Me quedo mirando absorto el teléfono como esperando oirlo sonar, y que una voz me diga cual es la mejor decisión a tomar. Miro de reojo la bota de esquí que antes era un pie, y trato de respirar. Miro a la derecha, y advierto que el hombre de una pareja que estaba sentada a mi derecha en segundo plano, observando discretamente la escena, se levanta y se me acerca. Me dice que él puede ir a comprarme una tarjeta telefónica, con gusto. Se lo agradezco mucho y le doy los 3000 colones (6$) que cuesta. Me quedo recopilando teléfonos que necesito para tenerlos a mano, y luego voy a dar una vuelta. Al volver, la mujer dulcemente me dice que no me preocupe que su marido vuelve enseguida, a lo que le respondo que no estoy preocupado en absoluto, y que muchas gracias.
Aparece el estetoscopio panameño al que le digo que okey a pasar la noche, pero que la operación va a ser que no. Contesta que él acaba la jornada, pero que antes de irse hablará con el jefe de administración para que lo organize, y que ya me avisarán cuando esté todo preparado.
Vuelve Abelardo Avilés con la tarjeta, y me ayuda a llamar a la Cía de seguros. Le explico de nuevo a Juan Miguel el robótico, que es imposible enviarle un fax, y le informo que en el seguro contratado figura el derecho a asistencia sanitaria, traslado, etc. Le pregunto si me sacarán de Puntarenas y enviarle los informes a la mañana siguiente, y me responde que no me promete nada, y que ya ha hablado con el corresponsal de la zona. Le respondo que vale, vale, dando el caso por perdido, y pensando que por el momento no voy a salir de allí.
Vienen a buscarme un par de bedeles del hospital, que me introducen en la “oficina”, una habitación amarillenta de apenas 10 m2, con mobiliario de época y prehistórico material de oficina, despacho del jefe administrativo, un hombre de unos 60 años con impermeable contra la humanidad, que me dice que ya tiene preparado el internamiento, a lo que instintivamente le pregunto que cuanto cuesta. El señor se me queda mirando, y me dice que pensaba que ya había dicho que sí, pero me contesta: 540 colones (1$). Ante mi asombro y la sonrisa, añade mil!, 540.000 (1000$). Como sobra cualquier conversación más, le digo que gracias, y que rechazo la invitación al aposento en su Hospital, a lo que me contesta que no me puedo ir sin abonar los servicios prestados: consulta médica, placas, etc. Le digo que me haga la cuenta, la cual me notifica al cabo de un buen rato, y que asciende a un importe de 120$. Le dejo el dinero encima de la mesa mientras le digo que me haga la factura y me de la placa y los informes médicos, a lo que me responde que eso es imposible porque pertenecen al Hospital, y que el médico no está. Retiro el dinero de la mesa y en tono paternal le hablo sin darle un respiro durante media hora del sentido común, la razón, la sensatez, y haciéndole ponerse en mi lugar le explico que estoy seguro que si el va a una ferretería a comprar tornillos y los paga, han de darle los tornillos, y que aunque por supuesto no dude de su honradez, es como darle el dinero a un vendedor a cambio de nada. Creo que más por el dinero de vuelta a mi bolsillo que por el discurso, me dice que hablando se entiende la gente, que todo se puede arreglar, y me hace un duplicado de los informes, me prepara las radiografías, y me expide unos recibos en su máquina de escribir de mercado de pulgas. Le doy el dinero y la mano, le pido permiso para pernoctar esa noche en los bancos de las estancias de espera del Hospital porque me es imposible dar un paso, y salgo del cuchitril, pasando entre mesas, pasillos, pacientes, visitantes, y el personal del Hospital, en dirección al patio sala de espera donde se encuentra el teléfono público, y mis sueños.
