RECORRIDO DÍA 3. DESFILADERO DE LA HERMIDA, IGLESIA DE SANTA MARÍA DE LEBEÑA, MIRADOR DE SANTA CATALINA, CUEVA DE CHUFÍN, CARMONA Y RUENTE.
El día amaneció nublado, pero los partes meteorológicos descartaban la lluvia. Salvo que lo tengamos incluido por alguna oferta, no solemos desayunar en los Paradores. El precio nos parece excesivo: con lo que nosotros tomamos, nos resultaría difícil amortizar 30 euros, la verdad. De modo que fuimos a Potes, donde, como ya he comentado, existe una gran oferta de todo. Y por menos de 10 euros quedamos bien servidos. Aunque seguía estando muy concurrido, había bastantes menos coches que la tarde que llegamos. Está claro que la gente acude en masa a comer y, sobre todo, a cenar, pues es el punto de referencia de la zona en cuanto a servicios y restauración. Estuvimos paseando por la senda fluvial que va bajo de los puentes: muy tranquila y relajante. Sin embargo, no voy a repetirme porque lo relativo a Potes ya lo he contado en la etapa correspondiente para no dispersar la información.
Día nublado, pero sin lluvia.
Luego, nos pusimos en marcha. Esa jornada teníamos por delante 70 kilómetros de recorrido, cerca de dos horas de en el coche. El itinerario completo de la jornada fue el siguiente, según GoogleMaps.
DESFILADERO DE LA HERMIDA.
Nuestra ruta nos llevó al Desfiladero de la Hermida, el más largo de España con sus 21 kilómetros. El cauce del río Deva ha labrado esta sinuosa costura en las angostas gargantas del macizo de Ándara, con paredes verticales de roca caliza, algunas de las cuales superan los 600 metros de altura y que resultan espectaculares cuando enclaustran la carretera a ambos lados, incluso de frente, dando a menudo la impresión de que no existe salida posible más allá. Esto sucede también con otros desfiladeros, pero lo que le confiere a éste un carácter especial es su longitud.
Se trata del único acceso a la comarca de Liébana desde la costa cántabra, por la N-621. Nosotros, sin embargo, íbamos a tomar la CA-282, que vira hacia el este, comunicando el desfiladero con los valles del Nansa y del Saja; pero eso lo cuento después.La carretera N-621 a su paso por el desfiladero es muy virada y estrecha, sin arcenes; y va paralela al río, que se cruza varias veces. La conducción requiere prestar atención y es casi imposible hacer un alto para deleitarse con el paisaje. Además, se anunciaban obras en la calzada. Los desprendimientos deben ser frecuentes porque en varios lugares hay colocadas redes protectoras de gran tamaño y… con piedras. Hice algunas fotos desde el interior del coche.
Casi al final (o al principio según la dirección que se lleve) del desfiladero se encuentra La Hermida, localidad que cobró relevancia en perjuicio de la de Linares en la ruta desde la costa a Liébana cuando, en el siglo XIX, se construyó la carretera a través del desfiladero, lo cual permitió también explotar sus fuentes de aguas termales mediante un hotel-balneario que se abrió en 1881 y adquirió bastante fama. Tras su “Belle Epoque” permaneció cerrado durante décadas, hasta que con el repunte del turismo en la zona se reconstruyó y se abrió de nuevo en 2006. Según nos contaron, aquí está el Mirador del Salmón con buenas vistas sobre el desfiladero, pero no paramos.
IGLESIA DE SANTA MARÍA DE LEBEÑA.
El cártel indicador de la iglesia aparece en pleno desfiladero y resulta difícil sospechar que en semejante lugar exista un paso que conduzca a una iglesia y menos todavía a un pueblo. Pero existe. Y merece la pena detenerse y echar un vistazo tanto por la peculiaridad de la iglesia como por su paisaje.
Lebeña es un pueblecito de apenas 90 habitantes, aposentado en una terraza casi inimaginable que se abre entre las paredes rocosas, con la garganta del río Rubejo formando un pequeño cañón lateral. De aquí parten varias rutas de senderismo. Sin embargo, su joya es la iglesia mozárabe de Santa María. Declarada Monumento Nacional en 1893, representa uno de los mejores testimonios del arte prerrománico en España. Documentos fechados en el año 924, atribuyen su fundación a los condes de Liébana, Don Alfonso y Doña Justa, aunque no se sabe con seguridad. La leyenda dice que lo erigieron para depositar los restos de Santo Toribio, que se encontraban en el monasterio de San Martín de Turieno (luego de Santo Toribio). Los monjes se opusieron al traslado y el duque recurrió a la fuerza. El santo enfureció y, por castigo divino, tanto el amo como sus siervos quedaron ciegos y no recobraron la vista hasta que el duque entregó al monasterio buena parte de sus riquezas y devolvió el cuerpo del santo, claro. Leyendas aparte, lo cierto es que durante siglos unos y otros se disputaron la iglesia de Lebeña y sus tierras circundantes cuya propiedad ejerció el abad de Santo Toribio entre los siglos XIV y XVI
. Pese a los motivos ornamentales exteriores propios del arte visigodo, el pórtico de acceso es del siglo XVIII y la torre de finales del XIX, así que lo más interesante de la iglesia está en el interior, con columnas y arcos visigodos y mozárabes, aunque destaca sobre todo la utilización pionera en el prerrománico de pilares compuestos. También se puede ver una talla policromada de la Virgen de la Buena Leche del siglo XV, que fue robada en 1993 y encontrada años después en un chalet de Torrevieja. Si se quiere entrar, lo mejor es consultar los horarios en internet ya que las visitas son guiadas. Yo tuve suerte y había una visita cinco minutos después de mi llegada. Cuesta dos euros y dura unos 25 minutos. La iglesia merece la pena y las explicaciones fueron interesantes.
