Crónicas de Galápagos ✏️ Blogs de Ecuador

“Más chulo que nadie, ¿no?. Pierdes el avión, alargas el viaje, felicidades. ¿Y ahora qué?, dos meses por delante, ¿para hacer qué?. Sabes perfectamente que el mes y medio de viaje te ha salido por una pasta y ahora ¿dos meses más?. ¿Cómo te lo vas a montar?. ¿Se te ha ido la olla?”. La mente programada volvía a actuar a máxima potencia. Sabía que, en parte, no me estaba engañando y eso me tenía inquieto pero la vocecita aportaba un aire de tranquilidad balsámica. “Vamos a experimentar. De hecho, ya lo estás haciendo. Vuelve a Floreana. Tranquilo, confía en ti”. Ajena a esta batalla interior entre luces y sombras, la lancha “Andy” continuaba cortando suavemente las olas sin modificar el rumbo ni un milímetro. El perfil de Floreana se volvía a dibujar de nuevo en la distancia.

Llegamos al muelle y paseamos hasta Playa Negra, esta vez sin guía. Floreana empezaba a desprender un ligero aire familiar. Sin reserva de ningún tipo (como de costumbre) fuimos a buscar habitación en el único alojamiento de la isla, un pequeño hotel situado en Playa Negra. “¿100$ la noche?”. Erika, la directora del hotel sonreía mientras se fijaba en nuestras caras de póker y nuestras mochilas. “Tengo una habitación que les puedo dejar en 50$”. Miré el dinero que me quedaba, trescientos dólares. “¿Lo ves?, te lo dije y tú ni puto caso. Aquí no hay bancos ni cajeros. ¡Aquí no hay nada!. ¿Qué cojones vamos a hacer?. Ya lo sé, vuelve a Santa Cruz cuanto antes, allí hay cajeros”. La mente programada andaba cagadita hasta arriba pero sentía que su opinión ya no pesaba tanto. Era como si la vocecita, cansada de tantos miedos y hábitos adquiridos, hubiera tomado el mando en Floreana. “Tranquilo, confía en ti. Aquí y ahora. ¿Vamos al agua?”. Cerré los ojos y me sumergí en las aguas de una Playa Negra desierta. Sentí su frescura y su atmósfera tierna y protectora y me dejé envolver por todo aquello sin importarme en absoluto los trescientos dólares que me quedaban.

*** Imagen borrada de Tinypic ***

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Oriol también venía con ganas de desconectar de todo, incluso del viaje turístico que llevábamos haciendo desde hacía tres semanas, pero el plan se torció nada más llegar y conectarse a internet. Temas laborales le tuvieron enganchado al ordenador y a la red durante varios días. A ello se sumó una inesperada sensación de nostalgia por su pareja. “Collons, nano, ¡!quina merda!!”, el pobre andaba agobiado por ese estado de ansiedad y nunca llegó a poder conectar con Floreana como quería. Paradójicamente, el estado de Oriol potenciaba el mío. El pasaba muchas horas frente al ordenador y eso me daba el tiempo y el espacio necesarios para ir conociendo Floreana al ritmo que la vocecita marcaba. Sin prisas de ningún tipo, sin presiones externas, sin planes. Tan sólo observando y sintiendo, sumergido en la relajante soledad de Floreana.

El sol caía a plomo y las “calles” de Puerto Velasco estaban desiertas. Parecía el único habitante de Floreana mientras caminaba hacia ninguna parte. El estómago empezaba a rugir y me paré en el Corona. “¿Hay alguien?”. Una mujer de unos cuarenta años apareció con cara de pocos amigos. “¿Tienen almuerzo?”. “Sopa de pollo y ceviche mixto, 10$”. Me senté en una de las mesas, un tejado de láminas de zinc y cuatro troncos clavados en tierra hacían las funciones de terraza con vistas a la calle.

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Me encontraba bien. A pesar de llevar pocos días en Floreana no me sentía extraño en este lugar. “Buen provecho”. Unos locales que estaban construyendo una casa de madera al lado del Corona se sentaron y me miraron con curiosidad. “Cuatro almuerzos, Doña Vero”. La mujer con cara de pocos amigos cambió el semblante y les sonrió abiertamente. “¿De visita por Floreana, amigo?, ya lleva varios días por aquí, ¿no?”. Patricio era del continente, de Bahía. Llevaba un mes en Floreana haciendo trabajos de carpintería en la casa que se estaba construyendo. “Aquí pagan mejor que en el continente”, no dejaba de repetir. Rubén trabajaba las superficies de fibra y Giovanni y Miguel hacían de todo, los tres eran galapagueños. Me invitaron a sentarme con ellos y acepté encantado la oportunidad de dejar el Galápagos de las playas bonitas, los lobos marinos, las tortugas, los pingüinos, las aguas transparentes, los tours turísticos…. para entrar en el Galápagos local del día a día. “Por aquí se gana el doble que en el continente pero todo cuesta el doble”, Patricio continuaba con su cantinela económica mientras Rubén asentía con la cabeza. “La familia en el continente, Floreana es muy solitaria….y no hay hembras”, Giovanni ponía cara de circunstancias. “!Tú qué dices!, ¡si te gustan los hombres!”, añadió Rubén mirando a Giovanni al tiempo que soltaba una sonora carcajada. “Mira, colorao. A Giovanni lo llaman “la baronesa” porque le gustan todos los culos. Vigila”. Nos reímos los cuatro al unísono. “El colorao”, así se me conocería en la isla durante los próximos días.