Allí siguen Abelardo y su esposa esperando. Me pregunta y les cuento. Me dicen que ellos ya marchan contentos porque los resultados del dengue son negativos, y me ofrece llevarme a unas cabinas (habitaciones) de una española que conocen, o si quiero, a su literalmente humilde casa, a pasar la noche. Declino su oferta agradeciéndoselo de corazón, pero pensando en que no debo moverme del lugar donde se me puede localizar, y porque pienso que es una molestia para ellos y ya han hecho mucho. Se despiden, y él me dice que se levanta a las 6 de la mañana, y que vendrá para ver si necesito algo, y que si quiero, más tarde podemos buscar un sitio desde donde enviar el fax de los informes. Me despido de ellos diciéndoles que estoy bien, que de acuerdo con lo del fax, y que me alegro del resultado negativo de las pruebas.
Es de madrugada y las salas y los patios se han quedado semivacíos. El personal y vigilantes del hospital se han acostumbrado a mi presencia, así que durante un par de horas me dedico a rodar e ir a tomar el aire y fumar, hasta que me levanto a la pata coja, me enrollo la bandolera en el cuello haciéndola servir de almohada, y poniendo la mano encima, me tumbo en uno de los bancos del patio a las puertas del departamento de Rayos X, durmiéndome con la narración a unos pasos de mí, de una mujer policía a otra chica de una película de buenos y malos, con encañonamientos, balacera, resistencia, contusiones, ...
Dormito un par de horas y despierto con la silla de ruedas desaparecida. Son sobre las 5 de la mañana, y solo se ve alguna figura borrosa tumbada o alguna sombra de pie, pero ningún sanitario. Pasa uno con bata como si no me viera, pero no se me escapa, y le pido una silla de ruedas que echo en falta. Me la consigue y sigok rodando, hasta que sobre las 6, mientras fumo en el aparcamiento abierto de las ambulancias, aparece Abelardo trayéndome cepillo y pasta de dientes, y diciéndome “vamos a desayunar”. Pasamos por la sala de admisión para pedir permiso para sacar la silla, y me lleva a una soda abierta al otro lado de la calle. Sólo tomo café, compro tabaco, pido cambio de monedas, y regresamos por donde hemos venido hasta la entrada principal del Hospital donde quedamos en que volverá sobre las 8. Me cepillo los dientes, pero no puedo cepillarme el tufo a sudor, a hospital, a silla de ruedas, a la ropa de dos días.
Decido insistir con la Cía de seguros para no dar tregua, y pensando que ya habrá cambiado el turno y no me encontraré con el androide Juan Miguel. Alguien responde, y al oir Costa Rica, ya no me preguntan quien soy ni el número de expediente, y me pasan con otra persona. Le pregunto por la situación, y me dicen que están en ello pero me reiteran los informes. Le digo que trataré de enviárselos más tarde, y que por favor estén pendientes de mi caso.
Las salas de espera se han vuelto a llenar, así que ruedo, hablo, respondo, río, y muchas de las personas con las que hablo, me ofrecen sus móviles, ir a comprarme lo que necesite, y maldicen ese sistema que los mal atiende a ellos y a mí me pide 1000$ por una noche de estancia. Me intereso por los dengues, bromeo con un joven buceador hooligan que, mientras otros pacientes ríen con las bromas, me pregunta de que equipo soy y me dice que el es ultra del Madrid, barra brava del Boca, y fanático de un equipo tico, mientras poniéndose de espaldas se levanta la camiseta para enseñarme el tatuado nombre de su equipo que le cubre toda la espalda. Se sienta y me cuenta que bucea para pescar róbalos y marisco que luego vende, y yo le cuento otras historias. Voy a fumar un cigarrillo y le pido que me avise si suena el teléfono público porque espero una llamada del seguro. Al volver me pregunta que dónde he ido a fumar, y me pide que le invite a un cigarrillo. Mientras, hablo con otros, y paso el tiempo sentado en mi silla de ruedas, con mi bota de esquí de carne y huesos rotos.
