Una semana de agosto en Bulgaria. ✏️ Blogs de BulgariaRecorrido de una semana por Bulgaría con un grupo, incluyendo Sofía, Plovdiv, los tres monasterios más importantes y algunos otros puntos del país.Autor: Artemisa23 Fecha creación: ⭐ Puntos: 5 (8 Votos) Índice del Diario: Una semana de agosto en Bulgaria.
01: Itinerario y preparativos.
02: Viaje y llegada a Sofía.
03: El Monasterio de Troyan.
04: Veliko Tarnovo.
05: Arbanasi.
06: Etara o Etar, Complejo Arquitectónico y Etnográfico al aire libre.
07: Shipka: Paso de montaña e Iglesia Rusa.
08: Kazanlak: réplica de la tumba tracia y Museo de las Rosas.
09: Costa del Mar Negro: Burgas. Nesebar, Patrimonio Mundial (I).
10: Nesebar (II). Iglesias y playas.
11: Plovdiv (I).
12: Plovdiv (II).
13: Monasterio de Bachkovo.
14: Sofía (I).Primera parte de mi recorrido por la capital búlgara.
15: Sofía (II). Segunda parte de mi recorrido por la capital búlgara.
16: Iglesia de Boyana y Museo Nacional de Historia.
17: Monasterio de Rila.
18: Regreso a casa, resumen y conclusiones.
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Etapas 16 a 18, total 18
Iglesia de Boyana y Museo Nacional de Historia.Después de almorzar en Sofía, visitamos la Iglesia de Boyana y el Museo Nacional de Historia. Después de almorzar en Sofía, fuimos a visitar la Iglesia de Boyana y el Museo Nacional de Historia, para lo cual tuvimos que trasladarnos a las afueras. El perfil en Google Maps es el siguiente:
Iglesia de Boyana. La Iglesia de Boyana se encuentra a unos nueve kilómetros del centro de la capital, al pie del macizo montañoso de Vithosa. Se puede ir perfectamente en transporte público. Catalogada como Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO desde 1979, se la considera una de las visitas imprescindibles en Bulgaria. Está ubicada en un parque que cuenta con árboles notables por su porte, algunos enormes. Se trata de un edificio con dos plantas y tres alas. La más antigua consta de un ábside con bóveda de crucería y fue construida a finales del siglo X o principios del siglo XI. En el siglo XIII, durante el II Imperio Búlgaro, se añadió el ala central, mientras que el ala oeste data de mediados del siglo XIX. Desde el exterior, se aprecian bastante bien las distintas fases.
Conviene reservar previamente, ya que se accede por turnos, con un máximo de ocho personas, que pueden permanecer no más de 10 minutos en el interior. Lo mejor de la iglesia son sus fantásticos frescos, realizados en el siglo XIII sobre otros más antiguos, y que suponen los ejemplos más completos y mejor conservados de su época en la Europa oriental. En total, suman 89 escenas con 249 figuras humanas. Se desconoce el autor, aunque se supone que pertenecía a la escuela de Tarnovo. La iglesia cuenta, además, con otros frescos más recientes, de los siglos XIV. XVI y XVII, así como de 1832. Fueron restaurados en diversas etapas durante el siglo XX.
Las pinturas son todas impresionantes, pero las que más me gustaron fueron una escena en un barco y otra que representa al zar Cosntantino y a la zarina Irina con la iglesia en sus manos (preciosa, me encantaron los vestidos y las caras de los personajes). En el interior no se puede hacer fotos, pero una amiga me ha pasado dos que conserva.
Museo Nacional de Historia de Bulgaria. Está situado muy cerca de la Iglesia de Boyana, a unos siete kilómetros del centro de la capital, en el entorno de la Montaña Vithosa. Es el mayor museo búlgaro y desde el año 2000 ocupa la que fue residencia del presidente Todor Zhikov durante la etapa soviética. El edificio cuenta con varios jardines, está restaurado y presenta un aspecto imponente, sobre todo la escalera principal y la sala más grande, con una enorme lámpara en medio de un impresionante techo de madera labrada.
De los más de 650.000 objetos que reúne el museo, solo se exhiben unos 10.000. Se articula en tres plantas y está ordenado cronológicamente. La planta baja está dedicada a tienda, guardarropa, servicios y exposiciones temporales. La planta primera es la más interesante, pues abarca la mayor parte de la historia búlgara, desde la prehistoria hasta el fin de la dominación otomana, pasando por los periodos tracio, griego, romano, bizantino y búlgaro medieval.
