Vídeo de esta entrada del diario aquí:
Kyoto fue capital de Japón durante más de mil años. Por ello, actualmente es una ciudad con un legado histórico y cultural impresionante, tanto que se salvó de los bombardeos durante la Segunda Guerra Mundial y conserva un aire de pueblo grande salpicado por todas partes de templos (y tanto, ya que cuenta con varios que son Patrimonio de la humanidad). Esta sensación resulta mucho más intensa si se viene de haber pasado varios días en la descomunal Tokyo, como fue nuestro caso. Aunque Kyoto es extensa, resulta muchísimo más relajada que la capital, hace más sol y la gente transmite una sensación de paz que resulta difícil encontrar en los tokyotas.
Pedro y yo dedicamos nuestro segundo día en Kyoto para recorrer la ciudad (una parte, puesto que es imposible visitarla toda en solo una jornada) valiéndonos del medio de transporte más cómodo para los turistas: la propia red de guaguas (buses) públicas, cuyos trayectos están conformados para satisfacer tanto las necesidades de los ciudadanos como de los visitantes, ya que las rutas te dejan en los puntos de mayor interés. En muchos ryokanes (como el nuestro, el Sakura Kaede) e incluso en la estación de trenes se puede comprar un cómodo bono de un día a 500 yen, ya que no está cubierto por el Japan Rail Pass. Teniendo en cuenta que un solo viaje cuesta 220 yen, sale bastante rentable. Nosotros nos pillamos uno cada uno, el mapa y ala, a caminar. Más información sobre la red de transporte público de Kyoto aquí (en inglés).
Decidimos parar cerca de la zona del barrio de Gion, famoso por ubicar en la antiguedad a la mayoría de las casas de geishas, y ser hoy en día uno de los puntos de Kyoto que han permanecido prácticamente tal y como eran entonces.
Gion actualmente es un punto esencialmente turístico: restaurantes con precios prohibitivos, espectáculos con maikos y geishas y cosas así.
Si bien no me decepcionó, me supo a poco.
Después de ir por Gion seguimos caminando, y nuestros pies nos llevaron a un enorme complejo donde encontramos varios templos, jardines y algunas sorpresitas más…
A la entrada del complejo nos topamos con un bonito jardín. Por cierto, íbamos tan a nuestra bola que no sé ni el nombre de los templos… Si alguien me ilumina, ¡se lo agradezco!
Éramos de los pocos extranjeros que había por ahí a esas horas. ¡Así que nos convertimos en el centro de atención!
Cómo no, en Japón donde hay templos sintoístas, hay altares, tablillas y demás elementos de rituales que implican dar un donativo. Algunos nos llamaron la atención
Esta es la entrada del templo en cuestión (el mayor del conjunto).
Por cierto, como hacía bastante calor, paramos en la primera máquina expendedora de bebidas que encontramos y me animé a probar otro de los extraños (y fascinantes) refrescos japoneses: la fanta de uva.
Seguimos caminando por las laderas, disfrutando de la poca afluencia de gente y descubriendo rincones llenos de encanto y espiritualidad.
Para cuando nos quisimos dar cuenta, nos topamos con un cementerio budista en medio del bosque.
Fue una experiencia sobrecogedora.
Recalco: no había nadie.
Se notaba que muchas de las tumbas y estatuas eran antiguas. Me llamó poderosamente la atención esta.
Pero lo mejor de todo fue que al descender para regresar a los templos, nos dimos cuenta de que muchas familias japonesas estaban celebrando ritos funerarios. En un templo enorme estaban celebrando uno de ellos, y los monjes que había a la entrada nos invitaron amablemente a entrar para presenciarlo.
Me encantó la experiencia: los monjes recitando sutras, los asistentes sentados perfectamente en silencio, el olor a incienso, las vestimentas…
Tras tanta dosis de espiritualidad, pasados unos veinte minutos decidimos salir y empezar a buscar dónde comer. Pero no sin antes ver a un grupo de señoras vestidas con el kimono tradicional, seguramente que para honrar a algún familiar fallecido.
Como buenos canarios burritos que somos, echamos a andar, andar, andar y llegamos hasta el Parque del palacio imperial, que es… ¡enorme!
Decidimos atravesarlo a lo ancho para buscar un sitio en el que reponer fuerzas, y tras una rica comida casera, regresamos para pasar unas horas tranquilas cotilleando. Una de las cosas más curiosas que vimos, fueron los caminitos que las personas que van en bicicleta han ido dejando sobre el suelo de grava.
En un rincón del jardín encontramos un lugar perfecto para descansar y unirnos al pasatiempo favorito de los japoneses: contemplar las flores.
Como ya les conté, el clima de la región donde se encuentra Kyoto es bastante distinto al de Tokyo. Mientras que en Tokyo cuando nos fuimos apenas quedaban sakuras, en Kyoto sí, así como flores de melocotonero.
Y tras un rato tumbados (casi nos quedamos fritos y todo), nos topamos con una última sorpresa en el parque…
Le preguntamos cómo se llamaba y nos lo dijeron, pero no me acuerdo, oighs…
Y para terminar el día, nos pillamos de nuevo la guagua para ir hacia el otro extremo de la ciudad. Objetivo: visitar el impresionante Pabellón Dorado antes de que cerrara. ¡Llegamos por los pelos!
Aquí da igual el momento del día en el que vayas, que siempre estará petado de gente. Estudiantes, sobre todo. Hay que comprar entrada, por cierto.
Al llegar tan cerca de la hora de cierre no pudimos disfrutar mucho del paseo por el resto del complejo, pero como estábamos ya cansados tras todo el día pateando, tampoco lo lamentamos mucho. Eso sí, al salir, una nueva sorpresa en forma de máquinas expendedoras…
Y a pedirse un vasito del mejor de los refrescos raros japos: ¡el melon-sora! (melón-soda, vaya).
Tras el nuevo viaje en la guagua llegamos al ryokan. Ducha, paseíto, cena y a descansar, que al día siguiente nos tocaba acudir a una cita de lo más especial, uno de los mejores recuerdos que me traje de Japón: la sesión fotográfica como maiko y miembro del shinsengumi.