No hizo falta que sonara el despertador aquella mañana. Con los primeros rayos de sol el singular canto de los indris de Analamazaotra resonaba por cualquier rincón de Feo’ny Ala, sacando de la cama hasta al viajero más perezoso. En la recepción del hotel Natalie y Françoise, una pareja de franceses con quienes habíamos quedado la noche anterior para ir con el mismo coche al Parque Nacional de Mantadia y abaratar costes, nos esperaban ya en una zona del hotel. Allí estábamos los cuatro, impacientes y esperando al conductor una hora hasta que hizo aparición el hombre.
Aquí no viene nadie…
A las 8 en punto partíamos las dos parejas en dirección al parque nacional de Mantadia junto a Sted, el joven que nos guió el día anterior por Analamazaotra. Durante otra hora entera no tuvimos más remedio que ir saltando dentro del vehículo que circulaba por una carretera en muy mal estado, toda encharcada a consecuencia de las intensas e insistentes lluvias de los últimos días.
A la entrada del parque uno se hacía la idea de lo que iba a ser la visita, el denso paisaje nos lo advertía, y tras un rato deliberando con la otra pareja finalmente optamos por la ruta de dos horas y media, pues nos aseguraron que en esa veríamos varias especies de lémures sin cansarnos excesivamente y con algo de suerte podríamos incluso ver algún fossa.
Comienzo de la ruta que íbamos a realizar
Fue cruzar un pequeño puente de madera y entrar de lleno en la selva. El desgaste de las pisadas de los visitantes marcaba un pequeño sendero del que en numerosas ocasiones había que desviarse para adentrarse entre matojos y lianas en busca de algún animal que había escuchado Sted y escasos minutos más tarde ya estábamos empezando a disfrutar de la fauna. Volvimos escuchar a los indris y a ver algún sifakka de diadema y un montón de lémures pardo común.
Un lemur pardo común
Un sifaka de diadema
En una ocasión nos adentramos en lo más denso de la selva por una zona en la que la distancia entre los árboles apenas permitía a uno pasar entre ellos sin quedar encajado en medio y la espesa capa de hojas secas en el suelo nos hacía tener que levantar mucho las piernas al andar sin saber lo que iba a pisar.
La espesa jungla
En uno de los momentos del trayecto Sted se acercó corriendo a un árbol hueco con un agujero en el tronco y nos hizo un gesto para que nos acercásemos en silencio; había visto algo. Cogió una piedra y empezó a dar golpes suavemente en el tronco esperando que de allí saliese algo, pero tras unos minutos repitiendo aquel gesto y cuando ya pensábamos que ahí dentro no había nada, un ser diminuto se asomó lenta y tímidamente por aquel agujero que era ahora la ventana de su casa. Con los ojos medio cerrados, señal de que le estábamos interrumpiendo su siesta, y movimientos rígidos como si de un teleñeco se tratase, el animal nocturno, que era un lemur de minle-edwars nos miró a todos de arriba a abajo con una mezcla de resignación e indignación, y cuando se dió cuenta de que éramos unos pesados turistas a punto de cegarle con tanto flash tan lentamente como había salido se volvió a meter. No parecía tener mucha prisa, pero si mucho sueño. El gracioso animal nos dejó una sonrisa en la cara y continuamos la marcha.
El pobre lemur nocturno
La ruta era corta pero estábamos realmente satisfechos por estar viendo tantos animales aquella mañana en tan poco tiempo. Mientras caminábamos y hablábamos entre nosotros nos dimos cuenta que Sted llevaba un rato parado mirando a lo alto de los árboles observando algo y sin que nos dijese nada empezamos a mirar todos hacia el mismo lugar. Había tantos árboles y tan altos que era imposible visualizar nada. Nos preguntábamos qué era lo que miraba con tanto ahínco hasta que por fin el guía levantó el dedo en una dirección y gritó: ¡ahí están! ¡dos fossa!. ¿Fossa? ¿El depredador más grande de Madagascar? No podía creer que tuviésemos tanta suerte de encontrar no uno, sino dos, pues se trata de un animal que muy pocas veces se deja ver. Tras unos minutos mirando a todos los lados sin encontrarlos, finalmente los vi. Estaban sentados entre las ramas más altas de los árboles, a unos 20 metros de altura y camuflados entre las hojas. Parecía que nos observaban también a nosotros.
La pareja de fossa
Su gran agilidad para trepar, saltar y cazar o su carácter solitario recuerdan mucho a los felinos, aunque no pertenecen a la misma familia. Su pelaje es muy corto, posee garras retráctiles, una cola muy larga y bigotes sensoriales. Se alimenta de pájaros, lémures y otros pequeños mamíferos, aunque se ha ganado muy mala fama en Madagascar por atacar animales domésticos y entorno a él también existen numerosas leyendas.
Mirada del fossa
El hallazgo bien mereció la pena estar allí un rato contemplándoles aunque nos dejásemos el cuello en ello. Hasta Sted se mostraba sorprendido, ya que muy raramente conseguía ver a “el fossa”. Hoy en día se encuentra en una situación muy delicada pues la desaparición de su hábitat ha hecho disminuir el número de ejemplares.
Seguimos con el recorrido con una inmensa satisfacción, viendo muchos más lemures pardo común, ranas y algún martín pescador, y dos horas y media más tarde estábamos atravesando ya el mismo puente del principio del recorrido; habíamos llegado al final.
Un martín pescador
La parte de la visita a las cascadas que habíamos pensado en un primer momento la tuvimos que suprimir pues nuestros compañeros franceses tenían algo de prisa por hacer el check out, por lo que reanudamos la vuelta al pueblo. Qué contentos veníamos en el coche comentando todo lo que habíamos visto.
Sería a mediodía cuando llegamos otra vez al hotel, donde en la puerta de la cabaña, y por si no hubiésemos tenido bastante, un camaleón de Parson nos dió la bienvenida, aunque no fue fácil encontrarlo…
¿Dónde está el camaleón?
Aquí tenemos al camaleón de Parson
Luego por la tarde lo único que hicimos fue ir a un ciber de Andasibe a dar señales de vida y comunicar a nuestros familiares que el viaje oficial había terminado, que el día siguiente empezábamos el camino en dirección a Tsiroanomandidy donde Julián nos esperaba para mostrarnos toda la tarea de la ONG Fami Bongolava.
Dando noticias desde el ciber
Con la tarea realizada dimos la vuelta hacia el hotel, y como no conseguimos encontrar ningún coche que nos acercarse tuvimos que andar 40 minutos por la carretera. El paseo fue largo, aunque aprovechamos para hacernos unas cuantas fotos, entre ellas con una ravenala madagascariensis (la planta endémica de Madagascar y presente en su escudo nacional), y hacer sed para la bien merecida cerveza que nos bebimos después en la terraza de Feo’ny ala donde nos relajamos hasta el atardecer. El día finalmente había sido bastante completo.
Con la ravenala
Como era la última noche visitando animales, uno de los principales motivos de este viaje a Madgascar, decidimos no mirar precios y celebrar el fin de la aventura con una botella de vino de Sudáfrica. Aunque el extenso comedor no era precisamente íntimo pudimos disfrutar de la velada hablando de lémures, sifakas, camaleones y fossas. Poníamos un punto y seguido al viaje “de placer” y pasaríamos al apartado solidario, el que nos ofrecería otra clase de emociones, y muchas. Solamente nos había faltado una cosa: encontrar la maldita rana tomate…
Brindando por el viaje