8 de septiembre de 2013
Qué barbaridad. Tras una semana en la que nos despertábamos día sí, día también a las 5 de la mañana, hoy abro los ojos y el reloj del teléfono ya supera las 06:00. La jornada de ayer debió dejarnos realmente cansados.
Desayunamos por nuestra cuenta en la cabaña, lo que nos servirá para despedirnos ya que se acerca el momento de abandonar este fantástico escenario. Recogemos las cosas, cargamos el coche y decimos adiós a la cabaña número 5 de la mejor manera que sabemos: grabándola en video. El check out no requiere ningún tipo de trámite: dejamos las llaves sobre la mesa, las ventanas frontales con la persiana levantada, y nos marchamos dejando la puerta sin echar la llave.
Nos despedimos también de Bart’s Deli, en el que aparcamos con la esperanza de que amaine una tormenta que nos ha sorprendido nada más poner en marcha el motor y que puede dar al traste con nuestros últimos planes en White Mountain. Revisamos el correo, las reacciones a fotos varias que publicamos durante la conexión anterior, y retomamos la marcha. 15 millas más el oeste llegamos a la estación de tren de Crawford Notch, en la que termina el recorrido del tren escénico que sale de North Conway. El último tramo es especialmente atractivo, pasando junto a pequeños lagos y cascadas en miniatura que se encuentran a pie de carretera.
Lamentablemente, los augurios no mejoran. Durante el recorrido la lluvia ha ido de menos a más y ahora, con nuestro coche estacionado y mirando hacia el sendero que pensábamos tomar, ha llegado al nivel de “cortina de agua”. En el caso ideal, ya estaríamos echando a andar sendero arriba hasta que 2 horas después llegáramos a la cima de Monte Willard. Pero así, con este aguacero que sin embargo no parece intimidar a algunos excursionistas sueltos que llegan tras nosotros, no tenemos nada que hacer. Damos al cielo 30 minutos para que nos de señales de mejoría, pero son en vano. No solo la tormenta se mantiene con máxima intensidad, si no que mirando al horizonte no se atisba ni un solo claro que augure una mejoría en breve. Ese panorama, sumado a la larga distancia en carretera que nos queda por recorrer hoy, hace que descartemos finalmente lo que iba a ser nuestra última actividad en White Mountain. Una lástima.
Arrancamos de nuevo el motor y, 48 horas después de la llegada, abandonamos el bosque nacional. Probablemente lo que nos queda, casi la mitad del viaje, será también digno de disfrutar, pero hay que reconocer que nos marchamos de aquí algo apenados. La experiencia de visitar espacios naturales de Nueva Inglaterra, primero en Maine con Acadia y luego aquí en New Hampshire, ha superado ampliamente nuestras expectativas, y si tuviéramos la posibilidad de replanificar el viaje probablemente dedicaríamos las dos semanas en exclusiva a este tipo de actividad y descartaríamos la visita a grandes urbes. Pero la agenda ya está cerrada y hoy nos esperan en el hotel Days Inn de Newburgh para un alto en el camino antes de que mañana se inicie un tipo de viaje completamente diferente al vivido hasta el momento.
White Mountain National Forest ha sido una gratísima sorpresa. Sin estar tan aclimatado para el turismo como pueden estarlo los National Park de Yosemite o Acadia, precisamente ese estado todavía más virgen sumado a la oferta de senderos y puntos de interés mayor de lo que preveíamos, provocan que en cualquier momento firmara regresar.
Ponemos ya velocidad de crucero y no tardamos mucho en cruzar la frontera que separa los estados de New Hampshire y Vermont. Una vez en el segundo, nos dirigimos completamente hacia el sur dejando a apenas unos kilómetros a nuestra izquierda la línea imaginaria que nos llevaría de regreso a New Hampshire. Esta ruta completamente vertical nos llevará hasta la frontera sur que une Vermont con el estado de Nueva York. Consultando el plan trazado por el GPS, el tramo más largo sin desvíos ni maniobras dura la friolera de 177 millas.