También hay que hacer mención de sus dos árboles centenarios: un olivo y un tejo, que, según la leyenda, fueron plantados cuando se consagró la iglesia y, desde entonces, compartieron una historia de amor eterno. El olivo, al parecer, sigue intacto, pero el viento y las fuertes lluvias derribaron el tejo en marzo de 2007, causando una gran tristeza en el pueblo. Un naturalista cuidó durante diez años un ejemplar clonado del primitivo, que en 2017 se plantó junto a la iglesia, muy cerca del olivo.
MIRADOR DE SANTA CATALINA.
Pasado el Balneario de la Hermida y antes de llegar a la Iglesia de San Pelayo, cruzamos el puente sobre el río para tomar la carretera CA-282, que conduce al Mirador de Santa Catalina a través de una ruta vertiginosa que asciende mucho en poco tiempo ofreciendo unas vistas espectaculares. Sin embargo, hay que circular todavía doce kilómetros hasta alcanzar el aparcamiento del mirador más impresionante de la zona, tanto por las panorámicas que ofrece como por su longitud, pues muestra el desfiladero y el valle posterior, todo de punta a punta. De la carretera CA-282 sale, a la derecha, la CA-857, que lleva al mirador. Está bien indicado, por lo que no tiene pérdida.
Caminamos un poquito y, tras contemplar el pueblo de Tresviso colgado entre las peñas, una larga balconada se asoma a la costura de asfalto que se retuerce entre las paredes de roca, abriéndose paso hacia Liébana. Pese a que no hacía sol, o quizás por eso, el panorama resultaba sobrecogedor.
Se pueden contemplar varias perspectivas caminando unos metros en paralelo a la balconada, y se obtiene una bonita vista del valle y del pueblo de Cicera descendiendo un poco por un tramo que forma parte de una ruta senderista que habrá que investigar en algún momento.
Como no podía ser menos, también aquí se ha instalado una plataforma suspendida sobre el barranco desafiando el vértigo de los turistas. Espectacular.
CUEVA DE CHUFÍN.
Tras pasar un buen rato en el mirador, el tiempo empezó a apremiarnos porque teníamos reserva para la Cueva de Chufín a las cuatro menos veinte y a la una y media estábamos a 19 kilómetros de Celis, el lugar previsto para almorzar ya que cuenta con varios restaurantes acostumbrados a servir menús a turistas con prisas al estar muy cerca de la Cueva del Soplao. Además, estábamos a un par de kilómetros del punto de recepción de visitantes de la cueva que íbamos a visitar. Elegimos el Mesón de Celis, donde servían con una celeridad que daba gusto y hasta nos sobró tiempo. El menú costaba 11 o 12 euros, no recuerdo. Tenían varios platos para elegir, pero la especialidad era el cocido montañés, muy diferente del cocido lebaniego, ya que se parece más a un potaje castellano, con alubias blancas, berzas, patatas, costilla, carne y oreja de cerdo. Muy rico y contundente. Fue suficiente para mí, que tomé medio menú.
Alrededores de Riclones.
Para ver la Cueva de Chufín hay que ir a la localidad de Riclones, en el valle del río Nansa. Como muchas otras en Cantabria, alberga pinturas rupestres, si bien tiene cosas que la hacen un tanto especial, por ejemplo, que hay que entrar casi reptando y que cuenta con una pequeña laguna en su interior. Pero iré por partes. El entorno en el que se ubica la cueva se vio alterado por la construcción del pantano de la Palombera, que elevó el cauce del río unos 30 metros, inundando parte de las galerías que hace miles de años ocuparon los grupos paleolíticos que nos dejaron su valiosa huella, si bien el nombre de la cueva se refiere al Moro Chufín, quien según la leyenda escondió su tesoro en el interior, aunque fue buscado en vano durante siglos por muchos lugareños. Debido a las variaciones del nivel del agua, la cueva solo se puede visitar en verano, si las lluvias no lo impiden. Hace años, a la cueva se llegaba mediante barcas y un par de ellas aún yacen abandonadas en las aguas del pantano, en el cual se están realizando obras para construir una especie de ascensor que posibilite la subida de los salmones, como antaño, aunque antes los nuevos ejemplares tendrán que aprender tal comportamiento en una instalación especializada que existe en Arredondo, a la cual me referiré más adelante.