Ruedo y se me acerca un enfermero que me pregunta si he comido algo, y que me invita al comedor a almorzar, pero agradeciéndoselo, le digo que estoy bien, y prosigo hacia la entrada donde he quedado con Abelardo y con la expectativa de enviar los putos informes. Mientras espero, solo miro la gente, los que entran al hospital, los que van al cajero automático de al lado, padres y niños, vendedores de mamones y ocotes, loteros, mendigos... Le pido cambio en monedas a una lotera, que me da encantada porque se quita peso de encima, y vuelvo a llamar a los seguros y a mis compañeros de viaje. Irene me dice que salen en un rato, y en la Cía de seguros hablo por primera vez con Sonia, un ángel de la guarda. Escucha y comprende y me alivia saber que lleva mi expediente y oirle decir que se solucionará el tema. Gracias Sonia, y espero que sepan la suerte que tienen en esa Cía., de que ella trabaje con ellos.
Abelardo, el tico, es vendedor de una empresa llamada Dos Pinos, que vende mercaderías a comercios, pulperías (tiendas pequeñas), sodas, etc., y por eso aparece más tarde de la hora de la cita. Esta vez no preguntamos y riéndonos carga en su coche la silla y yo me siento sobre la ristra de pedidos de Abelardo en el asiento del copiloto. Me lleva a Chacarita a ver a su amiga Wendy que tiene internet. El barrio de plantas bajas es clavado a los barrios suburbiales de pandilleros de cualquier ciudad de USA, pero con las viviendas rodeadas de verjas, rejas, y alambradas. Después de que los hijos pequeños descerrojen el portalón de la entrada, pasamos a una habitación de la casa con 2 o 3 ordenadores, una barra desnuda de bar, alguna mesa y sillas, y una televisión gigante, donde Wendy se enfrasca en escanear los informes hasta oir la palabra fax, del que no dispone. Acabamos mandando los informes escaneados a mi correo, y guárdandolos en su ordenador hasta que hable con el seguro y me confirmen que se les puede mandar a través de esa vía. Abelardo, me lleva a 3 o 4 lugares más pero, o el fax o está roto o no admiten envíos internacionales, por lo que regresamos al hospital con la silla de ruedas.
Mientras hablo con Sonia, el ángel de la guarda de mi seguro, que por supuesto me acepta el envío vía mail de los informes, noto una mano en mi hombro y las voces de Cristóbal e Irene. Llamo a Wendy para darle la darle las gracias por todo. Nos quedamos los cuatro hablando un rato con la incorporación de un vigilante del Hospital, al que Abelardo le hace ver lo honrados que somos puesto que la silla de ruedas está de vuelta, y nos montamos todos en su coche en dirección a las cabinas (hostal) de una amiga suya, que responde por el flamenco nombre de María Vargas “La española”. La señora María, nos abre los cerrojos de su casa en camisón blanco y dejándonos paso a un rótulo frente a la entrada con la siguiente inscripción “Sólo para damas. Academia de esteticien y maquillaje” Las estancias, son como un decorado de obra de teatro, con muebles austeros de imposible descripción, y con verjas con cerrojos y cancelas de barrotes en vez de puertas. Nos pregunta si queremos habitación con ventilador o con aire acondicionado, un poco más cara, y después de escoger una de esta última categoría, nos introduce en una que nos da una bofetón de naftalina. Le pido una imperial y le pedimos algo de comer, y cuando nos deja solos con la mareante habitación, nos reimos imaginando a la señora de la mansión en el rol de “viejecita indefensa”.
Después de conseguir darme una ducha reparadora a duras penas, y de contactar otra vez con Sonia, que me ha informado de que está en la tarea de conseguir vuelos inmediatos de regreso a Barcelona para mí y Cristóbal, salimos al comedor, dónde la señora María nos ameniza contándonos retazos de su vida. Nos cuenta que es dos veces viuda de españoles, nos realiza un recorrido de añoranza por Estepona y la España franquista, con lágrimas en los ojos, y nos relata el atraco que sufrió dos meses atrás, y en el que tras haber abierto la fortaleza al oir el timbre y responderle una señora mayor, fue encañonada por las metralletas de tres encapuchados, que la maniataron y taparon la cabeza junto a todos los huéspedes que había en el hostal. Nos comenta que la trataron cortesmente y sin hacerle daño pero que se llevaban todo, hasta que una vez fuera mientras los maleantes cargaban el botín en los coches robados, tuvieron que salir corriendo entre la maleza dejando todas las cosas, ya que vecinos suyos alertados y pertrechados con todo tipo de armamento, empezaron a balear a los malhechores. Lo vívido de la película, nos llevó a imaginar un complot de la propia ama de la casa para desplumar a sus huéspedes, pero lo cierto es que, después de una siesta de 4 horas, volví a quedar rendido toda la tranquila noche, sospecho que drogado por los vapores de la naftalina.