Ahora que abandonamos Nueva Inglaterra, es conveniente destacar que ese dicho de “para ir a los Estados Unidos no necesitas inglés, ya que allí hablan español en todas partes” no se cumple en el extremo más noreste del país. En Nueva Inglaterra sí es conveniente que sepas, cuanto menos, defenderte en el idioma del país, ya que en todo nuestro recorrido no hemos visto un solo latino (tampoco ningún afroamericano, por cierto), y pocos o ninguno de los nativos que atienden los comercios parecían estar preparados para entenderse en español. Y digo parecía, porque por las sensaciones que transmitían tampoco es algo que intentase normalmente, además de que siempre he preferido intentar primero entenderme en inglés y solo tener que recurrir al comodín de “I’m sorry, do you speak Spanish?” si veo que la cosa no va a llegar a buen puerto. Así que definitivamente, si te plantas en Maine, New Hampshire, o en menor medida en Massachussets pretendiendo comunicarte solo en castellano, vas a tener serios problemas para entenderte.
El estado de Vermont parece darse cuenta de la pena que sentimos por abandonar los paisajes naturales, y nos brinda una travesía rodeada de fantásticas vistas a praderas verdes durante la mayor parte del camino. Por una de esas llamadas de la naturaleza que no atienden a esperas, nos vemos obligados a salir de la autopista en una de esas “Parking Area” que se suceden cada puñado de millas. Resulta ser un apartadero sin absolutamente nada más aparte de las plazas de aparcamiento pintadas en el suelo. Ni servicios, ni una triste papelera.
Todavía nos queda un largo trecho para cambiar de estado cuando un cartel anuncia la “última área de descanso de Vermont”, así que decidimos parar ante la amenaza de no volver a tener esa posibilidad hasta mucho más adelante. El área de descanso resulta ser un centro de visitantes con información varia sobre Vermont, conexión a Internet gratuita a una velocidad de infarto, y un rincón en el que poder servirse té y café al gusto esperando como respuesta una donación en la urna junto a las máquinas. Otra de esas cosas que uno no está acostumbrado a ver en España, donde las reservas de té y café desaparecían a una velocidad inversamente proporcional a la que aumentaría el contenido de la urna de donaciones. Nuestro peculiar poder de convocatoria sigue intacto. Siempre nos sucede lo mismo: llegamos a un sitio desierto en el que no hay nadie salvo los empleados, y durante nuestra estancia empieza a llegar compañía a discreción hasta que cuando nos marchamos el lugar queda abarrotado.
Volvemos a la carretera, con 4 horas todavía en movimiento hasta nuestro destino. Una rápida ronda de frecuencias FM nos regala un nuevo compañero de viaje mientras la cobertura sea buena: la emisora Q106, sintonizada en la frecuencia 106.1 FM. Ni más ni menos que Guns’N’Roses, Aerosmith, Metallica y Foo Fighters en el primero de los bloques de 30 minutos sin publicidad.
La aguja del depósito vuelve a caer por debajo del 50% de su capacidad, así que por tercera vez en lo que llevamos de viaje es hora de repostar. Tenemos una puntería inaudita: mientras que a lo largo del camino todas las gasolineras marcaban precios entre los 3,70 y los 3,90 dólares por galón, precisamente decidimos desviarnos en una que ofrece el combustible a 3,61 dólares. Tras haber preguntado en caja el funcionamiento del proceso días atrás ya no necesitamos a nadie para repostar: usando los mandos y el lector de tarjetas del propio surtidor nos servimos nosotros mismos.
Iniciamos un tramo de autopista en cuyo arcén se suceden indicaciones a desvíos de un tal Green Mountain National Forest. Dada la experiencia previa y de haber tenido más tiempo, a buen seguro hubiéramos planificado alguna parada intermedia por la zona, máxime ahora que hemos dejado atrás las nubes de tormenta y podríamos compensar el infortunio de esta mañana. Este mismo tramo coincide con varias millas de pendiente negativa muy pronunciada, de las que provocan que se te tapen los oídos.
Son las 12:48 del mediodía en la costa este de los Estados Unidos de un 8 de septiembre de 2013 cuando atravesamos una nueva frontera y, aproximadamente 4 años después de la última vez, entramos en el estado de Nueva York. El navegador GPS resulta muy útil para anticipar cuando nos acercamos a un cambio de estado y así estar preparados para llevarnos el recuerdo del típico cartel que nos da la bienvenida.
