Empieza el día con síntomas de mejoría tras el mal rato con el que finalizó el anterior. Ya no hay mareo ni náuseas, así que la noche parece haberse llevado el inicio de insolación. El potente sol que alumbra a Lisboa estos días me ha pillado por sorpresa.
No estamos descansando demasiado bien en el colchón de nuestra habitación. No es que sea de mala calidad, pero recientemente estrenamos un buen colchón en casa y la diferencia resulta abismal. Así que cada mañana necesitamos un poco de tiempo para colocar todos los huesos y músculos en su sitio. En esta ocasión lo pasamos viendo un poco de Scrubs -en versión original, claro- antes de bajar a por el desayuno.
Con el estómago servido, L y yo salimos a la calle a dar un pequeño paseo por los alrededores del hotel, que todavía no hemos explorado. La sombra todavía conserva una temperatura fresca, pero el sol ya se hace notar cegándonos con su reflejo en los adoquines de las calles.
El paseo resulta bastante fructífero, ya que comprobamos que la estación de metro de São Sebastião resulta más cercana y accesible que la de Praça de Espanha. En cualquier caso, no es una información que nos vaya a ser útil en el día de hoy, ya que el metro no forma parte de la agenda. Damos también de bruces con El Corte Inglés, sabiendo ya de antemano que no tenía que andar muy lejos.
Regresamos camino del hotel todavía sin encontrar un solo supermercado en la zona. Y cuando ya estamos a punto de darnos por vencidos, topamos con un Lidl en una manzana colindante a la Avenida Conde Valbom. Aquí, tal como ocurría en Elvas, los supermercados Lidl tienen un rasero de calidad algo mayor que en España, donde son establecimientos "de bajo coste" en los que prima la batalla por el menor precio posible. Compramos agua para las habitaciones -impensable pagar los precios del minibar- y un botín de emergencia para guardar en la nevera del coche, ya que se avecinan algunas excursiones. Encontramos patatas chips Ruffles con sabor a Cheeseburger, y no podemos resistir la tentación de llevarnos una bolsa.
Por lo poco que vamos observando respecto al tráfico de la ciudad, podríamos concluir que los conductores portugueses son muy dados a no tener en cuenta los ceda el paso, y en usar compulsivamente el claxon incluso en situaciones en las que no hay motivo aparente. De todos modos, la afluencia de coches en los aledaños del hotel es bastante baja, aunque puede ser todavía una consecuencia del periodo vacacional.
Cuando volvemos al hotel no encontramos a J y D, que seguramente deben estar desayunando. Aprovechamos la ocasión para subir hasta la décima planta del hotel, en la que no hay habitaciones si no dos salas de reuniones. No nos interesan las salas, si no la supuesta terraza que aparece en la página web prometiendo vistas de la ciudad.
Ya con el equipo recompuesto, iniciamos nuestra primera excursión fuera de la ciudad. En esta ocasión nos desplazaremos en coche al oeste y norte de Lisboa, con la visita al Cabo da Roca como estrella del día. Marcamos como destino Estoril en el GPS y por ahora ignoramos sus indicaciones, ya que nos intenta guiar hasta la autopista pero deseamos hacer el camino siguiendo el río. Vamos cruzando desde el asfalto gran parte de los puntos de interés que visitamos ayer.
A la altura de la Praça Don Pedro IV, nos desviamos del camino para subir la colina del Castelo de São Jorge, pero enseguida descartamos la idea de visitar hoy el Castillo. La mezcla del bullicio propio de un sábado y las estrechas calzadas empinadas que recorren la colina no invita a seguir ascendiendo. Por si fuera poco, este es el recorrido principal de muchas de las líneas de tranvía de la zona, por lo que no dejamos de toparnos con un tren tras otro provocando un caos circulatorio.
No obstante, paramos en un arcén frente a una típica tienda de souvenirs para subsanar uno de los mayores errores del día de ayer. Compramos dos gorras con motivos de Portugal por 5€ cada una. Son caras, pero el miedo a otra insolación no entiende de economía.