Las amenas explicaciones de la guía nos ayudaron a entender el gran valor de algunas de las piezas expuestas, sin las cuales la visita sin duda nos hubiera resultado menos entretenida. Entre lo más destacado se puede mencionar una escultura de la Madre Tierra de unos 6.500 años de antigüedad, el Tesoro Tracio de Panagyurishte, del siglo III a.C. y un Fresco del Juicio Final del siglo XV.
La segunda planta está dedicada a la historia búlgara desde 1878, tras la liberación de la dominación turca. Ya sin la ayuda de la guía, confieso que a esta parte no le presté demasiada atención. Sin embargo, sí pasé un buen rato en la planta baja, contemplando una pequeña muestra sobre la evolución de la indumentaria de hombres y mujeres a lo largo del tiempo. Me encantó, al recordarme a mi infancia, cuando hacía una colección de pegatinas de vestidos femeninos desde la prehistoria. Creo recordar que se obtenían al comprar unos chicles. Todavía debo tener el álbum guardado en alguna parte. Lástima los reflejos de los cristales que han estropeado las fotos.
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Monasterio de Rila.Visita del Monasterio de Rila el más grande e importante de Bulgaria. Es Patrimonio de la Humanidad. El programa del último día del viaje a Bulgaria constaba de visita al Monasterio de Rila por la mañana y tarde libre en la capital. Personalmente, me apetecía hacer la ruta de senderismo de los 7 Lagos de Rila, así que nada más tener la confirmación del viaje me puse a investigar para, como he hecho otras veces, plantearme la jornada por mi cuenta, pero sin perderme la visita al Monasterio. Encontré una opción interesante a través de Civitatis, que ofrecía una excursión a ambos lugares en la misma jornada con guía en español. Sin embargo, mi gozo en un pozo, ya que el único día que yo podía era un sábado, justo cuando no había salidas. Traté de hallar otras opciones, incluso a través de agencias locales. En GetYourGuide, localicé una que me podía servir, e hice la reserva con cancelación gratuita. Incluía transporte con conductor en inglés, una hora de parada en el Monasterio de Rila y continuación hasta el teleférico que lleva hasta el lugar donde comienza la ruta senderista, que se hacía totalmente por libre. Cinco horas después, el conductor esperaba al grupo en el mismo punto para regresar a Sofía. Al ir sola, le di muchas vueltas a la cabeza. Me puedo defender en inglés, ese no era el problema, y el sendero en sí tampoco me pareció difícil, pero en un sábado de agosto estaba claro que la ruta estaría petada y me daba miedo retrasarme al coger el teleférico y que se me marchase el transporte (leí comentarios de gente que le había pasado). Entre eso y el tremendo calor, finalmente, decidí cancelar y cumplir el programa con el grupo. Lo sentí, si bien por las fotos y videos que vi tampoco me pareció un paisaje de esos excepcionales, cuya imagen me hubiese atrapado sin remedio (como el de Landmannalaugar, en Islandia, por ejemplo), pues he estado en lagos parecidos. Podría decir que otra vez será, pero hoy por hoy no lo creo, la verdad.
De camino hacia el Monasterio de Rila.
El Monasterio de Rila. Sin duda es otra de las citas ineludibles en Bulgaria. Se encuentra a unos 117 kilómetros de la capital y está catalogado como Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO desde 1983.
Se tarda casi dos horas en llegar, pues, aunque la mayor parte del recorrido se hace por autovía, los últimos treinta kilómetros transcurren por una virada carretera de montaña, en el profundo valle del río Rilski. El paisaje es realmente bonito, sobre todo en un día tan soleado como aquel.
Se trata del cenobio más importante y grande del país y también el más visitado tanto por turistas como por locales. Igual que en los demás monasterios, a su alrededor hay un montón de tenderetes ofreciendo de todo.
Fue fundado en el siglo X por Iván de Rila, quien se retiró a las montañas para vivir como un eremita en el hueco de un árbol con forma de féretro. Su fama de santo se extendió y pronto llegaron otros hombres que querían seguir su ejemplo y recibir su instrucción, para lo cual crearon el monasterio, aunque él nunca lo habitó, pues prefirió vivir modestamente en una cueva. Fue canonizado por la iglesia ortodoxa con el nombre de San Juan de Rila. Tras su muerte, su tumba se convirtió en lugar de peregrinación y la fama del monasterio fue creciendo, al igual que su tamaño.
