20-6-08, viernes
Nos levantamos, repetimos desayuno y salimos a comprar agua y algún comistrajo para el camino. Salimos hacia Trinidad. Todo el rato llevamos el coche lleno de gente. Dos circunstancias se repiten en muchos de nuestros pasajeros: tienen familiares en las Canarias y su queja fundamental es no poder salir del país y ver mundo. Varios nos hacen una afirmación curiosa: "sabemos que España es más bonita que Estados Unidos". Nos preguntan por la temperatura que suele hacer aquí y alucinan cuando les explicamos que en invierno bajamos de cero y en verano pasamos muchas veces de 35. "¡Qué de ropa tenéis que tener!". Pues sí. Demasiada. Adentrándonos ya en la Sierra de Escambray y en el Valle de los Ingenios, llevamos a un padre y a una abuela con un bebé muy pequeñito que no se despierta a pesar de los súper baches del camino. Cuando llegamos a su pueblo la abuela nos regala un mango enorme y madurito. Cogemos a otros tres pasajeros. Uno es un chaval que nos llevará hasta la misma puerta de la casa en la que nos hospedamos. Los otros dos son dos señores mayores muy educados. Justo cuando se van a bajar nos preguntan que qué pensamos de los Testigos de Jehová. Les decimos que nada en especial. Nos dicen que ellos lo son. Al poco, tras una loma, aparece el mar. Llegamos a destino, paramos lo necesario, y echamos a andar. Hace un calor horrible. Buscamos la Plaza Mayor. Nos medio perdemos. Una señora nos echa una maldición por no darle dinero. Medio deshidratados entramos a un restaurante. Comemos, bebemos y agradecemos las dos horar de rigor que pasa entre que te atienden, te sacan la comida y te cobran. Andamos. Por el centro sólo se puede andar. No hay coches ni bicitaxis. Curioseamos por las ventanas de las casas coloniales: techos altísimos de madera, la tele puesta, una mecedora, gatos en casa y perros en la calle, ventiladores, pocos muebles, suelos antiguos de barro... Todo está en calma y el aire arde. Trinidad da un poco de sueño. Volvemos a casa con Fernando y Mayabe. Vamos a dejarle el coche a un tal "Blanquito" para que nos lo cuide estos dos días. Dejamos a Mayabe ropa para que nos la lave. Encargamos la cena del día siguiente: yuca y pescado. Dormimos un poco. Al atardecer salimos otra vez. Damos bolis a una chica que nos dice que es profesora, se corre la voz y al minuto vienen todos los profesores de Trinidad a pedirnos bolígrafos. Le damos también a un chico que nos dice que da clases de matemáticas y él nos echa un par de fotos. La ciudad es verdaderamente bonita. Cenamos en un restaurante y nos atienden fatal, pero hay un músico muy bueno. Vamos a la escalinata de la Casa de la Música. Hay espectáculo todas las noches. Fiestón. Cubanos y yumas "mezclados"; los primeros, con sus latas de cerveza en las escaleras; los segundos, con sus mini vasos de mojito en las mesas. A mí me gusta la música pero Enrique se agobia un poco porque todo le parece mentira. Nos vamos muy prontito a dormir.
Nos levantamos, repetimos desayuno y salimos a comprar agua y algún comistrajo para el camino. Salimos hacia Trinidad. Todo el rato llevamos el coche lleno de gente. Dos circunstancias se repiten en muchos de nuestros pasajeros: tienen familiares en las Canarias y su queja fundamental es no poder salir del país y ver mundo. Varios nos hacen una afirmación curiosa: "sabemos que España es más bonita que Estados Unidos". Nos preguntan por la temperatura que suele hacer aquí y alucinan cuando les explicamos que en invierno bajamos de cero y en verano pasamos muchas veces de 35. "¡Qué de ropa tenéis que tener!". Pues sí. Demasiada. Adentrándonos ya en la Sierra de Escambray y en el Valle de los Ingenios, llevamos a un padre y a una abuela con un bebé muy pequeñito que no se despierta a pesar de los súper baches del camino. Cuando llegamos a su pueblo la abuela nos regala un mango enorme y madurito. Cogemos a otros tres pasajeros. Uno es un chaval que nos llevará hasta la misma puerta de la casa en la que nos hospedamos. Los otros dos son dos señores mayores muy educados. Justo cuando se van a bajar nos preguntan que qué pensamos de los Testigos de Jehová. Les decimos que nada en especial. Nos dicen que ellos lo son. Al poco, tras una loma, aparece el mar. Llegamos a destino, paramos lo necesario, y echamos a andar. Hace un calor horrible. Buscamos la Plaza Mayor. Nos medio perdemos. Una señora nos echa una maldición por no darle dinero. Medio deshidratados entramos a un restaurante. Comemos, bebemos y agradecemos las dos horar de rigor que pasa entre que te atienden, te sacan la comida y te cobran. Andamos. Por el centro sólo se puede andar. No hay coches ni bicitaxis. Curioseamos por las ventanas de las casas coloniales: techos altísimos de madera, la tele puesta, una mecedora, gatos en casa y perros en la calle, ventiladores, pocos muebles, suelos antiguos de barro... Todo está en calma y el aire arde. Trinidad da un poco de sueño. Volvemos a casa con Fernando y Mayabe. Vamos a dejarle el coche a un tal "Blanquito" para que nos lo cuide estos dos días. Dejamos a Mayabe ropa para que nos la lave. Encargamos la cena del día siguiente: yuca y pescado. Dormimos un poco. Al atardecer salimos otra vez. Damos bolis a una chica que nos dice que es profesora, se corre la voz y al minuto vienen todos los profesores de Trinidad a pedirnos bolígrafos. Le damos también a un chico que nos dice que da clases de matemáticas y él nos echa un par de fotos. La ciudad es verdaderamente bonita. Cenamos en un restaurante y nos atienden fatal, pero hay un músico muy bueno. Vamos a la escalinata de la Casa de la Música. Hay espectáculo todas las noches. Fiestón. Cubanos y yumas "mezclados"; los primeros, con sus latas de cerveza en las escaleras; los segundos, con sus mini vasos de mojito en las mesas. A mí me gusta la música pero Enrique se agobia un poco porque todo le parece mentira. Nos vamos muy prontito a dormir.