Aparece el estetoscopio panameño al que le digo que okey a pasar la noche, pero que la operación va a ser que no. Contesta que él acaba la jornada, pero que antes de irse hablará con el jefe de administración para que lo organize, y que ya me avisarán cuando esté todo preparado.
Vuelve Abelardo Avilés con la tarjeta, y me ayuda a llamar a la Cía de seguros. Le explico de nuevo a Juan Miguel el robótico, que es imposible enviarle un fax, y le informo que en el seguro contratado figura el derecho a asistencia sanitaria, traslado, etc. Le pregunto si me sacarán de Puntarenas y enviarle los informes a la mañana siguiente, y me responde que no me promete nada, y que ya ha hablado con el corresponsal de la zona. Le respondo que vale, vale, dando el caso por perdido, y pensando que por el momento no voy a salir de allí.
Vienen a buscarme un par de bedeles del hospital, que me introducen en la “oficina”, una habitación amarillenta de apenas 10 m2, con mobiliario de época y prehistórico material de oficina, despacho del jefe administrativo, un hombre de unos 60 años con impermeable contra la humanidad, que me dice que ya tiene preparado el internamiento, a lo que instintivamente le pregunto que cuanto cuesta. El señor se me queda mirando, y me dice que pensaba que ya había dicho que sí, pero me contesta: 540 colones (1$). Ante mi asombro y la sonrisa, añade mil!, 540.000 (1000$). Como sobra cualquier conversación más, le digo que gracias, y que rechazo la invitación al aposento en su Hospital, a lo que me contesta que no me puedo ir sin abonar los servicios prestados: consulta médica, placas, etc. Le digo que me haga la cuenta, la cual me notifica al cabo de un buen rato, y que asciende a un importe de 120$. Le dejo el dinero encima de la mesa mientras le digo que me haga la factura y me de la placa y los informes médicos, a lo que me responde que eso es imposible porque pertenecen al Hospital, y que el médico no está. Retiro el dinero de la mesa y en tono paternal le hablo sin darle un respiro durante media hora del sentido común, la razón, la sensatez, y haciéndole ponerse en mi lugar le explico que estoy seguro que si el va a una ferretería a comprar tornillos y los paga, han de darle los tornillos, y que aunque por supuesto no dude de su honradez, es como darle el dinero a un vendedor a cambio de nada. Creo que más por el dinero de vuelta a mi bolsillo que por el discurso, me dice que hablando se entiende la gente, que todo se puede arreglar, y me hace un duplicado de los informes, me prepara las radiografías, y me expide unos recibos en su máquina de escribir de mercado de pulgas. Le doy el dinero y la mano, le pido permiso para pernoctar esa noche en los bancos de las estancias de espera del Hospital porque me es imposible dar un paso, y salgo del cuchitril, pasando entre mesas, pasillos, pacientes, visitantes, y el personal del Hospital, en dirección al patio sala de espera donde se encuentra el teléfono público, y mis sueños.
Allí siguen Abelardo y su esposa esperando. Me pregunta y les cuento. Me dicen que ellos ya marchan contentos porque los resultados del dengue son negativos, y me ofrece llevarme a unas cabinas (habitaciones) de una española que conocen, o si quiero, a su literalmente humilde casa, a pasar la noche. Declino su oferta agradeciéndoselo de corazón, pero pensando en que no debo moverme del lugar donde se me puede localizar, y porque pienso que es una molestia para ellos y ya han hecho mucho. Se despiden, y él me dice que se levanta a las 6 de la mañana, y que vendrá para ver si necesito algo, y que si quiero, más tarde podemos buscar un sitio desde donde enviar el fax de los informes. Me despido de ellos diciéndoles que estoy bien, que de acuerdo con lo del fax, y que me alegro del resultado negativo de las pruebas.