Un señor feudal lo reconstruyó a principios del siglo XIV, fecha de la que solo se conservan la torre, una pequeña iglesia, el trono del obispo y las puertas con grabados. Tras la llegada de los turcos en el siglo XIV, el monasterio fue saqueado. En 1469, tras su reconstrucción, se trasladaron allí las reliquias de su fundador. En adelante, fue refugio de la lengua y la cultura búlgaras. Un incendio lo devastó en 1833, lo que obligó a su reedificación entre 1834 y 1862 mediante donaciones particulares y de la nobleza.
Se encuentra en un recinto fortificado de forma pentagonal, con acceso por cualquiera de sus dos puertas, aunque conviene hacerlo por la principal para deleitarse con la panorámica al completo en el primer vistazo. Pese a que había mucha gente, al cruzar la puerta de entrada, la estampa del claustro me dejó fascinada, tanto por los edificios y sus colores como por el paisaje montañoso que asoma al fondo iluminado por el sol. Me encantó.
Los alojamientos de los monjes se encuentran en dos edificios porticados con arcos blancos rematados con líneas rojas. En el centro de un patio empedrado, se alza la iglesia, rodeada por unas galerías laterales, de anchas rayas blancas y negras (¿o son azules?), cuyo propósito es proteger los frescos que cubren los muros y las cúpulas con frescos de santos, martirios, juicios finales, escenas bíblicas, castigos divinos, criaturas demoniacas con forma de esqueletos montando caballos famélicos; incluso un dragón rojo con siete cabezas escupiendo fuego de color blanco…
Era inútil que me quisieran explicar la historia de cada escena, ¿para qué? Lo que me apetecía era pasearme entre las pinturas, contemplándolas, interpretándolas a mi modo y tomando fotos por aquí y por allá.
La iglesia está construida con ladrillos, a rayas rojas, blancas y negras. En el interior, compuesto por una nave y dos capillas completamente pintadas, se me repitió de nuevo la sensación de oscuridad, de que casi había que desvelar a tientas el contenido de los murales, ennegrecidos por el paso del tiempo y el humo de las velas. Dentro no se permite hacer fotos, pero siempre puede caer alguna enfocando desde la puerta, como las que me cedió una amiga. En cualquier caso, me gustó más el brillante exterior que el interior.
La torre-campanario se alza a la izquierda de la iglesia y es uno de los elementos más antiguos del complejo, pues data de 1334. Su nombre, Hrelyova, se refiere al señor feudal que reconstruyó el monasterio en el siglo XIV. Mide 23 metros de altura y durante los meses de verano se puede subir a ella pagando una entrada. Naturalmente, dado mi gusto por alturas, allá que fui. En el interior, se ven algunos frescos bastante deteriorados y también una capilla en el quinto piso, tras unos cristales. Sin embargo, no se puede salir a la terraza, con lo cual las panorámicas desde las pequeñas ventanas de la última planta no fueron lo que me esperaba.
En el Monasterio, hay tres museos: el de historia, el de los iconos y el de las cocinas. En el primero, destaca la Cruz de Rafael, de 1803, con 36 escenas bíblicas y 600 figuras humanas diminutas. No se permiten las fotos. En los museos, se paga entrada aparte.
También crucé la puerta opuesta y, además de ver una bonita estampa del río, me topé con un enjambre de puestos y tenderetes en los que se vendían todo tipo de productos. Solo piqué para probar una especie de bollo caliente, que, según afirmaban los panaderos de allí, constituye el desayuno tradicional de los búlgaros. No me supo mal. Me recordó vagamente a la masa de los churros, aunque un poco más densa.
En cuanto a la indumentaria, no se permiten los pantalones cortos ni los hombros al aire, pero se puede ir con pantalones por la rodilla perfectamente. Sin embargo, son implacables en cuanto a fumar en el interior del recinto del Monasterio y no solo en los interiores sino también en los exteriores. A este respecto, presencié la bronca tremenda que recibió una señora por intentar cruzar la puerta exterior con un cigarro encendido. Le hicieron apagarlo, pues si no lo hacía, no entraba.
Cuando terminamos en el monasterio, fuimos a almorzar a un restaurante rural, situado a la orilla del río. Un sitio muy agradable, aunque fue donde más caras nos cobraron las cervezas (seis levas), sobre todo las pequeñas, un botellín tenía el mismo precio que un bote, algo que justificó el camarero con el sospechoso argumento de que el cristal es más caro. En fin, me dieron ganas de llevarme el casco… Tomamos lentejas y un guiso de ternera con verduras de la zona montañosa. No estaban mal, pero tanto un plato como otro, yo los preparo mejor . Después, regresamos a Sofía.
