Después de un opíparo desayuno en el hotel, nos encaminamos a la cercana estación de metro de Tin Hau donde tras comprar y cargar sendas Octopus nos disponemos a regresar a Lantau.
Y decimos bien, regresar, porque Lantau es lo primero que pisa quien llega a Hong Kong en avión. El nuevo aeropuerto está situado en la isla, aunque lo que nosotros vamos a ver hoy es Tian Tan, el Buda sentado más grande del mundo que corona el monte Muk Yue.
Tres cuartos de hora después y un transbordo por medio bajamos en Tung Chung. Desde allí es fácil seguir las indicaciones de Ngong Ping 360, el nombre del teleférico que nos ha de llevar hasta el monasterio de Po Lin, donde se encuentra el Tian Tan Buda .
El día es gris y lluvioso y empezamos a pensar que no veremos el sol de Hong-Kong. La cabina del teleférico tiene el suelo de cristal lo que brinda una manera curiosa de recorrer los seis kilómetros que nos separan de Ngong Ping, la meseta que da acceso al monasterio de Po Lin. La vuelta la haremos en una cabina normal, pues es la modalidad de viaje que hemos escogido.
Compartimos cabina con un matrimonio chino y su hija pequeña y con una curiosa pareja de chicas indonesias, una vestida completamente occidental, con shorts y camiseta, la otra con pañuelo en la cabeza y ropas holgadas. Contra lo que se pudiera pensar, esta última es mucho más extrovertida y sociable que la primera.
Desde la cabina, la vista es magnífica, vemos el mar y el aeropuerto, el problema es que hace mucho viento y llueve. De pronto el teleférico se para y la cabina se mueve enérgicamente, no hace ninguna gracia. Al cabo de unos minutos que se nos hacen eternos, emprendemos de nuevo la marcha y enfilamos una montaña completamente verde salpicada de saltos de agua, aquí y allá. Estamos llegando y empezamos a ver la majestuosidad del gran Buda de Lantau.
Ha dejado de llover, y nos separan 268 peldaños de los pies de la estatua. Después de pagar la entrada, que incluye una comida, empezamos a subir. De cerca es todavía más espectacular. Aunque pudiera parecer mucho más antiguo, lo cierto es que es bastante más joven que nosotros, se acabó de construir en diciembre de 1993, después de tres años de trabajos y fue inaugurado coincidiendo con el día de la iluminación de Siddharta Gautama, más conocido como Buda, fundador de la religión budista.
Se trata de una estatua del Buda Amoghasiddhi, el que infaliblemente logra su meta, uno de los cinco budas dhyani o budas de meditación. Los rasgos de la cara están inspirados en los del Buda Vairóchana de las cuevas de Longmen, y la ropa lo está en el Buda Shakyamuni de las cuevas de Mogao. La estatua, de 34 metros de altura, mira hacia el nordeste, hacia Beijing. Se llama el Tian Tan Buda, porque la base reproduce la base del altar circular o altar del cielo del Templo del Cielo (Tian Tan en madarín) de Beijing.
Paseamos alrededor del Buda disfrutando de unas vistas excepcionales y sin dejar de admirar las seis pequeñas estatuas de bronce conocidas como "La Ofrenda de los seis Devas" que realizan su ofrenda al Buda con flores, inciensos, lámparas, ungüentos, frutas y música, ofrendas que simbolizan la caridad, la moralidad, la paciencia, el celo, la meditación y la sabiduría, atributos necesarios para entrar en nirvana.
Después de comprar algunas pulseras de cuentas de madera de las que se fabrican en el monasterio y por las que es afamado, nos encaminamos a visitar el propio monasterio de Po Lin.
Desgraciadamente está en obras y no podemos disfrutarlo en su totalidad, aunque si podemos acceder al templo principal que contiene tres estatuas en bronce de Buda que representan su vida pasada, presente y futura. En el lateral del monasterio encontramos el restaurante y una especie de chiringuito con mesas en el exterior. Nos canjean nuestro tiquet por dos platos de fideos, dos tés y cuatro pastas dulces a escoger de un variado surtido. Una comida buena y reconfortante por menos de tres euros incluida la visita, no nos podemos quejar.
El regreso en el teleférico se hace esta vez sin ninguna incidencia y encaminamos nuestros pasos al siguiente destino de nuestra ruta, Kowloon, que se traduce como “nueve dragones”. La leyenda cuenta que ocho de ellos son las colinas que rodean la ciudad. El noveno es el emperador.
Aparecemos en Kowloon por la salida E2 de la estación de metro de Mong Kok. Estamos en el Ladies Market, el mercado callejero más importante de Hong Kong, en la famosa Women's Street.
Sorprende el espacio físico, poblado de luminosos por todas partes, edificios altos y muy destartalados, cables, ropa tendida, carteles, y gente, gente, mucha gente. La lluvia y los paraguas convierten el paseo en una experiencia no demasiado agradable, así que decidimos enfilar Natham Road camino de Kowloon Park y lo que en su día fue la Ciudad amurallada de Kowloon.