Mirando hacia el sur desde Playa Negra se observa una estrecha lengua de tierra que corta el mar. Una pequeña bahía y una playa minúscula rodeadas por rocas volcánicas conforman un paraje de lo más atractivo. “¿Qué es eso de ahí, Rubén?”. “Lo llaman La Lobería. Ahí no hay nada”. Me quedé observando La Lobería en la distancia. “Habrá que ir a echar un vistazo”, pensé.

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“Todo está bien. No pienses mucho. Siente y vive a tu manera. Aquí y ahora”. Esa era la sensación que me envolvía en Floreana. Así la sentía, y tan sólo el hecho de poder sentirla y ser consciente de ello ya era suficiente para sentirme bien. Playa Negra me ponía las cosas fáciles en este aspecto. Tan sólo su presencia, el mero hecho de estar ahí y yo con ella, ejercía un potente efecto magnético sobre mí. Playa Negra era como una maestra maternal. A lo largo de los días que llevaba en Floreana, cada vez que se me disparaba la mente programada complicándome la vida (el buey Zen que la Taberna me había enseñado) ella me reprendía cariñosamente. “Pequeñín, ¿todavía no te has dado cuenta de que la vida puede ser tan sencilla como tú te propongas que sea?. Observa, desapégate de tu pasado y confía en ti”.

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Lo cierto es que para los habitantes de Floreana todavía no era nadie en concreto. En Floreana todavía no tenía etiquetas externas del tipo clase social, ideología, estatus económico, estudios, profesión, carácter, pasado….., ninguna tarjeta de presentación que me hiciera actuar guardando las apariencias de manera inconsciente. No es que renegara de mi pasado pero parecía que necesitaba un ligero afinado para vivir mejor el presente. Sentía como si la isla me estuviera ofreciendo la oportunidad de revisar tranquilamente aquellos aspectos de mí que me estaban complicando la vida sin yo quizás saberlo. En Floreana tan sólo era “el colorao” y eso me proporcionaba una extraña sensación de agrado. Desconcertada, en Floreana la mente programada andaba más bien calladita hasta el momento y a su vez, la vocecita se lo estaba pasando teta. “!!Ole, ole y ole!!. ! Continuemos jugando!”.

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“Mañana ya volvemos a Santa Cruz, ¿no?”, Oriol me miraba con cara de incertidumbre. Tras pagar la habitación y las comidas de los días pasados en Floreana me quedaban tan pocos dólares como ganas de irme de la isla. Oriol quería volver al continente para pasar una semana en el Amazonas ecuatoriano antes de volver a Philadelphia. “¿Tú qué haces, Xavi?”. “Me quedo aquí”. “¿Cómo lo vas a hacer?, no te queda nada y no puedes sacar dinero”. “Voy a ver si me dejan quedar aquí a cambio de trabajar para ellos”, respondí convencido. “¿Sabes lo que haces?, Erika parece una mujer dura, te va a hacer trabajar de lo lindo si es que te ofrece algo. Yo no me fiaría mucho”. Oriol hablaba en el mismo idioma que mi mente programada. Dudas, miedos, desconfianza. A la vocecita todo eso le importaba un carajo y sonreía con agrado “Bieeeen. ¡Vamos a experimentar!”.

“¿Quedarte aquí sin pagar?, ¿Y qué sabes hacer?”. Erika me miraba con cara de sorpresa pero parecía que no cerraba la puerta a mi oferta. “¿Qué necesitas?”, le pregunté confiado. Erika conocía mi vida en el Montseny. “A veeeeer. Español e inglés fluido, gestión de reservas, atención al cliente, relación con administraciones públicas, mantenimiento de instalaciones…..creo que algo encontraremos para tí”. Sonreí abiertamente viendo como todo seguía fluyendo sin resistencias. “Si puede ser me gustaría hacer algo sencillo y que me deje tiempo para mí”. Sentí con total claridad como la vocecita estaba dirigiendo la situación mientras la mente programada seguía en silencio. Nos encontrábamos en el comedor del hotel rodeados por grandes ventanas que daban a la Playa Negra. “Estos cristales tienen más mierda que el palo de un gallinero”, sugerí mirando a mi alrededor. Erika se puso a reír. “No se hable más, los cristales son cosa tuya. Trabajarás por las mañanas. A cambio, habitación y tres comidas”. Mientras se alejaba escuché a Erika añadir “El palo de un gallinero, jajaja. Por cierto, hay ciento ochenta y ocho cristales en el hotel. Lo sé porque yo también los he limpiado”.

Rodeado por el silencio del solitario comedor los cristales todavía parecían más grandes. Los observé con detenimiento y la mente programada se disparó como una ametralladora. “¿Limpiar cristales?, ¿Tú?. ¿No has podido encontrar nada mejor?. Se te ha ido la olla, vaya tela”.

