Después de desayunar fuimos a pisar tranquilamente las dunas. Hacía buena temperatura y el viento seguía soplando, pero no era tan molesto como la tarde anterior, así que hicimos un montón de fotografías de arena por aquí y dunas por allá.
Terraza para el desayuno, aunque no la utilizamos por el viento.
Surtido de fotos de dunas y de uno de sus habitantes.
Paseo por Nasrat.
Seguimos nuestro recorrido a pie hasta al pequeño pueblo de Nasrat, que recorrimos detenidamente, lo que resultó muy interesante ya que aún mantiene en cierta medida su forma de vida ancestral. Preferimos esta opción a la de dar un paseo en camello (perdón, dromedario) por las dunas en Mhamid pues no había tiempo para todo y ya habíamos ido en camello otras veces.
Antiguamente, Nasrat fue un importante enclave económico por el comercio con las caravanas y también era muy conocido por el curtido de sus pieles, de gran calidad. En la parte antigua del pueblo, nos metimos por las calles subterráneas, algunas de cuyas casas siguen estando habitadas.
Sin embargo, otras se han perdido completamente y caminar por entre las ruinas resulta una experiencia. Como en todos estos lugares, había que tener cuidado al hacer las fotos porque de cualquier parte aparecía alguna persona y sobre todo las mujeres miraban con bastante desconfianza si nos veían manejar las cámaras aunque no estuviesen enfocadas en su dirección.
Estábamos comprobando la inteligente manera que utilizaban para obtener agua, cuando una señora salió de una casa y me preguntó (a través de Jota ya que yo no entendía lo que me decía) si quería comprar un, llamémosle, chal, como el que llevaba ella y que es típico de la zona. Era muy bonito, con el fondo negro y bordados de colores muy llamativos y brillantes. Me pidió 220 dh y no hubo forma de que rebajara nada. Al final, decidí que 20 euros era un precio que estaba dispuesta a pagar por el mejor y más auténtico recuerdo que podía llevarme de Marruecos; además, me pareció que aquella señora sabría emplear bien un dinero que no estaba mal, por cierto, para ella y su familia.
Es más bonito de lo que he podido captar en la foto, puesto sobre una cama, pero sirve para dar una idea.
Y éste es el chal tal y como lo utilizan las mujeres bereberes del desierto. Tendré que practicar cómo ponérmelo, aunque no parece nada fácil.
Antiguo sistema de pozos.
Y éste es el chal tal y como lo utilizan las mujeres bereberes del desierto. Tendré que practicar cómo ponérmelo, aunque no parece nada fácil.
Antiguo sistema de pozos.
La plaza en torno a la mezquita, que presenta una forma muy particular, es de construcción moderna y cuenta con un pozo y una fuente con azulejos.
De camino al mar de dunas de Erg El Ihoudi.
De nuevo en el coche, fuimos por pista hasta Tagounite, donde retomamos la carretera que va hasta Mhamid, contemplando el desierto pedregoso a ambos lados. A lo lejos, vimos aparecer la llamativa silueta de un monte en forma de tajin, en cuya cima se encuentra la última de las antiguas torretas de vigilancia antes de llegar al desierto y a la frontera con Argelia.
Subimos el puerto de Tizi Beni Selmane, donde se rodaron algunas secuencias de El cielo protector, de Bertolucci. Paramos en el alto para contemplar las vistas, que son impresionantes, con el palmeral del Draa hacia el norte y la hamada del Draa con Argelia al fondo por el sur. Toda una pedregosa inmensidad con un moteado verde muy al fondo.
Seguimos carretera adelante por una ruta en la que apenas se veía algo diferente a cielo y piedras. Nos metimos por una pista en busca del mar de dunas de Erg Lihudi y empezamos a ver grupos de vivacs al borde de algunas dunas, vacíos porque los turistas (si los había habido) ya no estaban. Hasta allí no hay carretera, así que los turistas que van a pasar la noche llegan en dromedario, algunos de los cuales vimos aguardando la tarea de la tarde. Me quedé un poco sorprendida, imaginaba lo de las jaimas de otra forma, más perdidas en el fondo del desierto; supongo que no todas son iguales, pero… ¿cómo saberlo?
El horizonte era totalmente plano.
Nunca tuve claro lo de la noche en la jaima. Aún rodeada de arena, no me convencía la idea de pernoctar en una tienda equipada como un lujoso hotel (a excepción del cuarto de baño), no veía nada demasiado auténtico en eso, la verdad. Y cuando las descubrí allí, junto a unas dunas muy bonitas pero que no responden al concepto de desierto que tenía en la cabeza, no sé… Al final, me alegré de haber renunciado a dormir en una jaima, sobre todo con el viento que había soplado durante la noche anterior; pero cada cual es un mundo, naturalmente.
