Crucero Costa Neoclassica Adriático 24 agosto 2015 ✏️ Blogs de MediterráneoÉste pretende ser el relato del crucero realizado entre el 24 y el 31 de agosto por aguas del Mediterráneo a bordo del Costa NeoclassicaAutor: Manuelmarquez Fecha creación: ⭐ Puntos: 4.2 (6 Votos) Índice del Diario: Crucero Costa Neoclassica Adriático 24 agosto 2015
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Todo viaje empieza en el mismo punto: la puerta de tu casa. Una vez que la atraviesas, con esa mezcla de ilusión (por lo grato que ha de venir) y desazón (seguro que has olvidado algo que vas a necesitar...) con que se emprenden los viajes, arranca una experiencia, que, por muy poco aventurera que pueda parecer a priori, siempre te va a deparar alimento para el espíritu.
En el caso de ésta, su arranque es bastante anodino (es lo que suelen tener las jornadas de mero traslado), con lo cual difícilmente su relato no lo será. Pero no pasa nada: como en toda película de suspense (y un viaje, por muy programado que se lleve, siempre tiene algo de eso), cuanto más flojo es el arranque, más margen hay para el 'crescendo dramático'. Salimos el domingo a mediodía, tras una comida frugal y nerviosa, y tomamos rumbo a la estación, donde tomaremos el tren que, en un suspiro (el AVE apenas te da margen para colocar las maletas), nos lleva a Madrid, punto en el que al día siguiente habremos de tomar el avión que nos llevará ya, esta vez sí, junto al que será nuestro lugar de residencia flotante durante la siguiente semana. Pero no adelantemos acontecimientos: aún hemos de cubrir algunos desplazamientos cortos (de Atocha a San Fernando de Henares, en un tren de Cercanías; y de San Fernando de Henares al hotel, en una furgoneta que nos recoge tanto a nosotros como a nuestro voluminoso equipaje) para llegar al lugar en el que intentaremos descansar, con pocas horas de margen, antes del vuelo. El hotel, sencillo y funcional, se encuentra, obviamente, cerca de Barajas, y su perfil no ofrece lugar a dudas: allí se va a dormir antes de tomar un avión. Y punto. Ubicado junto a una autovía, y rodeado de edificios industriales, no cabe plantearse un paseito con el que soltar las piernas antes de ir a la cama, de modo que asumimos la situación, y obramos en consecuencia: cena ligera y temprana, y a la cama. Las alarmas de los móviles empezarán a sonar en pocas horas y, con ellas, dará inicio una nueva jornada de desplazamientos, para las que más nos vale estar mínimamente descansados. Maletas, vuelo, maletas, embarque. Y, al fondo del escenario, Venecia. No es mal señuelo, no. Mañana será otro día...
Fina llovizna y una temperatura muy por debajo de la habitual en estas fechas: así es como nos recibe un lunes que aún no ha proyectado sus primeras luces, pero nos negamos a asumirlo como presagio de nada especialmente negativo. La furgoneta del hotel nos traslada a una T4 en la que facturamos equipaje, tomamos café en uno de esos templos de la comida rápida que se empeñó hace algún tiempo en colonizar (también) nuestros desayunos y embarcamos sin contratiempo alguno en el avión de Iberia que nos situará en Venecia en apenas dos horas: un viaje aséptico y rápido hacia nuestro hotel flotante, la que será nuestra casa (efímera, pero casa al fin y al cabo) a lo largo de la semana. En Venecia reproducimos el proceso de la T4 en sentido inverso: recogemos maletas y nos desplazamos en autocar —en un corto trayecto por la 'otra Venecia', la interior, la cotidiana— hasta la terminal de embarque, donde ya podemos contemplar por primera vez el Costa Neoclassica, ese barco del que, a falta de referencias previas, no tienes muy claro si es grande o es pequeño, si está mejor o peor. Es el primero, y, como en el caso de los besos, eso es lo realmente importante.