No se puede negar un aumento de tráfico notable en cuanto nos hemos adentrado en Nueva York, y eso que estamos en domingo. Lo cual provoca que empiece a temer lo que nos espera mañana, cuando tras un día de compras tendremos que atravesar la isla de Manhattan alrededor de las 20:00 horas para llegar hasta nuestro hotel en la zona de Queens. Cruzamos por primera vez el río Hudson en el momento en que entramos al condado de Albany, que unas millas más tarde nos llevaría la homónima ciudad y capital del estado. Porque sí, es una clásica pregunta de trivial: la capital del estado de New York no es New York City.
Tras un empacho de millas con cambio de conductor incluído, nos paramos para comer cuando solo quedan 40 minutos para nuestro final de etapa. Lo hacemos en un área de descanso en la que L se decide por una pizza individual de tamaño reducido en Pizza Hut, y yo una curiosa hamburguesa de ensalada de pollo en Roy Rogers, otra franquicia de comida rápida especializada en sándwiches y hamburguesas. Como no necesitamos comprar bebida ya que traemos la nuestra todavía fresca en la nevera desechable del coche, comer solo nos cuesta 5 dólares por cabeza. Una parada obligatoria en el baño, y a reemprender por última vez la marcha en un día de carretera que, si bien pesado, no está resultando tan duro como cabía esperar.
Cuando alcanzamos nuestra salida de la autopista en Newburgh, llega el turno de pagar el peaje por el tramo de interestatal que nos ha traído desde Albany, donde recogimos el ticket que ahora decidirá que debemos abonar 3,85 dólares. L ve la ocasión perfecta para deshacerse de un buen puñado de esas indeseables monedas de 1, 5 y 10 centavos que vamos acumulando con el paso de los días, así que pagamos 3 dólares en billetes y los 85 centavos con un buen puñado de cobre. La reacción de la empleada cuando le pasamos la pesada carga marcará un hito en el viaje: mira al montón de monedas con incredulidad, y pronuncia un “omaiggaaaadddd” (traducción: “Oh my God”) lleno de asco y odio. Y por supuesto, se pone a contarlos con precisión antes de dejarnos pasar.
Son las 16:00 cuando la interestatal 87 se encuentra con nuestro destino de hoy, el hotel de la cadena Days Inn en Newburgh West Point, situado entre el Aeropuerto Internacional de Stewart y el Lago Washington. No hay mucho que contar sobre por qué esta noche dormiremos aquí: necesitábamos un lugar donde parar que estuviera a pocas millas de nuestro destino de mañana, el centro comercial al aire libre de Woodbury Common Premium Outlet. De haberse dado las circunstancia, hubiéramos repetido alojamiento en el Best Western en el que nos quedamos 4 años antes, pero se encuentra en dirección opuesta y hacerlo suponía hacer y deshacer una cantidad de millas innecesaria.
El Days Inn se encuentra en lo alto de una pequeña colina, lo cual le permite tener terrazas con buenas vistas al lago colindante. Lo de hoteles con vistas a un lago, pantano u otros puntos hidrográficos parece una constante en la oferta de alojamiento fuera de grandes ciudades en los Estados Unidos. A los pies del hotel encontramos dos restaurantes, uno que simula un clásico “diner” americano y otro especializado en carnes de un nivel en apariencia algo más formal.
Nos espera en recepción un empleado asiático al que debo repetirle todas y cada una de mis frases, a pesar de que en la segunda repetición use exactamente la misma entonación y ritmo que en la primera. El muchacho en cuestión resulta algo tosco, sin darnos especialmente la bienvenida ni facilitarnos más información de la estrictamente necesaria. La gran tragedia llega cuando, realizado el check-in, leemos en un pequeño cartel que la piscina interior climatizada se encuentra cerrada tras finalizar la temporada de verano y no volverá a abrirse hasta el próximo mes de mayo. Un verdadero chasco, ya que el mayor motivo por el que hemos querido llegar aquí con tiempo era tener la ocasión de relajarnos un rato en la ansiada piscina. Pero claro, ¿quién iba a esperar que un hotel iba a decidir cerrar en otoño e invierno una piscina interior? Absurdo, completamente absurdo.