Llegamos, esta vez si, hasta la carretera N6 que va más allá de Lisboa por el oeste acompañando al río Tajo. Los edificios bajos levantados en colinas dejan paso a construcciones de aspecto portuario, señal de que nos acercamos a Oerias. Hasta aquí el paseo resulta bastante agradable, con cierto recuerdo a las carreteras a pie de mar del sur de la isla de Mallorca. La cosa cambia según nos adentramos en Estoril, que muestra un aspecto mucho más artificial, teniendo su colofón en el paso frente al famoso Casino. Paramos a respostar. Como ya nos había anticipado en J, el gasoil en Portugal cuesta de 6 a 8 céntimos más por litro que en España.
Atravesamos el municipio de Cascais, parándonos en la mitad oeste del pequeño saliente de tierra que se adentra en el río, que cada vez resulta más difícil distinguir del océano. Aquí nos encontramos con la Boca del Infierno, un pequeño abismo en el que las aguas golpean las rocas formando una serie de cuevas que pueden contemplarse desde una zona más elevada. Aquí ya no cabe duda de que el Atlántico está a la vuelta de la esquina, gracias a los fuertes vientos que nos golpean desde que salimos del coche.
Dejando atrás la Boca do Inferno, volvemos a apartarnos de la carretera tan solo 3 km más allá, y la temperatura ha bajado drásticamente -hasta 10 grados- desde la última parada. El viento ya es casi huracanado, costando en ocasiones mantener el equilibrio. Ya se divisa perfectamente el acantilado saliente que es el Cabo da Roca.
Llegados hasta aquí, la próxima parada si no cambiamos el rumbo sería Cabo da Roca. Sin embargo, estamos en pleno mediodía y nuestra intención es hacer coincidir la visita con la puesta del sol. Decidimos pues dar un pequeño rodeo para alcanzar la Sintra, tomando carreteras en dirección al noreste. Ya de paso, buscaremos un restaurante en el trayecto.
Por primera vez terminamos sentados en un restaurante tradicional, nada de cenas de comida china de emergencia o visitas a McDonalds. Se trata del "Quinta do Farta Pao", en la población de Malveira da Serra. Así que por primera vez, comprobamos por nuestros propios ojos una de las mayores advertencias que un turista español debería recibir: los platos de entrante.
En Portugal, no queda claro si solo a los turistas o a todos los comensales, es tradición servir platos con paté, queso u otros entrantes mientras se espera la comida. Sin embargo, lo que el turista no sabe es que este "detalle" no va a cargo de la casa, si no que puede provocar algunas sorpresas a la hora de pedir la cuenta, superando incluso el precio de los platos fuertes. Lo mejor es declinar amablemente los platos según los trae el camarero, o bien apartarlos en un lateral de la mesa para que capten la indirecta. Así lo hacemos con el plato de quesos que nos traen tras hacer nuestro pedido.
Pido para esta ocasión la otra cerveza que copa los carteles y vallas publicitarias de Lisboa: la Super Bock. Creo notarla algo más fuerte que Sagres, aunque a menos que seas un sibarita de la cebada no se aprecia una gran diferencia.
Pedimos bistecs para L y para mí, J pide lo que cree que debe ser escalope y D opta por el cabrito. Nuestra elección resulta ser la peor, ya que los bistecs resultan algo mediocres. La supuesta escalopa, que al final resulta no estar empanada, apunta mejores maneras, y lo que si aprueba con nota es el cabrito, servido en bandeja con una más que suficiente ración de patatas asadas. Los postres en cambio cumplen integramente, tanto con la muy generosa tarta de whisky como con el helado de la casa, que resulta ser de turrón. La cuenta asciende a 22 euros por persona, siendo el restaurante más caro y "peor" que nos encontramos.
Retomamos el camino hacia Sintra, una villa de 33.000 habitantes popular entre los turistas, gracias en gran parte al Palacio de Pena y el Castelo dos Mouros que la vigilan desde lo alto de una colina.