Pero aún no ha llegado el momento de que subamos a él, habremos de apurar un par de horas en esa especie de 'isla de Ellis' que es la sala de espera —no hay orquesta que amenice el intervalo, pero sí unos canapés servidos por Costa con los que matar el gusanillo de la impaciencia—, tras las cuales, correctamente ordenados y agrupados, iremos accediendo, ya sí, a nuestro hotel flotante, previa fotografía por el personal de control y entrega de esas tarjetitas que se convertirán en nuestro santo y seña durante los próximos días. Primer elemento a verificar: ese camarote en el que ya están depositadas nuestras maletas. Una grata sorpresa, por cierto. Espacio y equipamiento suficientes, buen estado de limpieza (un ligero problema de irritación nasal, provocado por un producto usado en la misma, será solventado al día siguiente), colchones y almohadas de consistencia óptima, y, oh, maravilla, un precioso (e inesperado) ojo de buey, que nos garantizará vistas al mar durante los periodos de descanso en su interior. Una ventana al mundo que puede parecer pequeña a primera vista, pero que supone un punto de alegría digno de celebración, aunque uno se plantee, a priori, que no será el camarote un lugar en el que vaya a pasar demasiado tiempo. Pero eso nunca se sabe. Segundo elemento a verificar: la cantidad, calidad y diversidad de las comidas disponibles en el bufé, que es la única alternativa, dada la hora, que nos queda para reponer fuerzas. Otra sorpresa no menos agradable que la anterior: más allá de la posibilidad de que, cogiendo una buena mesa en la terraza de popa —donde está ubicado el grill adyacente al comedor del bufé— se puede disfrutar, si el calor no aprieta y se dispone de una sombrilla, de unas excelentes vistas al mar, el elemento realmente importante, que es el de las viandas, ofrece un nivel bastante aceptable: variedad bastante amplia, y calidad, tanto en la materia de base como en la elaboración, bastante digna (teniendo en cuenta que estamos en un bufé, no en una sucursal marítima de Arzak o el Bulli —lugares en los cuales, por cierto, jamás comí, pero que, si hemos de creer en las referencias acumuladas, no se come ni comía mal del todo...—). Las bebidas, por lo demás, son servidas con diligencia y simpatía por un personal con el que nos iremos familiarizando a lo largo de los días; nada que reprochar a una profesionalidad discreta y eficaz que no vamos a echar en falta en ningún momento. El siguiente hito de nuestra agenda viene marcado por 'exigencias del guión': hay que participar, sí o sí, en el simulacro de emergencia; una especie de pieza teatral a la que todos acudimos, socorridos por la estadística, convencidos de su condición de mero trámite y, por tanto, de su absoluta inutilidad, sin que ello evite la proliferación de risitas nerviosas (sí, las mismas que pueblan las plateas de los cines cuando, en las pelis de terror, se acercan las escenas álgidas: una forma como otra de conjurar el miedo...) y cierta prisa por acabar cuanto antes y poder marchar hacia otras ocupaciones más placenteras (además, en el punto de reunión hace bastante calor y los chalecos salvavidas no ayudan mucho a disiparlo, más bien todo lo contrario). Cubierto el expediente, y tras un breve paseo por la cubierta principal (que nos permitirá comprobar, en una primera toma de contacto, que el equipo de animación funciona con total normalidad, sin necesidad de ninguna alarma de evacuación), llega la hora de emprender nuestra primera salida del barco: marchamos a dar un paseo por Venecia, sin ningún rumbo determinado ni ninguna idea concreta, más allá de la de ir disfrutando del caminar e ir topándonos con lo que nuestros pasos nos deparen (lo cual incluye un delicioso helado de vainilla 'capturado' en el primer punto de avituallamiento que encontramos al paso). Caminamos con la ruta trazada hasta el piazzale Roma, y a partir de ahí, vagamos con la única referencia de los diabólicos carteles que marcan el camino de una plaza de San Marcos a la que no parece que vayamos a llegar nunca. Tampoco importa: canales, plazuelas, puentes y calles, con ese encanto destartalado que solo parece sentarle bien a sitios como Venecia, ofrecen una experiencia lo suficientemente grata como para que el punto de llegada sea algo secundario. La tarde va cayendo, con nubes que amenazan sin cuajarse nunca en lluvia, y compruebo, con cierta lógica (mi memoria se ha ido haciendo de pez y no solo para las películas), que apenas guardo un recuerdo vago de la vez anterior que estuve ahí, recuerdo que, por supuesto, no da de sí como para trazar un itinerario, solo para sensaciones acunadas por ese punto de decadencia que lo envuelve todo. Pero terminamos llegando, por supuesto que sí, y San Marcos nos regala un espectáculo fastuoso, con las últimas luces de la tarde batiéndose en retirada y dejando el cielo de un azul imposible, mientras la música de piano que sale de una de las terrazas de los soportales termina de dar fondo a un espectáculo al que sería difícil encontrarle un igual, siquiera un parecido. Recorremos la plaza y, aunque no hay prisa en particular, nos planteamos volver al barco antes de que sea más tarde. La opción elegida es la del vaporetto que lleva hasta el piazzale Roma, haciendo parada, eso sí, en todos y cada uno de los puntos de la ruta, lo cual prolonga la misma bastante más de lo que hubiéramos podido pensar en un principio. Pero eso, lejos de constituir un problema, nos ofrece un elemento más de disfrute, que es el de contemplar desde el centro del canal la oscuridad espectral que a Venecia brinda su pobrísima iluminación eléctrica, convirtiéndola en un escenario tenebrista y ominoso. Una maravilla. Llegamos al barco, tras un postrero paseo a pie desde plaza de España, casi a la hora de cierre del bufé, donde haremos una cena breve y ligera, antes de marchar a los camarotes, cansados de paseos, esperas, portes y tránsitos, con ganas de darle al cuerpo un bien ganado descanso, de cara a afrontar la visita del día siguiente (esta vez sí organizada), para la cual habremos de madrugar. No importa: Venecia nos ha insinuado, en su versión de tarde/noche, que va a merecer la pena, de manera que la ilusión mitiga el cansancio. Eso sí: castigados, pues, sin copas. Y a la cama. Mañana será otro día. 📊 Estadísticas de Diario ⭐ 4.2 (6 Votos)
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