Viernes de 19 kms con inicio en “la plaza” Alexanderplatzzzzz; la revoltosa, el meollo berlinés donde se junta todo los incompatible nativo y forastero; la Roma de todos los caminos a la que se va a parar aunque uno no quiera, engullido por el saco platzzzzz de vallas; estaciones de U-metros, S-trenes, M-trams, B-buses, T-taxis, P-patinetes; restaurantes de rápidas comidas, cafeterías de iced latte macchiatos con pajita que no tira; tenderetes de camisetas de monigotes verde o rojos de semáforo; bicis contraculturales; forajidos antisistema tatuados; terrestres errantes; aullidos de sirenas de la polizei; labios pintados de currywurst; …
Un par de horas antes de apearnos en la estación de tren de la babilónica platzzzzz, habíamos tocado tierra en la terminal 1 del flughafen Berlin Brandenburgo, procedentes de la desembocadura del Llobregat, tras 2 horas y media en el aire, cívicamente sentados con los codos pegados a las costillas. Tras darle de comer 9 euros a una ranura tragaperras de una de las máquinas del andén de la estación, nos desliza un germánico Euro Ticket, que permite que cualquier ser humano o animal, tras validarlo con nombre y apellidos o huella de garra o pezuña, pueda viajar en el transporte alemán durante el mes natural en el que se extrae el bono, como por ejemplo el tren RE7 que en media hora nos deja en la diana del centro de Berlín, desde donde tardamos un cuarto de hora en decirle ábrete sésamo a la puerta de cristal acristalado cristalino del Leonardo Royal Hotel de la calle Otto Braun.
Para estrenar las andanzas del viaje, regresamos a la plaza para cortar con ceremonia una cinta roja con unas sólidas tijeras alemanas, bajo la icónica torre de TV de Berlín, una bola de golf pinchada en un palo, construida en 1969 por el gobierno megalómano de la entonces República Democrática Alemana, que actualmente además de telecomunicar, sirve de observatorio para que más de un millón de turistas mirones anuales, recuenten las tejas de los tejados de la ciudad, den con alguna lentilla que se le ha caído a su pareja en la calle, o se deleiten con el elegante marrón amarillento de la capa de dióxido de nitrógeno que flota a esas alturas.
Ahorramos los 25 euros por cabeza que sablean por la atracción voyeur, y nos contentamos con ir a la plaza contigua, para admirar una fuente con un verdoso Neptuno con tridente, que tieso y en pose chulesca, ignora a unos cuantos niños que juegan a su majestuoso alrededor, a cuatro señoras sentadas en la base con la mirada perdida, y a una tortuga, un cocodrilo, una langosta, una foca y una serpiente, que le lanzan chorros de agua por la boca a sus divinos pinreles. Le hago unas cuantas fotos al portento, y de repente me percato de que el dios romano, no aparta su penetrante mirada del edificio rojo que tiene frente a él.
Informado del edificio, comprendo de inmediato que Neptuno no les quite el ojo a los regidores que politiquean en el interior del Ayuntamiento rojo de la ciudad, Rotes Rathaus, un edificio renacentista de 1869 que, básicamente, es un taco rectangular de ladrillos rojizos lleno de ventanales alargados, con una torre con relojes incrustada en medio, y coronada por una flameante bandera con una franja blanca horizontal entre dos rojas, con un oso negro con la lengua fuera. Sentado cerca de la fuente, aguzo el oído lo suficiente como para llegar a escuchar como varios ediles hablan del último Mercedes que se han comprado, y en otro corrillo, al concejal de Bienestar Social proponiendo quedar a tomarse unas jarras de cerveza después de la sesión que, según su opinión, está siendo especialmente soporífera y no se acaba nunca. Para tranquilidad de Neptuno y su tridente, no escucho nada de ninguna actuación sobre la fuente, aunque él sigue mirando en dirección al edificio sin pestañear.
Desde la fontana del barbudo dios, olfateamos agua de río, y en 5 minutos nos apoltronamos en unas cómodas sillas instaladas en el asfaltado paseo de la orilla del Spree, para descansar del duro esfuerzo realizado, mientras observamos el armonioso navegar de las barcazas turísticas que surcan las aguas fluviales transportando unos maniquíes sentados, que menean la cabeza articulada de izquierda a derecha y de derecha a izquierda. En el horizontal horizonte de la orilla opuesta, admiramos la postal de la Berliner Fernsehturm, alias bola de golf pinchada en un palo, que se recorta contra el nítido cielo azul de ese viernes de julio berlinés. El río Spree, un afluente de un afluente del Elba, serpentea y se ensancha por la ciudad hasta formar un puerto fluvial, y alcanza el Mar Báltico a través de canales navegables.