Etapas 16 a 18, total 18
Salimos de madrugada rumbo al aeropuerto, facturamos la maleta y pasamos el control de seguridad que debe tener el detector de metales con demasiada sensibilidad, ya que pitamos casi todos, incluso descalzos. Ya pensaba que tendría que pasar en cueros . Tomamos el picnic que nos había preparado el hotel y esperamos el embarque cotilleando en las tiendas del dutie free. Me sobraban 15 levas y compré una botella de vino blanco local. Todavía no lo he probado. El vuelo de la compañía Bulgaria Air salió y llegó en hora, sin ninguna incidencia digna de mención. Durante el vuelo, nos dieron una botella pequeña de agua, un bocadillo, una bebida y una chocolatina.
Resumen y conclusiones. Antes de ir, había leído comentarios contradictorios de gente que había visitado Bulgaria, a algunos les había gustado y a otros, no tanto o nada. En fin, hay que conocer los sitios para opinar, si bien tampoco es justo calificar todo un país por una visita de una semana o de dos, aunque, en el mismo tiempo, en otros destinos, lo he tenido más claro.
En mi opinión, Bulgaria es un país interesante que merece la pena conocer, pero también se necesita ir con una mentalidad abierta y sabiendo las limitaciones de lo que hay para ver. Porque Bulgaria tiene ciertas carencias que, supongo, se deben a la época de dominación otomana, durante la cual se destruyó gran parte de un patrimonio histórico y medieval que ha sido preciso reconstruir y no siempre se ha hecho con acierto. Así que los monumentos realmente antiguos y las obras originales escasean más que en otras partes. En cuanto a los paisajes, aunque las zonas montañosas son muy bonitas, no terminan de sorprender. Y las ciudades están bien, pero no enamoran. Por eso quizás tampoco aguanta bien las comparaciones con otros países, ni siquiera con sus vecinos.
Lo que más me gustó fueron los monasterios y las iglesias pintadas con sus espléndidos frescos, si bien en su mayoría suelen ser más recientes de lo que te esperas en un principio. También estuve muy a gusto en Plovdiv, una ciudad encantadora y con mucho ambiente. Sofía cuenta con historia, bonitos edificios, museos interesantes y resulta muy accesible moviéndose en metro, pero me dio la sensación de que en el centro lo interesante se acaba pronto.
La comida, con sus influencias balcánicas, griegas y turcas, está bastante bien, salvo que no te gusten las ensaladas: entonces lo llevas chungo porque el tomate y el pepino son parte sempiterna del primer plato. Por lo demás, tienen guisos, carne de cerdo y de ternera, arroces, verduras… También tienen pescado en la zona del Mar Negro. Los quesos son fuertes y las aceitunas están riquísimas. Hay mucha fruta, variada y buena. Y, claro, el yogur. Y la salsa agria. El café, en general, es malo; y en el desayuno no entienden que quieras tomar una taza grande con leche caliente. Además, no falta la cocina internacional en las ciudades, las hamburgueserías de siempre, los kebaps y los restaurantes italianos.
En cuanto al carácter de los búlgaros, he oído muchas cosas. Suele decirse que son muy secos, incluso antipáticos, lo que, a primera vista, puede resultar cierto, si bien conozco personalmente a personas de allí y son muy buena gente. Es cierto que no prodigan sonrisas y que te pueden echar una buena bronca por cualquier tontería, dejándote con cara de póker, pero se ablandan si haces el intento de decirles algo en su idioma, por ejemplo, “blagodarya”, que significa gracias. Al pronunciarlo, te salía cualquiera sabe qué, pero tras varios intentos trataban de corregirte, se lo tomaban con humor y te contaban que ellos también utilizan el más sencillo “merci”.
Por mi experiencia, no hay que confiarse con las tarjetas de crédito, pues en muchos sitios (incluidos restaurantes) no las admiten, así que conviene llevar siempre efectivo cambiado. Vi el diésel a 2,5 levas el litro, algo más bajo que en España, pero no demasiado; igual que lo demás. Las gangas ya no existen, al menos en los lugares turísticos. Las carreteras no están mal en general y hay un par de autovías gratuitas.
Por lo demás, me pareció un país bastante seguro, pues anduve sola, incluso de noche, por Burgas, Plovdiv y Sofía sin ningún problema. En resumen, me alegro de haber ido a Bulgaria; además, creo que el país está haciendo un gran esfuerzo por embellecer las ciudades y recuperar su patrimonio cultural e histórico. Me ha faltado mucho que ver, claro está, pero, al menos de momento, volver no lo considero una de mis prioridades viajeras.
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