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Salí al exterior en busca de aire fresco, renovado, y me topé con la enigmática Playa Negra. Las olas rompían con fuerza arrastrando la negra arena a su paso. Volví a percibir aquel sonido que me recibió el día que llegué a Floreana. Aquel día que decidí perder el vuelo de vuelta a Barcelona para prolongar mi estancia sin poner fechas. Y sentí como una sensación de calma absoluta me invadía aplastando los absurdos comentarios de la mente programada.

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“Ha estat de puta mare. Bona sort, nano”. Tras un mes de recorrido, experiencias y confidencias por Galápagos nuestros caminos volvían a separarse. Oriol salía hacia el amazonas ecuatoriano antes de ir en busca de su “nena” y yo me quedaba en Floreana. Recordamos nuestra última despedida un año atrás. Curiosamente también fue en una isla, la isla Holbox del Yucatán mexicano. Un sentido abrazo y una sonrisa de complicidad rubricaban una nueva despedida. “Que no se apague la llama, amic meu”, Oriol gritó desde la lancha mientras se alejaba hacia Santa Cruz. Y una sensación de serena soledad me atrapó mientras volvía sobre mis pasos hacia una Playa Negra donde sabía que ningún familiar ni ningún amigo me esperaban. Una Playa negra donde ciento ochenta y ocho cristales se iban a convertir en silenciosos espectadores del duelo entre mi vocecita interior y mi mente programada. Una batalla que, afrontada desde la serenidad que sentía, podía llegar a ser incluso un juego divertido. Todo ello con el entorno natural de isla Floreana como improvisado campo de batalla.

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En el comedor del hotel hay un pequeño museo donde se muestra la historia del matrimonio Wittmer. Me vino a la memoria la misteriosa historia que explicó Eduardo, el guía con el que hicimos el tour diario a Floreana, sobre Rolph y Margret Wittmer, un matrimonio alemán que en 1932 decidió romper la rutina acomodada de Alemania para venir a una todavía salvaje isla Floreana. Una serie de láminas de gran tamaño relataban la llegada de los Wittmer a Floreana, su adaptación a las duras condiciones de la isla, su encuentro con los Ritter, otra pareja alemana que tomó la misma decisión un año antes, la llegada de una misteriosa baronesa a la isla con sus amantes, las tensiones entre ellos, extrañas desapariciones y muertes, el nacimiento de una niña, Ingebord Floreanita Wittmer, la primera nativa documentada de Floreana. Toda una serie de acontecimientos que conformaban una historia increíble donde las palabras “necesidad”, “supervivencia” y “aprendizaje” se escribían con mayúsculas. Una frase de Margret Wittmer presidía una de las láminas.

“No sabíamos nada y lo aprendimos todo. La necesidad es la mejor maestra de la vida”.[i]

Fascinado, continuaba leyendo la historia de los Wittmer cuando una fotografía captó mi atención. Una niña de unos cinco años con ricitos rubios y mirada penetrante…Ingebord Floreanita Wittmer. Ingebord debería tener ahora unos ochenta años si es que todavía vivía. Me intrigaba conocer a los descendientes de ese matrimonio alemán que llegó a Floreana. Enfrascado en mis pensamientos Erika apareció por el comedor. “¿Cómo estás, baby?. El tono despreocupado de la pregunta me hizo sentir bien. “Erika, esta mujer, Ingebord. ¿Todavía vive en Floreana?”. Erika me miró fijamente sonriendo. “Claaaarooo”. “¿Dónde la puedo encontrar?, pregunté intrigado. Erika señaló hacia una puerta soltando una carcajada. “En la cocina, como siempre”. “¿Cómo?”, no entendía nada y de repente caí en la cuenta de que, desde mi llegada a Floreana, nunca pregunté el nombre del hotel en el que estaba. Erika sonreía viendo lo despistado que andaba hasta que ligué cabos. “Entonces, tú….”, “Soy Erika Wittmer, nieta de Margret Wittmer, Ingebord es mi madre. Estás en el hotel Wittmer, baby. ¿Ya te situaste?”.

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En Playa Negra el sol se estaba poniendo y la arena todavía estaba caliente. Los grupos de turistas de tour diario a Floreana ya habían partido hacia Santa Cruz y Playa Negra volvía a su atmósfera de silencio y quietud. Una mujer de unos ochenta años paseaba por la playa acompañada por dos perros jóvenes que no paraban de saltar a su lado. Al pasar junto a mí se detuvo mirándome fijamente. “¿Usted va a trabajar aquí?”, “Sí”, respondí con una sonrisa. Alzó la mirada hacia un grupo de fragatas que surcaban el cielo. “Empieza a las siete y media, el desayuno es a las siete. No a las siete y cinco, a las siete”. Su mirada infundía respeto. La mujer continuó su paseo sin sonreir ni un ápice mientras refunfuñaba “Aquí todos dicen que van a trabajar y nadie hace nada”. Este fue mi primer encuentro con Ingebord Floreanita Wittmer, la Señora Floreana, y no iba a ser el último.

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