Descargamos el coche y tiramos ya tras hacer añicos para que quepa en el cubo de basura la nevera desechable, finalizada la semana en la que nos ha sido de utilidad. Nos conectamos a Internet mediante la irregular red del hotel para hacer un par de llamadas a través de Skype. La red nos da problemas al intentar establecer conexión, que resultan estar relacionados con un malfuncionamiento del servidor DHCP que asigna las direcciones IP dinámicas y, afortunadamente, consigo solventar probando con distintas direcciones estáticas.
Por otra parte, la petición de preferencias de habitación que enviamos ayer y de la que recibimos respuesta por parte de la administración de la web, nos la podríamos haber ahorrado. Ni nos asignan la planta alta (el hotel tiene dos, y estamos en la de abajo), ni nos sitúan especialmente lejos de las zonas comunes. Afortunadamente, este hotel será solo de paso y apenas tendremos que soportarlo durante unas horas.
Cumplido el trámite de poner al día a la familia, pasamos a utilizar la lavandería ahora que la bolsa de la ropa sucia ya vuelve a tener un tamaño considerable. Por 2 dólares compramos el detergente en una máquina expendedora junto a recepción, por 1,50 dólares realizamos un lavado de 45 minutos y por 1,25 dólares un secado de una hora. En lo que dura el lavado, bajamos al pie de la colina para estudiar los dos restaurantes cercanos, evaluando si son una opción a tener en cuenta para la cena. No lo son: las cartas muestran unos precios que en absoluto están justificados y, por si fuera poco, a nuestra llegada hemos visto un Applebee’s a apenas media milla que claramente gana la comparación. Ni siquiera el 10% de descuento que estos dos locales ofrecen a los huéspedes del Days Inn hace que sea una decisión complicada.
Esta vez el secado de una hora no es suficiente y la ropa sigue húmeda, por lo que invitamos a la secadora a otra ronda por 1,25 dólares. Mientras tanto, buscamos videos de esos “moose” que tanto nos han anunciado en los últimos días pero no hemos conseguido ver por nosotros mismos. Necesitamos saber qué sonido cabría esperar de nuestro nuevo compañero de viaje de peluche. Concluimos que cuando un alce muge, lo hace con una especie de mugido de vaca siempre y cuando la vaca se haya fumado previamente un par de paquetes de Ducados.
Es hora de cenar… y la verdad es que tenemos hambre, por lo que la perspectiva de un Applebee’s suena mejor que nunca. Entramos al local en pleno Sunday Night Football, con casi todas las pantallas retransmitiendo fútbol americano y algunas mesas ocupadas por gente ataviada con las camisetas de su equipo. Los New York Giants están empatados a 3 contra los Dallas Cowboys… pero nosotros, a lo nuestro. Aprovechamos la oferta de “2 por 20 dólares” que incluye un entrante para compartir y dos platos principales. El entrante, unos chips de patata caseros llamados “potato twisters” acompañados de salsa de queso y pimientos. Como principales… la carne, la fantástica carne de Applebee’s. Las costillas de cerdo (riblet basket) que pide L están jugosísimas y con el mejor sabor a salsa barbacoa que uno pueda imaginar. Y mi solomillo de ternera (honey pepper sirloin) trae la variedad del “muy hecho” perfecta: crujiente por fuera, jugoso por dentro. Y falta por descubrir la guarnición de patata, cebolla y pepinillo, por la cual te sacarías la tarjeta de fidelidad de la franquicia si vivieras aquí. El único pero de la cena es que tardan un poco más de la cuenta en servirnos las bebidas, refresco para L y una Samuel Adams de barril para mí. El precio final incluyendo bebidas, tasas y propina es de 35 dólares.
Es hora de dar por terminado el día, con la esperanza de poder dormir una cantidad de horas decente dado que mañana nuestro horario es mucho más relajado. Nada nos espera hasta que a las 10 de la mañana abra sus puertas el Outlet que tenemos a apenas 20 o 30 minutos en coche.