Es de madrugada y las salas y los patios se han quedado semivacíos. El personal y vigilantes del hospital se han acostumbrado a mi presencia, así que durante un par de horas me dedico a rodar e ir a tomar el aire y fumar, hasta que me levanto a la pata coja, me enrollo la bandolera en el cuello haciéndola servir de almohada, y poniendo la mano encima, me tumbo en uno de los bancos del patio a las puertas del departamento de Rayos X, durmiéndome con la narración a unos pasos de mí, de una mujer policía a otra chica de una película de buenos y malos, con encañonamientos, balacera, resistencia, contusiones, ...
Dormito un par de horas y despierto con la silla de ruedas desaparecida. Son sobre las 5 de la mañana, y solo se ve alguna figura borrosa tumbada o alguna sombra de pie, pero ningún sanitario. Pasa uno con bata como si no me viera, pero no se me escapa, y le pido una silla de ruedas que echo en falta. Me la consigue y sigok rodando, hasta que sobre las 6, mientras fumo en el aparcamiento abierto de las ambulancias, aparece Abelardo trayéndome cepillo y pasta de dientes, y diciéndome “vamos a desayunar”. Pasamos por la sala de admisión para pedir permiso para sacar la silla, y me lleva a una soda abierta al otro lado de la calle. Sólo tomo café, compro tabaco, pido cambio de monedas, y regresamos por donde hemos venido hasta la entrada principal del Hospital donde quedamos en que volverá sobre las 8. Me cepillo los dientes, pero no puedo cepillarme el tufo a sudor, a hospital, a silla de ruedas, a la ropa de dos días.
Decido insistir con la Cía de seguros para no dar tregua, y pensando que ya habrá cambiado el turno y no me encontraré con el androide Juan Miguel. Alguien responde, y al oir Costa Rica, ya no me preguntan quien soy ni el número de expediente, y me pasan con otra persona. Le pregunto por la situación, y me dicen que están en ello pero me reiteran los informes. Le digo que trataré de enviárselos más tarde, y que por favor estén pendientes de mi caso.
Las salas de espera se han vuelto a llenar, así que ruedo, hablo, respondo, río, y muchas de las personas con las que hablo, me ofrecen sus móviles, ir a comprarme lo que necesite, y maldicen ese sistema que los mal atiende a ellos y a mí me pide 1000$ por una noche de estancia. Me intereso por los dengues, bromeo con un joven buceador hooligan que, mientras otros pacientes ríen con las bromas, me pregunta de que equipo soy y me dice que el es ultra del Madrid, barra brava del Boca, y fanático de un equipo tico, mientras poniéndose de espaldas se levanta la camiseta para enseñarme el tatuado nombre de su equipo que le cubre toda la espalda. Se sienta y me cuenta que bucea para pescar róbalos y marisco que luego vende, y yo le cuento otras historias. Voy a fumar un cigarrillo y le pido que me avise si suena el teléfono público porque espero una llamada del seguro. Al volver me pregunta que dónde he ido a fumar, y me pide que le invite a un cigarrillo. Mientras, hablo con otros, y paso el tiempo sentado en mi silla de ruedas, con mi bota de esquí de carne y huesos rotos.
Ruedo y se me acerca un enfermero que me pregunta si he comido algo, y que me invita al comedor a almorzar, pero agradeciéndoselo, le digo que estoy bien, y prosigo hacia la entrada donde he quedado con Abelardo y con la expectativa de enviar los putos informes. Mientras espero, solo miro la gente, los que entran al hospital, los que van al cajero automático de al lado, padres y niños, vendedores de mamones y ocotes, loteros, mendigos... Le pido cambio en monedas a una lotera, que me da encantada porque se quita peso de encima, y vuelvo a llamar a los seguros y a mis compañeros de viaje. Irene me dice que salen en un rato, y en la Cía de seguros hablo por primera vez con Sonia, un ángel de la guarda. Escucha y comprende y me alivia saber que lleva mi expediente y oirle decir que se solucionará el tema. Gracias Sonia, y espero que sepan la suerte que tienen en esa Cía., de que ella trabaje con ellos.
