Hoy hay planes acuáticos y terrestres, a saber, una visita a las cercanas (10 kms) cascadas de Tad Sae, y la obtención de los billetes de bus para mañana, miércoles 5, a Vang Vieng, 273 kilómetros al sur, con una estimación de 5 horas de trayecto a través de las montañas.
Tras machacar a fotos a la ronda de monjes azafranes en su cuestación de comida a los fieles devotos arrodillados, que se ha convertido en una atracción más de Luang Prabang cada día a primera hora de la mañana, le pedimos precio a un tuctuquero por "excursión waterfalls Tad Sae".
La rebaja no es mucha, pero es, de manera que los 150 del principio, se quedan en 120 mil kips (12 eu). Montamos, pero luego pasamos de mano en mano, o mejor dicho de tuctuc a songthaew, porque por alguna razón los tuctucs no te llevan, y el monopolio está en manos de las camionetas. Transbordados de vehículo, el chofer se dirige a un punto de control de la orilla del río, donde da el parte y dinero, a una señorita en una mesa bajo un cartel con menú de tours, donde el plato waterfalls Tad Sae marca 150 mil kips. Acabadas las gestiones, tomamos rumbo al sur, comprendiendo por las cuestas, la imposibilidad de los tuctucs. Realiza dos paradas más antes de la llegada, un control en otra mesa en la carretera, en la que presenta un libro de autorizaciones, seguro, o lo que sea, y un peaje, que paga el chofer, media hora después ya casi al final.
Desde la zona de parking del tuctuc en medio de una aldea, se baja a la orilla del río, y se pagan 10 mil kips por el ticket de una canoa a motor, que por el peso de la sobrecarga de gente, va tan a ras del río, que al atracar han de sacar unos cuantos cubos de agua.
Llega en 10 minutos, navegando río arriba hacia la otra orilla, hasta el amarre casi al lado del espectacular punto donde las cascadas vierten el caudal al Mekong, que descienden escalonadas, formando graderías entre los árboles y la vegetación. En una de ellas unos metros más arriba, se forma una balsa más amplia y mansa, donde está indicado el punto de baño, que no desaprovechan los visitantes para darse un chapuzón.
El agua está perfecta, y es un placer remojarse y tomar algo luego, en las mesas de piedra al lado de los 2 o 3 chiringuitos que hay. Un poco más abajo, los elefantes cruzan por en medio de las graderías de agua, portando a los que han decidido montarse. Estuvimos 1 hora y media más o menos, pasando un buen rato, antes de tomar camino de vuelta hasta la bus station en las afueras de la ciudad, donde bajamos tras pagarle lo convenido al taxista.
En la estación, la única taquilla abierta, nos expide cómodamente 2 billetes a Vang Vieng por 33 dólares ambos, para el Vip bus de las 9 de la mañana. El sol pega, pero salimos contentos y nos metemos en el vacío y tranquilo mercado chino que hay unos pocos metros abajo, frente a la estación, donde perdemos el tiempo trasteando con la mercadería de los puestos, y realizando una única compra, una afilada navaja china que me cuesta 4 euros, tras un mínimo regateo por medio de una calculadora, china claro.
En la carretera, un tuctuc con un solo chaval de pasajero, para a nuestro lado y nos ofrece llevarnos al centro por 10 mil kips. Nos ahorrarnos la caminata, y en 10 minutos pisamos de nuevo Sisavangvog Road.
Con unas cervezas, y un pescado a la parrilla, ensartado en un trozo de bambú, y envuelto en hoja de banano, nos vamos felices al balcón del hotel, mientras en mi bolsa, descansa el rey de picas que se descubrió al darle una patada a la carta boca abajo tirada en mitad de la calle.
De la siesta, corta pero profunda, me despiertan los tambores budistas de los templos cercanos, que son graves y retumban como los de Calanda. Al rato cesan, y salimos a por un café y el chute dulce de un pastel de plátano y chocolate, que no sé porqué, me hace pensar en el bocadillo Elvis, o “ fool's gold loaf”, elaborado con un bote de mantequilla de cacahuete, otro de mermelada de uva, ½ kilo de tocino frito, y algunos plátanos caramelizados, y llamado así por la adicción del bulímico Elvis Presley a este explosivo sándwich regado con botellas de Dom Perignon, y por el que en alguna ocasión se dice, gastó buenas sumas de dinero por el antojo de traerlo o ir en jet privado, al restaurante 5 estrellas de Denver, inventor de esta bomba. En fin divagaciones.
Luego, derivamos. Luang Prabang es turística, pero es una ciudad de deriva. Se anda sin pisar a fondo, sin dejar huella, porque es liviana y no cargas losa; aunque eso sí, cuando llegas, sorprende encontrarte una ciudad burguesa y refinada como ésta, porque no concuerda con lo que uno se imagina, o quizás sea la mayor parte de Laos.
Avanzamos en dirección contraria al mercado, donde la calle cambia de nombre a Sakkaline Road, y el ruido mengua progresivamente. Sandra se mete en un locutorio, mientras a mí fuera en la puerta, se me cruza el loco del pueblo, un monje azafrán espigado y quijotesco, pero sin pelo, barba, armadura, caballo y lanza, que recorre las aceras, colocando objetos en su sitio; en el sitio de su cabeza no del objeto, porque los objetos no tienen sitio, o mejor dicho tienen el que uno les de.
El monje, le da la vuelta a un casco, endereza un papel, saca el apoyapiés de una moto, inclina una lata, pone en fila objetos varios, junta o desune, y sigue recorriendo la calle, ubicando cosas hasta el infinito, igual que el universo. Supongo que es budismo extremo lo de este monje, loco del pueblo.
Seguimos en la noche, y damos una vuelta a la manzana, que aquí son dos ríos. Elegimos uno y nos vamos al hermano mayor Merkong, donde unos juegan a la petanca nocturna, y otros ven la tele en la intimidad de sus rincones. Es gustosa Luang Prabang, o quizás es el ritmo de vida que tiene.
Ya en la amiga terraza de madera, antes de acostarme para levantar y marchar, escribo esto, bebo beerlao, la tinta de mi rotulador se agota, y escucho a los vecinos que hablan mientras ven la tele reunidos, en medio del callejón. Mañana será otro día en otro sitio. Quedan 11 días para volver.