Sin embargo, dar con la carretera que asciende hasta ambas instalaciones resulta toda una odisea, probablemente porque hemos accedido al municipio desde el lado oeste, en lugar de por el este como suele hacer cualquier turista que tenga su base en Lisboa. No es hasta que simulamos entrar por ese lado cuando empezamos a divisar indicaciones que nos indican el camino, pero todavía nos esperaría una sorpresa más: un buen rato avanzando por calles estrechas colapsadas tras la sombra de un autocar.
Aparcamos al poco de empezar a divisar coches parados en la cuneta, deduciendo que no deben quedar plazas libres más adelante. Sería muy inocente creer que el acceso al castillo y el palacio sería gratuito, pero desde luego tampoco esperábamos unos precios como los que encontramos en la taquilla: 6 euros por persona para acceder a cada instalación. Es decir, 12 euros si se quieren visitar ambas construcciones. Como nuestra idea era hacer una visita fugaz haciendo tiempo para el atardecer, concluímos que no merece la pena el precio. Una lástima, ya que especialmente el Palacio de Pena entra por los ojos desde que se divisa desde el poblado.
Descendemos la carretera para volver a atravesar Sintra, ya con la mirada puesta en Cabo da Roca. El pueblo está saturado de turistas, dando una sensación similar a visitar el centro de Sóller en un día de agosto. Junto al calor, provoca una sensación de agobio que nos deja un muy mal sabor de boca según abandonamos el municipio.
Nos cruzamos con varios Renault Grand Modus en el camino, los cuales se suman ya a varios vehículos del mismo modelo que hemos divisado en Lisboa y que, casualmente, son iguales al que yo compré hace un año. En dos días en Lisboa, ya he visto más coches como el mío que en un año en Mallorca.
Al igual que en el resto de travesías, las indicaciones jamás indican la distancia restante para llegar a los destinos. El trayecto entre Sintra y el Cabo da Roca nos supone alrededor de media hora en carretera.
Según enfilamos el tramo final para alcanzar el Cabo da Roca, un banco de nubes llega a Europa por el oeste. No es una buena noticia: a más nubes, peor definida será la línea del horizonte y, en consecuencia, la puesta de sol -para la que faltan dos horas- perderá muchos enteros.
Aparcamos ya entre el faro y el monumento que indica que hemos llegado a Cabo da Roca. A pocos metros se encuentra la tienda de souvenirs, donde los turistas consiguen un diploma que atestigua que estuvieran en el punto más occidental de la Europa continental, a cambio de un módico precio. Es decir: una soberana tontería.
Consejo para viajantes: llevad siempre una chaqueta en el coche. Entre nosotros cuatro solo L fue lo bastante prudente como para traerla en la maleta y llevarla consigo al salir por la mañana. El viento no da tregua y además es frío, por lo que la sensación térmica es más propia de un otoño frío que de pleno agosto. Basta con echar un vistazo a las nubes, que pasan por nuestras cabezas -y bastante cerca- a toda velocidad.
Resulta imposible hacer una foto sin que nadie se entrometa de la roca alargada con una placa que identifica el lugar, junto a las coordenadas exactas de latitud y longitud. Los turistas esperan su turno para hacer la foto frente a ella. Ya aquí, vivimos una de esas experiencias que nos persiguen allá donde vamos: la del grupo de turistas españoles -andaluces, en esta ocasión- que se empeñan en que todo el público se entere de su conversación, que suele ser bastante banal.
A mano izquierda tras alcanzar el mirador "oficial", existe un paseo hasta otro saliente que apunta en dirección al sur. Desde arriba se ve como un saliente relativamente estrecho se adentra en el agua, y la primera impresión de los que llegan al ver a personas que han llegado hasta su extremo es la de que están locos. Sin embargo, la bajada hasta ese saliente es mucho menos impresionante de lo que parece, ya que existe un sendero muy definido y la caída al agua solo se produce en uno de los laterales, por lo que basta con no acercarse a éste para no atravesarlo con miedo.
Esperamos hasta la puesta del sol, que está programada para las 20:14 hora local. El termómetro del coche marca ya los 18 grados centígrados, cuando horas antes se había acercado de forma alarmante a los 40.
La puesta de sol queda empañada por la metereología. El sol se difumina tras las nubes y su movimiento en descenso no queda tan perceptible como hubiéramos deseado. Ni siquiera podemos disfrutar del característico cielo rojizo que un cielo nublado puede provocar según las circunstancias.
