Despierto con la sensación de que alguien me observa, pero solo son las chafarderas montañas cubiertas, que miran hacia el balcón de la habitación, lo que hace, tal como dije en la despedida de ayer, que la percepción de Vang Vieng ya cambie. Debajo, está el puente gratuito de madera para saltar el brazo del río, que da acceso a la isla con sus aguas y sus palmeras, aunque sería más correcto decir, con sus bungalós.
Lo primero es la vital cafeína, que nos resucita en una bakery-bar de la calle, donde la valoran, disuelta en un expreso a 1'5 euros y en un café con leche a 2.
La cafeína absorbida, nos hace patear, hasta toparnos con las dos bombas que marcan la entrada al puente de peaje de Vang Vieng, donde a los pies de la ventana de una planta baja, a través de la que se ve un bebé haciendo piruetas al lado de una tele encendida, un hombre con una mesa y unos tickets, nos pide los 2000 kips (20 cms) que cuesta atravesar el acueducto.
Pasado ese puente, cualquier parecido con la Vang Vieng del otro lado es pura coincidencia. Caminos de tierra entre campos, y arrozales entre el río y la cadena montañosa, que dan paso a viviendas y animales sueltos entre la vegetación, mujeres conversando o comiendo, niños y adultos que caminan o pedalean, campesinos, algún monje, plantas, una motocicleta, y todas las especies acabadas en -íptero y en -óptero …
Los pies no paran, y en un cartel que pone "cuevas", obedecemos la flecha que hace saltar una rústica valla de troncos, y seguir la vereda entre campos de arroz que va a la cordillera. Los campos en maduración, en poco tiempo listos para la cosecha, ya muestran muchas plantas con las espigas de granos dorados.
El sendero es un goce que acaba en apenas 1 kilómetro y poco, al llegar al pie de la sierra, en un par de caballetes y un tablón, donde un par de tipos están sentados bajo un cartel que informa “Entry the cave”: 10 mil kips. Uno de ellos se levanta, coge una bolsa y sin decir nada, empieza a caminar delante nuestro hasta llegar a un peñasco unos 300 metros más adelante;
se mete en una brecha en la roca con suelo de lodo, me alarga una linterna, se descalza, y juntando los hombros, desciende restregándose por una fisura negra en la parte inferior de la pared. Alumbro al agujero, veo los palos a modo de escalera y sombras del tipo, tres o cuatro metros más abajo, con agua por los tobillos; me descalzo, tiento con los pies los resbaladizos palos con barro, me imagino restregándome con la cámara, la bolsa, y la ropa de salir a tomar café, y me digo y le decimos, que mejor en otro momento.
Reandamos los arrozales, la aldea, y nos reponemos de la emocionante precueva y del paseo, con una beerlao y un batido de frutas en el balcón interior con vistas de un bar frente a la escuela, bajo la atenta mirada desde la pared, de Marx, Lenin, y Ho Chi Minh, rodeados de hoces y martillos.
Liquidamos económicamente Laos, cambiando 40 dólares por 320 mil kips, y pagándole a la familia del Orchid Guesthouse, las dos noches de alojamiento (160 mil kips), y dos billetes conjuntos a Nong Khai en Tailandia por 90 mil kips (9 eu) cada uno, con salida de Vang Vieng en el Vip Bus de las 10 de la mañana hasta Vientiane, para coger el Bus internacional que te pasa al otro lado de la frontera, hasta la estación de buses de Nong Khai.
Frente a los descampados de hierba y árboles de las escuelas, comemos en un restaurante con estrellas de David, y un shalom en la pared. El socorrido arroz con verduras y pollo, unos rollos de primavera y las dos beerlao de rigor.
En los patios, o mejor dicho, en los campos de recreo, se observa como los escolares montan en bicicleta, corren o juegan a fútbol, bajo la sorprendente música de rock duro que suena por los altavoces. Nuestra actividad acaba pronto, un rulo por las calles, unas cervezas en un bar Aussie con buena música de fondo, y el trecho hasta las sillas del balcón de la habitación.
Desde esa atalaya, veo únicamente las ristras de luces navideño-festivas en la negrura, que se chivan de la posición de la música electrónica o house, que pincha alguien por las chozas de la isla, y que rebotando en las montañas, hace competencia a la música más suave de una azotea, dos bloques a la izquierda de mi balcón. Ahí me quedo yo, y el día.