Ya no llueve, diluvia, así que decidimos refugiarnos en la cafetería de una de las numerosas galerías comerciales y esperar que el tiempo mejore. Tendremos que dejar para otra ocasión la visita a lo que fue la Ciudad amurallada de Kowloon, un lugar fascinante en lo que de por sí es una ciudad fascinante.
En 1842, el Tratado de Nanking puso fin a la Primera Guerra del Opio y supuso la cesión a perpetuidad de la isla de Hong Kong a Gran Bretaña. En 1860, y tras la Segunda Guerra del Opio, la Convención de Beijing supuso la cesión a perpetuidad de parte del territorio de Kowloon al gobierno británico. Finalmente, en 1898 la Convención para la Extensión del Territorio de Hong Kong otorgó un arrendamiento al Reino Unido por 99 años y sin pago de alquiler del resto de la península de Kowloon y los Nuevos Territorios, todos ellos pasando a formar parte de la colonia.
¿Toda la península de Kowloon quedó bajo dominio británico? Pues como en un cómic de Astérix, un pequeño reducto de apenas cien metros por doscientos y con setecientos habitantes, quedó al margen de los tratados. Se trata de una pequeña fortaleza que en su día China construyó para controlar la piratería en esta zona del mar de China.
Pero a Gran Bretaña no le acaba de gustar el control que desde la fortaleza se ejerce sobre el territorio que ya no pertenece a China y, un año después de la firma del tratado, decide asaltar y expulsar al destacamento chino de la fortaleza. Aquí empieza la leyenda de la ciudad amurallada de Kowloon.
El terreno queda fuera de la jurisdicción británica, pero el gobierno chino tampoco puede ejercer la tutela sobre un territorio que teóricamente le pertenece así que, en una ciudad sin ley, son los propios habitantes quienes desarrollan y ejercen su propia justicia. En el interior de sus murallas crece una auténtica ciudad libre.
Inmune a los avatares históricos, la ciudad amurallada sobrevive a la caída de la dinastía Qing, al final de la primera república China y a la propia República Popular. Ningún gobierno se interesa por el territorio.
Su extraordinaria anormalidad tan solo se ve alterada por el bombardeo y la ocupación japonesa de 1941. Con la derrota de Japón, la Ciudad Amurallada (ahora ya sin murallas físicas, destruidas por los japoneses) crece de una forma exponencial. Y crece ocupando todo el espació posible, hacia arriba, juntándose una casa con la vecina, formando un laberinto de callejas que en sus tramos más anchos apenas tiene un metro. Una buena forma de hacerse una idea de cómo era la Ciudad Amurallada es viendo estas imágenes de la película de Jean-Claude Van Damme Contacto sangriento (Bloodsport) de 1988 y rodada en parte allí.
Una ciudad sin ley es el hogar perfecto para las mafias, que desde esta ubicación controlan todo el submundo de la delincuencia en Hong-Kong. Finalmente, a principios de los setenta, la policía de Hong Kong se toma en serio el problema y ejecuta diversas redadas, en las que participan más de 3000 policías, y expulsa a las mafias del lugar.
Pero la Ciudad Amurallada se ha convertido en un insalubre gueto donde malviven más de 50.000 personas en lo que le convierte en el lugar de mayor densidad de población del planeta con 1.923.076,92 habitantes por km² y, tras un acuerdo entre Gran Bretaña y la República Popular, se decide su completa demolición que finaliza en 1993. Ahora toda esta historia queda sepultada en este parque al que hoy no vamos a poder llegar.
Prácticamente es la hora y decidimos acercarnos a ver la Symphony of Lights, el fantástico espectáculo que todos los días, a las ocho de la tarde, tiene lugar combinando la música con a la luz y la complicidad de los rascacielos de Hong Kong. Parece ser que la lluvia ha decretado una tregua, lo que nos permite instalarnos en Tsim Sha Tsui, cerca de la torre de la antigua estación de tren de Kowloon.
Definitivamente, el skyline de Hong Kong es espectacular. La iluminación es magnífica y aunque no tuviera lugar el espectáculo de luces y colores, sólo contemplar este paisaje ya sería una visión que valdría la pena.
Finalizado el Symphony of Lights, nos acercamos a la vecina Avenida de las Estrellas que, en su propia definición, “rinde tributo a aquellos que contribuyeron a convertir Hong Kong en el Hollywood de Oriente". Numerosas estrellas decoran el paseo, con nombres que en su mayoría nos son desconocidos, poco sabemos del cine de Hong Kong más allá de John Woo, Jackie Chan y, por supuesto, Bruce Lee, cuya estatua corona la avenida.
Decimos adiós a nuestro amigo Bruce Lee y tomamos el Star Ferry que por 2,5 $ nos conduce navegando por la bahía hasta la isla de Hong Kong. Metro mediante llegamos a la zona del hotel y decidimos cenar cumplimentando un restaurante hindú que nos llama poderosamente la atención. Allí, entre currys, arroces, Pollo Tandoori y cerveza San Miguel filipina, decimos adiós a nuestro primer día completo en el “puerto fragante.”