Abelardo, el tico, es vendedor de una empresa llamada Dos Pinos, que vende mercaderías a comercios, pulperías (tiendas pequeñas), sodas, etc., y por eso aparece más tarde de la hora de la cita. Esta vez no preguntamos y riéndonos carga en su coche la silla y yo me siento sobre la ristra de pedidos de Abelardo en el asiento del copiloto. Me lleva a Chacarita a ver a su amiga Wendy que tiene internet. El barrio de plantas bajas es clavado a los barrios suburbiales de pandilleros de cualquier ciudad de USA, pero con las viviendas rodeadas de verjas, rejas, y alambradas. Después de que los hijos pequeños descerrojen el portalón de la entrada, pasamos a una habitación de la casa con 2 o 3 ordenadores, una barra desnuda de bar, alguna mesa y sillas, y una televisión gigante, donde Wendy se enfrasca en escanear los informes hasta oir la palabra fax, del que no dispone. Acabamos mandando los informes escaneados a mi correo, y guárdandolos en su ordenador hasta que hable con el seguro y me confirmen que se les puede mandar a través de esa vía. Abelardo, me lleva a 3 o 4 lugares más pero, o el fax o está roto o no admiten envíos internacionales, por lo que regresamos al hospital con la silla de ruedas.
Mientras hablo con Sonia, el ángel de la guarda de mi seguro, que por supuesto me acepta el envío vía mail de los informes, noto una mano en mi hombro y las voces de Cristóbal e Irene. Llamo a Wendy para darle la darle las gracias por todo. Nos quedamos los cuatro hablando un rato con la incorporación de un vigilante del Hospital, al que Abelardo le hace ver lo honrados que somos puesto que la silla de ruedas está de vuelta, y nos montamos todos en su coche en dirección a las cabinas (hostal) de una amiga suya, que responde por el flamenco nombre de María Vargas “La española”. La señora María, nos abre los cerrojos de su casa en camisón blanco y dejándonos paso a un rótulo frente a la entrada con la siguiente inscripción “Sólo para damas. Academia de esteticien y maquillaje” Las estancias, son como un decorado de obra de teatro, con muebles austeros de imposible descripción, y con verjas con cerrojos y cancelas de barrotes en vez de puertas. Nos pregunta si queremos habitación con ventilador o con aire acondicionado, un poco más cara, y después de escoger una de esta última categoría, nos introduce en una que nos da una bofetón de naftalina. Le pido una imperial y le pedimos algo de comer, y cuando nos deja solos con la mareante habitación, nos reimos imaginando a la señora de la mansión en el rol de “viejecita indefensa”.
Después de conseguir darme una ducha reparadora a duras penas, y de contactar otra vez con Sonia, que me ha informado de que está en la tarea de conseguir vuelos inmediatos de regreso a Barcelona para mí y Cristóbal, salimos al comedor, dónde la señora María nos ameniza contándonos retazos de su vida. Nos cuenta que es dos veces viuda de españoles, nos realiza un recorrido de añoranza por Estepona y la España franquista, con lágrimas en los ojos, y nos relata el atraco que sufrió dos meses atrás, y en el que tras haber abierto la fortaleza al oir el timbre y responderle una señora mayor, fue encañonada por las metralletas de tres encapuchados, que la maniataron y taparon la cabeza junto a todos los huéspedes que había en el hostal. Nos comenta que la trataron cortesmente y sin hacerle daño pero que se llevaban todo, hasta que una vez fuera mientras los maleantes cargaban el botín en los coches robados, tuvieron que salir corriendo entre la maleza dejando todas las cosas, ya que vecinos suyos alertados y pertrechados con todo tipo de armamento, empezaron a balear a los malhechores. Lo vívido de la película, nos llevó a imaginar un complot de la propia ama de la casa para desplumar a sus huéspedes, pero lo cierto es que, después de una siesta de 4 horas, volví a quedar rendido toda la tranquila noche, sospecho que drogado por los vapores de la naftalina.