Es mejor reservar con antelación por internet ya que solo pueden acceder cinco personas por visita y creo recordar que no hay más que cuatro turnos al día. Entrar al resto de las cuevas cántabras cuesta 3 euros, pero ésta es más cara, 15 euros; claro que la visita se prolonga casi dos horas. Hay que presentarse en el punto de recepción de visitantes 10 minutos antes del comienzo. Desde allí, la guía lleva al grupo en un vehículo todo terreno hasta un lugar en el monte y, luego, se sigue a pie por un entretenido sendero hasta alcanzar la cueva.
Entrada de la cueva.
Al entrar, proporcionan una linterna (no hay iluminación en el interior), un casco, una redecilla para el pelo y unas rodilleras pues hay que arrastrarse unos metros por un espacio de techo muy bajo hasta llegar a una sala amplia, en cuya parte final se encuentran las pinturas y un pequeño lago, cuyo nivel de agua varía, ya que no es natural sino consecuencia del embalse. Durante nuestra visita el nivel del agua era bajo y no se apreciaba bien debido a la oscuridad. Tampoco es posible asomarse desde muy cerca porque la sima es tremenda y existe riesgo de caer al vacío al no existir vallas ni protecciones. En las paredes se ven perfectamente marcas de puntos y dibujos de un color rojo intenso, que representan caballos, un uro, un ciervo, figuras femeninas y lo que pudieran ser trazos de genitales. También hay grabados realizados mediante incisión y abrasión. La visita fue muy interesante, diferente a la de otras cuevas. Está prohibido hacer fotos en el interior.
CARMONA.
De vuelta al coche, continuamos por la carretera CA-182, que va paralela a los ríos Nansa y Quivierda, y ofrece una bella muestra de los verdes panoramas cántabros. Hicimos un alto para visitar Carmona pues me habían comentado que es uno de los pueblos más bonitos de Cantabria, aunque no de los más conocidos. Y sí que es bonito, mucho. Y también muy tranquilo porque recibe menos turismo que otros de más renombre.
Pertenece al ayuntamiento de Cabuérniga, del que dista 11 kilómetros, cuenta con menos de un centenar de habitantes censados y se encuentra en un bello enclave natural, entre los valles del Saja y del Nansa, cuyo afluente, el Quivierda, hace una curva a la altura del caserío, cruzándolo varias veces. Merece la pena contemplar los bucólicos paisajes desde sus puentes y encaminarse hacia el centro del pueblo, en una de cuyas plazas se encuentra la iglesia de San Roque.
Declarada conjunto histórico-artístico, Carmona atrae enseguida por la sobria belleza de su arquitectura tradicional, con casas de piedra y balconadas de madera en las que no faltan macetas con flores que ponen su alegre punto de color. Sin embargo, lo que resulta más sorprendente es que en un pueblo pequeño y recóndito existan más de media docena de casas señoriales de los siglos XVII y XVIII, típicas casonas montañesas de gruesos muros, que fueron residencias de familias nobles e indianos acomodados, una de las cuales, el Palacio de los Diaz Cossio y Mier, se ha convertido en alojamiento turístico.
Además, en sus calles se encuentran constantes referencias a oficios antiguos, como el de los artesanos que fabrican albarcas y otros útiles de madera; o al modo de vida ganadero, con la escultura dedicada a la vaca de Tudanca, una raza autóctona de las montañas occidentales cántabras.
En resumen, muy recomendable detenerse un ratito en Carmona y pasear sin prisas por sus tranquilas callejuelas empedradas, siempre con los campos verdes alrededor.
MIRADOR DE LA ASOMADA DEL RIBERO Y MIRADOR DE LA VUELTUCA.
Continuamos nuestro camino hacia Ruente, a 15 kilómetros, por la CA-182, que, al poco, dio un acusado giro a la derecha empezando el ascenso que conduce a la “Collá de Carmona”, proporcionando unos paisajes espléndidos de la Sierra del Escudo de Cabuérniga, así como del propio pueblo de Carmona y el barrio de San Pedro, que se pueden contemplar con todo detalle desde el Mirador de la Asomada del Ribero.
Más adelante, nos detuvimos en el Mirador de la Vueltuca, con una vista panorámica de la cara opuesta del Valle de Cabuérniga, enfilando ya hacia el río Saja, y varios pueblos, como Valle, el más cercano desde aquella perspectiva.
Una vez en el valle, en Valle (así se llama el pueblo), la carretera CA-182 se une a la CA-180, en la que giramos hacia la izquierda para dirigirnos cuatro kilómetros al norte, a Ruente, nuestro destino final de ese día.Pero eso lo dejo para la siguiente etapa.