Emprendemos el camino de vuelta, parando poco después de la playa de Guinxo, a escasos metros del restaurante O Faroleiro. Es prácticamente el mismo punto en el que nos paramos horas antes, tras atravesar la Boca do Inferno. Ahora podemos disfrutarlo desde otro punto de vista. Mirando al suroeste tenemos a Venus, y hacia el norte vemos ya el faro de Cabo da Roca en funcionamiento. De haber permanecido el tiempo suficiente para que la oscuridad fuera absoluta, podríamos ver el haz de luz del faro recorriendo las aguas.
La ruta junto al río resulta mucho más atractiva de lo que parecía con la luz del día. Según alcanzamos Cascais, Estoril y finalmente Lisboa, se suceden los restaurantes a pie del río. Sin embargo, no entorpecen el paisaje, ya que están instalados en un nivel inferior al que circula la carretera, dejando así magníficos miradores en el nivel de la calle. Las luces de los comedores se reflejan en las aguas.
Llegamos al hotel, que esta noche todavía tiene plazas libres en el aparcamiento. De nuevo mucho maniobrar para sortear las ajustadas esquinas del aparcamiento. Vemos un coche cuyo conductor no tuvo tanta pericia: un Kia con menos de un año de antigüedad tiene todo un lateral dañado. Pero no con rasguños, no: toda la chapa de la puerta trasera ha quedado desgarrada, como si la hubieran pasado por un abrelatas. La matrícula, por cierto, era española.
Salimos a la calle para buscar un sitio en el que cenar. J guarda recuerdos de la época en la que visitaba Lisboa cada semana, trabajando como chófer de autocares. Recuerda un lugar perfecto para cenar junto a la estación de autobuses, y sabe que la zona era cercana a la de nuestro hotel. Sin embargo no conoce su ubicación exacta, así que damos vueltas durante 15 minutos hasta que, a punto de darnos por vencidos, encontramos la estación, que ya está abandonada. En una calle paralela, encontramos el local Super Chefe.
Super Chefe es un restaurante que en su carta ofrece platos en apariencia "sencillos", como hamburguesas, pizzas o ensaladas. El local resulta algo curioso, ya que dispone de un comedor principal "normal", precedido de pequeños comedores más reducidos con una decoración más elaborada, como si estuvieran destinado a reservas de grupos que desean un ambiente más íntimo.
Cenamos estupendamente a razón de 8 euros por cabeza -nada de postres-. Pido la pizza Super Chefe, por llevar el nombre del local y por la curiosidad que me entra al ver uno de los ingredientes: plátano. Muy buena.
Para el postre -y el café que J jamás perdona- preferimos ir a un McDonalds. Y lo encontramos, vaya si lo encontramos. El McDonalds de Saldanha es el mejor local de la franquicia de comida rápida que he visto jamás. Dispone de una cafetería anexa con sillones y prensa y, lo que más me sorprendió, los pedidos se pueden realizar con máquinas automáticas, acudiendo al mostrador solo para la recogida tras pagar con tarjeta.
Dando cuenta de un café y un sundae -el clásico helado cremoso de McDonalds- volvemos a la calle. En nuestro camino al hotel, se cruzan aficionados con la camiseta del Benfica y rostro sonriente. Esa noche había liga portuguesa, y el equipo local acababa de vencer por 3 a 0 al Vitoria de Setúbal en el Estadio Da Luz. Como plan de emergencia por si no teníamos nada que hacer esa noche, había investigado con anterioridad los precios de las entradas. Por 20 euros, podría haber disfrutado del partido en la grada más elevada de uno de los goles.
Antes de llegar al hotel para preparar el día de mañana, una última curiosidad: los semáforos para peatones de Lisboa no parpadean para avisar de su inminente cambio a rojo. En su lugar, desde que el verde desaparece hasta que los coches pueden retomar la marcha pasa un tiempo mayor que en España, por lo que no hay riesgo de atropello en caso de que algún peatón permanezca en pleno paso de cebra cuando ocurre.