Me desperté con la cara tapada escondida debajo del edredón, las temperaturas habían descendido bastante durante la noche y el par de mantas de la cama no nos habían molestado. Después de casi sufrir un infarto en la ducha por culpa de una cucaracha obscena, que insistía en venir al baño a hacerme compañía, bajamos a desayunar al restaurante del hotel. Por las escaleras nos interceptó otro guía, el tercero que intentaba captarnos para hacer el dichoso tour por el Tsiribihina, así que después de los croissants, Leonard, que así es como se llamaba, ya nos estaba esperando en la terraza.
La explicación de turno esta vez vino acompañada por un mapa desplegable de la zona del río y el Tsingy, álbumes de fotos de otros turistas y las tan populares libretas de recomendaciones que todo guía experimentado lleva siempre encima a la hora de atraer turistas. Pero no fue esto, sino conocer los precios que se manejaban, lo que nos hizo aceptar la oferta. Sabiendo el precio mínimo que nos habían ofrecido los otros guías teníamos una referencia para regatear, así que finalmente llegamos a un acuerdo y por 225 euros por persona saldríamos la mañana siguiente y estaríamos una semana de tour.
Leonard y Toni sellando el acuerdo del tour por el Tsiribihina y el Tsingy
Teníamos todo el día para visitar Antsirabe, así que sin prisas cogimos las mochilas, nos trasladamos a Chez Billy y una vez hecha la mudanza salimos a ver la ciudad.
Los pousse-pousse inundaban las calles, y encontrar uno que te llevase a cualquier sitio era coser y cantar. Nos acercamos a un señor que descansaba sentado en el suelo delante de su carro, subimos en él y fuimos en busca de una barriada con calles de tierra roja y casas de madera que habíamos visto el día anterior por las afueras. Desde arriba del vehículo y a la reducida velocidad que alcanzaba disfrutábamos del paseo mientras el ajetreo y el ir y venir de sus gentes daban vida a las calles.
Las calles de Antsirabe con el omnipresente pousse-pousse
Pasamos por delante de la conocida catedral de Antsirabe y la plaza de la independecia, pero nuestra mala orientación y la imposibilidad de poder comunicarnos con el conductor en ningún idioma truncaron nuestras esperanzas de encontrar el sitio que buscábamos y nos dimos por vencidos.
La gran catedral de Antsirabe
No sabíamos cómo explicar por donde ir porque ni siquiera recordábamos por donde habíamos llegado el día anterior así que finalmente decidimos ir a visitar el mercado. Cuando el pousse-pousse nos dejó en la entrada hicimos como tantas otras veces en Camboya, desenfundamos nuestras cámaras y nos perdimos por el bazar. Primero por los coloridos puestos de frutas y verduras, luego por los de carne y pescado y finalmente por los de ropa y objetos variados.
Una de las entradas del bonito mercado
Toni, cuya pasión por fotografiar mercados quedó patente en nuestros viajes por Asia, no soltó la cámara ni un segundo e inmortalizó en sus imágenes a compradores, vendedores, niños y camarógrafas que posaban.
La “camarógrafa” que había por allí
El mercado era pequeño y no nos llevó mucho tiempo recorrerlo, así que cuando salimos por el otro extremo pedimos a otro conductor que nos llevase al mercado de Asabotsy. Pero empezaba a quedarnos claro que ese día ningún conductor iba a entendernos y para variar nos llevó a algún lugar de la ciudad que no supimos ni ubicar en el mapa. Se trataba de una barriada más pobre todavía que el resto de la ciudad, ni siquiera sabemos si se trataba de la zona del lago Ranomafana porque nadie comprendía lo que decíamos, pero algo, no se el qué, hizo que nos quisiéramos quedar a dar una vuelta por aquella zona desamparada de la ciudad.
¿Sería este el lago Ranomafana?
Al pasar por delante de una iglesia, unos niños con la cara llena de mocos y suciedad se acercaron curiosos a la valla de la entrada y me acerqué a saludarles. Era cuestión de segundos que el resto de niños que estaban en el perímetro se acercaran a enredar a los turistas, y así fue. Un par de niños que estaban jugando a la petanca invitaron a Toni a jugar con ellos y tras comprobar su buena puntería pensaron que debía ser un posible comprador de bolas. Así que nos acercaron a la zona en la que había un señor haciendo bolas de petanca con latas usadas y cuando terminó la obra de arte nos la intentaron vender. Una bola de semejante peso era lo último que quería cargar en la mochila, así que, pese a su cara de incredulidad cuando les dijimos que no la queríamos, nos marchamos de allí.
Haciendo una bola de petanca artesanal
De vuelta hacia el centro atravesamos toda la barriada. El camino por allí no estaba asfaltado, y la cara de miedo que ponían los más pequeños cuando nos veían aparecer nos dió a entender que no era la zona más turística de la ciudad y que debíamos ser lo más parecido al hombre del saco malgache. Perros, cerdos y gallos nos acompañaron en nuestro paseo hasta que llegamos a un ciber y decidimos entrar a dar señales de vida a la familia.
A estos ya les hacíamos más gracia
Después de un breve descanso en el hotel, salimos en busca del Pousse-pousse snack bar donde nos apetecía ir a cenar, y antes de encontrarlo decidimos entrar a tomarnos una cerveza en un bar local que le gustó a Toni. La joven que estaba tras la barra nos sacó una botella sorprendentemente fresca y nos sentamos en una de las dos pequeñas mesas que cabían en aquel local con sillas que parecían de juguete. En el establecimiento, que no medía más de 9 metros cuadrados también vendían todo tipo de galletas y chocolatinas de esas cuyos envoltorios de plástico ensuciaban todas las calles de Madagascar, alcohol y productos de perfumería.
Cervezaaaaaaaa
Cuando el sol empezaba a ponerse nos fuimos a cenar. El Pousse pousse snack bar estaba justo enfrente del mercado pequeño y no fue difícil de encontrar, cuando llegamos aún no había nadie y el camarero nos invitó a pasar. El restaurante había sido decorado de forma muy original haciendo honor al vehículo que abarrotaba las calles de la ciudad. Los asientos imitaban un pousse-pousse con su toldo y las paredes estaban adornadas con cuadros e imágenes de los carros. Tal escenario no pudo evitar que pusiéramos la misma cara que un niño cuando ve una atracción de feria, así que sin pensarlo dos veces subimos a un carruaje y pedimos la cena.
Al rico vinito de Sudáfrica…
Pese a la carencia de ruedas en los carros con las que transportarnos a cualquier fascinante lugar, la velada se convirtió en una de las más recordadas y añoradas de todo el viaje. Quizás fue la exquisita comida, o quizás el vino sudafricano y el ron malgache, pero nadie podrá nunca quitarme el recuerdo tan bonito que guardo de aquella cena.
… y al rico ron de Madagascar!
Lo que no sabíamos es que íbamos a tardar unos cuantos días en volver a poder disfrutar de una cena tranquila, con electricidad y sin mosquitos. En pocas horas empezaba la aventura por el río Tsiribihina.