuelvo a colocar, antes de dar una aspiración a la boquilla, y soltar una nube de humo suficiente como para confundir a un meteorólogo. Turco no soy, pero sí fumador, y la primera narguile que fumé, fue en Alejandría, cuando fui a jugar un partido de tenis con Alejandro Magno. El que está sentado a mi lado con un gorro calado azul de marino, me informa de lo bien que liga un café como el que se está tomando, espeso como para untar en una tostada, con una pipa de agua. Le digo que me gusta el çay, doy otra calada a la pipa, y expulso otra bocanada de humo, que hace que varios clientes se tropiecen por la nula visibilidad, a costa de que me estallen los pulmones y del mareo, empiecen a darme vueltas en la cabeza los tipos, los árboles, las pipas y las alfombras. Dejo las tonterías, les decimos adios, y salimos por el corredor del carbonero y sus brasas, a recibir el soplo de aire fresco de la calle.
Antes de tomar rumbo al hotel, donde tenemos intención de aprovechar el moderno hamman gratuito que ofrece, paramos a degustar un dürüm, en un döner Kebap en la acera de enfrente de la misma avenida, donde el panadero forma parte del escaparate, haciendo las tortitas (yufka) de cara a la calle. Buen marketing y sana táctica, frecuente en los restaurantes de la ciudad, porque la gente se para a observar con curiosidad como manipula los pegotes de masa, la estira, y la pega a las paredes del horno que tiene al lado. En el sitio, en la barra, tienen también una vitrina donde se bate Ayran, y los camareros no paran de hacer zumos de granada o mixtos con naranja.
Rematamos el día en el hamman del Barceló, al que se entra por la recepción, y que cuenta con un circuito de baño turco de mármol, con grifos para poder echarte agua y refrescarte, una sauna de vapor, unas duchas, y una sala con tumbonas para descansar, además de los vestuarios con taquillas, chanclas y toallas. Opcionalmente disponen de una carta de masajes.
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