Zona de jaimas.
Seguimos hasta encontrar un mar de dunas intacto, sin pisadas de ningún tipo. Eran de un color entre blanco y amarillento indescriptible, que no es el que aparece en las fotos ni mucho menos. Dejamos el coche y nos internamos por la arena a pie.
Estuve caminando un buen rato, subiendo y bajando, encantada con las vistas, que eran preciosas. Sin embargo, el viento soplaba con mucha fuerza y al coronar las dunas más altas azotaba el rostro y había que tener mucho cuidado con los ojos y también con la cámara.
Estas dos fotos me las hizo Jota.
Al volver al coche, me lo encontré como varado, en medio de la nada. Y mirando atrás, pude ver mis huellas en la arena como único rastro de presencia humana allí. Quizás no fuese éste el desierto inmenso que tenía en mente (he visto desiertos de arena más extensos) porque, en realidad, en este viaje no íbamos a adentrarnos en él, pero aquella arena de un color inconcebible y sin pisar, salvo por mí a la vuelta, me hizo disfrutar de una sensación muy especial.
Abandonamos las dunas por una pista que no veíamos por ningún sitio (menos mal que Jota sí) y, al cabo de bastante rato, salimos a la carretera, en las proximidades de Mhamid, donde acaba el asfalto. Giramos a la izquierda y fuimos hasta Bono y Ouled Driss. Fuimos a comer a la Kasbah Touareg, reconstruida y convertida en pequeño hotel y restaurante. Nos gustó mucho.
Nos sirvieron el té al modo tradicional, sentados en el suelo, sobre alfombras. Luego almorzamos en un comedor decorado al estilo bereber, incluyendo su bandera y todo, y, finalmente, dimos una vuelta por la antigua kasbah, subiendo a la azotea, desde donde pudimos contemplar el panorama, con las casas entre el palmeral, muchas a punto de ser tragadas por la arena.
Después de dar una vuelta, emprendimos el viaje de regreso a Agdz, esta vez por carretera. Pasamos por Tagounite, donde paramos a tomar un café, viendo los puestos de fruta, en particular de sandías de Zagora, que se han convertido en los últimos años en un producto estrella, exportado incluso a España. Lo que no se cuenta es lo que debe costar regar semejantes cultivos en el desierto…
En el horizonte, el cielo empezó a ponerse negro y vimos relámpagos. Cayeron algunas gotas, pero nada serio: por fortuna, fuimos evitando las tormentas. Nos detuvimos en un mirador para contemplar unas llamativas vistas del pedregoso desierto, apenas salpicado por algunas acacias, que es el auténtico árbol del desierto y no la palmera, como se cree general y erróneamente.
Pasamos nuevamente por Zagora y fuimos a una tienda escondida de una calle lateral, donde compran los lugareños los dátiles. Son grandes y dulces, pero no en exceso, y están realmente buenos, así que compramos una caja de un kilo. No llovía, pero hacía muchísimo viento. La tarde no estaba para muchas bromas, pero era reconfortante ver al Draa con agua al salir de la ciudad.
Charlando sobre la historia de Marruecos y viendo las kasbahs y los pueblos que quedaban al margen de la carretera, el camino hasta Agdz se nos hizo sorprendentemente corto. Y es que esas construcciones, pese a estar la mayoría semiderruidas, tienen un magnetismo especial, al menos ante mis ojos.
De nuevo apareció la figura del monte Kissane para confirmarnos que estábamos muy cerca de nuestro alojamiento, que volvía a ser el Hara Oasis. No nos importó repetir, esta vez ocupando un bungalow diferente.
Fuimos hasta el río para dar una vuelta y hacer fotos al atardecer (aprendida la lección, me puse repelente de insectos y no me picó ninguno). El sol no lucía y las nubes le daban al cielo un aspecto diferente al de hacía dos días.
El monte Kissane fue de nuevo la estrella de la cámara. No sé por qué, pero me parece que este monte no podría estar en ningún otro sitio: me encanta y es decididamente africano.
Al final, me las apañé para conseguir la foto con el reflejo en el agua. Hice una pequeña trampa y no era lo que cabía esperar, pero ahí quedó, jeje.
Esa noche nos pusieron la mejor cena de todo nuestro periplo marroquí, sobre todo un guiso de cordero con cebolla caramelizada, pasas, nueces y ciruelas que estaba de vicio. ¡Qué rico, por favor!