Sorprendentemente a las 10:01 el autobús parte de la estación de Vientiane con tan sólo un minuto de retraso. Nada más girar la primera esquina el autobús se detiene y varios vendedores suben para ofrecer sus productos a los viajeros. Veinte minutos después seguimos parados y diferentes vendedores siguen subiendo y bajando, ha subido hasta un tío vendiendo libros, ya decía yo que esto había salido demasiado puntual. El moverse por el norte del país es relativamente fácil comparado con lo que nos espera a partir de ahora. Una vez dejamos Vientiane atrás para seguir en dirección sur, los turistas desaparecen y la información sobre autobuses o medios de transporte y horarios también.
Sobre las 17:00 de la tarde llegamos a Kong Lor, una aldea perdida en lo más profundo de un valle rodeado de puntiagudas y afiladas montañas, nuestro valle encantado. El atardecer tiñó de rojo las negras paredes de las cumbres que encierran el valle, al poco de llegar se hizo de noche.
A la mañana siguiente comenzó nuestro viaje a las profundidades. Habíamos leído muchísimo sobre la grandiosa cueva que atrae a unos cuantos curiosos hasta este remoto lugar, en mi interior tenía el presentimiento de que quizás podía no ser tan impresionante como nos la habíamos imaginado, sobre todo después de lo vivido en la cueva de Vang Vieng, en la que afloraron emociones desconocidas hasta entonces.
Pero la cueva de Kong Lor no defrauda, os lo garantizamos. La cueva tiene 7 kilómetros de largo y es atravesada por un río subterráneo, para cruzar este túnel natural es necesario ir en barca. La sensación de ir avanzando río arriba, adentrándote en las entrañas de la montaña es indescriptible.
La cueva se encuentra en total oscuridad por lo que la falta de referencias visuales te hace sentir cómo si fueras flotando en el vacío. Por momentos es difícil saber dónde está arriba, abajo, izquierda o derecha, aquí todo es negro. A veces con la tenue luz de la linterna que te dan los barqueros consigues intuir alguna roca que termina pasando a escasos centímetros de la barca a toda velocidad. La luz del guía es mucho más potente que la nuestra y de vez en cuando puedes ver como el haz de luz se pierde en el infinito, cuando esto ocurre la cueva parece no tener fin. Antes de la mitad del recorrid se encuentra una zona iluminada, es la que menos me gustó, en parte rompe toda esa magia de ir perdido en la oscuridad más absoluta. El resto de la gruta continúa en la penumbra hasta que de repente se ve la luz al final del túnel, la salida por el otro punto de la gruta es de película.
De nuevo afiladas cumbres negras te están esperando al pie del río que discurre rodeándolas en unos meandros espectaculares.
Por la tarde nos dedicamos a patear por las cercanías de la aldea. El pueblo es muy pequeño y aunque los caminos son muy polvorientos y te pongas de tierra hasta las cejas es algo que no te debes perder si has llegado hasta aquí.
Hay niños por todas partes. Nos encontramos unos pequeños pastores que estaban al cargo de un rebaño de búfalos, con apenas 4 o 5 años ya eran capaces de guiar a las bestias por dónde ellos querían, cuando nos vieron se acercaron corriendo para ver que hacíamos por allí.
Las casas del pueblo son todas muy humildes, pero la gente está feliz, o al menos eso es lo que parece. Me llama la atención la cantidad de colegios que hay en Laos, los vemos por todas partes, normalmente el único edificio de ladrillo que vemos en los pueblos es el colegio.
Aunque se pierda tiempo en llegar hasta este valle no nos arrepentimos en absoluto de haber venido hasta aquí, además de disfrutar de la cueva hemos descubierto un lugar auténtico y tranquilo al que no llegan más de 10 viajeros al día y que todavía conserva una verdad que el turismo de masas no ha roto.
Menos mal que no sabíamos todavía lo que nos costaría salir de este valle, porque el día que nos espera tiene tela.
Sobre las 17:00 de la tarde llegamos a Kong Lor, una aldea perdida en lo más profundo de un valle rodeado de puntiagudas y afiladas montañas, nuestro valle encantado. El atardecer tiñó de rojo las negras paredes de las cumbres que encierran el valle, al poco de llegar se hizo de noche.
A la mañana siguiente comenzó nuestro viaje a las profundidades. Habíamos leído muchísimo sobre la grandiosa cueva que atrae a unos cuantos curiosos hasta este remoto lugar, en mi interior tenía el presentimiento de que quizás podía no ser tan impresionante como nos la habíamos imaginado, sobre todo después de lo vivido en la cueva de Vang Vieng, en la que afloraron emociones desconocidas hasta entonces.
Pero la cueva de Kong Lor no defrauda, os lo garantizamos. La cueva tiene 7 kilómetros de largo y es atravesada por un río subterráneo, para cruzar este túnel natural es necesario ir en barca. La sensación de ir avanzando río arriba, adentrándote en las entrañas de la montaña es indescriptible.
La cueva se encuentra en total oscuridad por lo que la falta de referencias visuales te hace sentir cómo si fueras flotando en el vacío. Por momentos es difícil saber dónde está arriba, abajo, izquierda o derecha, aquí todo es negro. A veces con la tenue luz de la linterna que te dan los barqueros consigues intuir alguna roca que termina pasando a escasos centímetros de la barca a toda velocidad. La luz del guía es mucho más potente que la nuestra y de vez en cuando puedes ver como el haz de luz se pierde en el infinito, cuando esto ocurre la cueva parece no tener fin. Antes de la mitad del recorrid se encuentra una zona iluminada, es la que menos me gustó, en parte rompe toda esa magia de ir perdido en la oscuridad más absoluta. El resto de la gruta continúa en la penumbra hasta que de repente se ve la luz al final del túnel, la salida por el otro punto de la gruta es de película.
De nuevo afiladas cumbres negras te están esperando al pie del río que discurre rodeándolas en unos meandros espectaculares.
Por la tarde nos dedicamos a patear por las cercanías de la aldea. El pueblo es muy pequeño y aunque los caminos son muy polvorientos y te pongas de tierra hasta las cejas es algo que no te debes perder si has llegado hasta aquí.
Hay niños por todas partes. Nos encontramos unos pequeños pastores que estaban al cargo de un rebaño de búfalos, con apenas 4 o 5 años ya eran capaces de guiar a las bestias por dónde ellos querían, cuando nos vieron se acercaron corriendo para ver que hacíamos por allí.
Las casas del pueblo son todas muy humildes, pero la gente está feliz, o al menos eso es lo que parece. Me llama la atención la cantidad de colegios que hay en Laos, los vemos por todas partes, normalmente el único edificio de ladrillo que vemos en los pueblos es el colegio.
Aunque se pierda tiempo en llegar hasta este valle no nos arrepentimos en absoluto de haber venido hasta aquí, además de disfrutar de la cueva hemos descubierto un lugar auténtico y tranquilo al que no llegan más de 10 viajeros al día y que todavía conserva una verdad que el turismo de masas no ha roto.
Menos mal que no sabíamos todavía lo que nos costaría salir de este valle, porque el día que nos espera tiene tela.