El vuelo que me trajo desde Luxor aterrizó en El Cairo pasada la media noche y mi siguiente conexión hacia Ammán estaba programada a las 8:40 am, por lo que debía pasar toda la madrugada en el aeropuerto de El Cairo sin mucho que hacer y tratando de dormir un poco sobre las incómodas sillas ubicadas en el hall de ingreso. Una vez que empezaron a registrar a los pasajeros, fui de los primeros en pasar por el control migratorio (que fue bastante ligero), busqué mi sala de embarque, abordé mi avión y después de poco más de una hora ya había llegado al modernísimo Aeropuerto Reina Alia.
La primera impresión fue de llegar a un país mucho más rico que Egipto, el aeropuerto era moderno, impecable y muy ordenado. El trámite de la visa se hace en el mismo aeropuerto y es muy fácil de obtener, pagando JD 20 (sólo en efectivo y moneda local). El centro de la ciudad está a 35 km del aeropuerto y dado que ya casi era medio día, el calor se hacía sentir. Tomé un taxi hacia el centro y mi primera conversación con un jordano fue bastante breve: pregunté al conductor sobre el clima y el tráfico en la ciudad (en inglés) pero como respuesta obtuve un “speak no Arab? So, no English”.
Mi hotel estaba ubicado muy cerca al Citadel de Ammán, en medio de una zona comercial con bastante actividad. A pesar del bullicio que había durante el día, de noche era muy tranquilo, pero fue aquí cuando recién noté las sesiones de rezo de los musulmanes: cinco veces al día, la primera muy temprano casi al amanecer, luego al medio día, a media tarde, al ocaso y a la media noche. Desde algún lugar alguien canta en árabe usando un megáfono (lo cual hace que este ritual sea imposible de pasar desapercibido) y todos se detienen a rezar. Debo admitir que al inicio me pareció intimidante pero luego me fui adaptando.
Después de dejar mis cosas en el hotel, salí a buscar comida y dar mi primer paseo por los alrededores. La zona era prácticamente un mercado donde vendían joyas, ropa, carne, artículos para el hogar, por lo que no fue difícil encontrar un lugar para comer comida local: falafel (croquetas de garbanzo) servidas con pan pita y mansaf (cordero sancochado con arroz y frutas secas picadas). Una de las ventajas de estar en esta área era los precios asequibles y la sensación auténtica de estar rodeado de gente local. Salí del restaurante y a pocos metros me encontré con la gran joya de la ciudad: el Teatro Romano, abierto hacia la calle y de libre ingreso.
Después de pasear por la zona y descansar un poco, necesitaba comprar algunas cosas personales y de paso ver la parte más moderna de la ciudad, así que tomé un taxi hacia el City Mall. El cambio de una zona tan auténticamente jordana a un oasis occidental fue súbito y al mismo tiempo reconfortante. Debo admitir que necesitaba un poco de esa dosis después de estar 10 días en Medio Oriente, y también necesitaba comprar champú, barras de cereal y agua embotellada. Un café en Starbucks y cenar en un restaurante de una famosa cadena occidental recargaron mis baterías para seguir (aunque en este último no venían cerveza ni otras bebidas alcohólicas). Regresé al hotel y ya acostado, antes de conciliar el sueño, volví a escuchar el rezo comunitario.