Sosegados tras la sesión de meditación fluvial, cruzamos por un puente del Spree para apreciar la cúpula verde de la catedral evangélica de Berlín, la Berliner Dom, un edificio neobarroco de principios del siglo XX en la isla de los museos, construido sobre los cimientos de la anterior catedral barroca de 1747 que, como muchísimo tocho de Berlín, fue destrozado por un bombazo en 1944. La reconstruida estructura actual que se inició en 1975, acabó en el 2002, pero los sótanos del templo, continuan albergando la cripta con 90 tumbas de una familia imperial alemana de apellido tan dulcemente sonoro, delicado y ascensorista como Hohenzollern. La entrada cuesta 7 eurazos, pero los andamios que por supuesto la adornan, nos sirven de excusa perfecta para salir disparados con una enorme alegría.
Obsesionados con cruzar una y otra vez el Spree, regresamos por el puente en dirección a los puntiagudos colmillos verdes de la iglesia de San Nicolás que, sin necesidad de mirar el GPS, te situan en el barrio de Nikolaiviertel, o sea en el barrio del santo de la iglesia de los puntiaguos colmillos verdes al que nos dirigimos tras cruzar de nuevo obsesionados el río Spree. San Nicolás es ese santo que derivó en un rechoncho anciano que en Navidad se viste de etiqueta de coca-cola, y va repartiendo regalos a los niños, montado en un trineo volador tirado por renos, lo cual es un poco siniestro, aunque nosotros lo ignoramos y damos una vuelta por su barrio.
Lo cierto es que Nikolaiviertel es encantadoramente empedrado, coqueto y restaurado. Tampoco es que sea un barrio monumental y extenso, pero no por ello deja de ser el enclave del antiguo casco histórico de callejuelas medievales a la orilla del Spree, río al que nos hemos vuelto adictos a cruzar. Según las malas o buenas lenguas según se mire, reconstruido en los años 80 más medieval de lo que nunca fue, el barrio alojaba en su época de esplendor a artesanos y comerciantes, hasta que fue destruido al final de la II Guerra Mundial. Actualmente, en las pocas callejuelas achuchadas contra la iglesia de Papá Noel, se pueden encontrar terracitas de restaurantes y cafeterías, comercios con la etiqueta de “tienda con encanto”, las bonitas nuevas casas de las calles de adoquines, rincones al amparo del frescor de los muros de la iglesia, y poca cosa más.
Regresamos al inicio para saludar al imperturbable Neptuno, a los concejales ya ebrios por las cervezas, y a los fisgones de la torre de TV, y continuamos hacia el norte en paralelo al río hasta la encrucijada ferroviaria de Hackescher Markt, donde arranca la calle Rosenthaler, ubicación de nuestra siguiente inspección turística. En el número 39, bajo lo que parece una antigua fábrica textil, que actualmente aloja el Centro Anna Frank, se encuentra un oscuro pasadizo con arco, con la entrada desconchada, empapelada de carteles y coronada por el letrero del cine Kino Central.
La teletransportación del bullicio y el tráfico de la calle Rosenthaler al otro lado del pasadizo, es una inesperada experiencia que no deja indiferente, al aparecerse un caótico planeta de patios interiores entre edificios, devorados por las plantas y la explosión de colores de pegatinas, inscripciones, multas, pintadas, anuncios, grafitis, carteles, retratos, papel WC, y banderines, que colonizan las paredes, buzones, puertas, vestíbulos y escaleras de los edificios y bajos, de este callejón de patios llamado “callejón de los pollos muertos”, en honor al grupo de jóvenes que se autodenominaban así, y que lo ocuparon tras la caída del muro, para poder dar rienda suelta a sus sprays y a sus ideas.
Mientras en las mesas compartidas del par de bares del callejón, la gente toma algo y charla animadamente, otros esperan de pie antes de entrar al cine, a alguna exposición, a una conferencia o charla, a una tienda de objetos que no están en venta, o a un espectáculo; o recorren los patios para investigar si el pasaje tiene final, o se va a ser engullido por algún monstruo de metal oxidado, o abducido por algún sótano. Pegado a las paredes grises, noto como ya estoy cubierto de pegatinas, y me siento a descansar y disparar con mi cámara a cualquier lado con los ojos cerrados, ya que da igual el encuadre, porque siempre saldrán fotos idénticas.
Dando tumbos, traspasamos el umbral del espacio interior para volver al mundo real, pero todavía bajo los efectos narcóticos del pegamento de las pegatinas, somos tragados por otro pasadizo, el del número 40 de la calle, que se encuentra bajo el rótulo Die Hackeschen Höfe, al lado de los del restaurante Hackescher Hof.
Los Hackesche Höfe frente a Hackescher Markt, en antiguo territorio judío del distrito de Mitte, son unos edificios históricos, algunos Art Nouveau, que forman un entramado de 8 patios interconectados. Inaugurados en 1906, formaban parte de un conjunto obra del arquitecto Kurt Berndt, que planeó el complejo residencial, comercial y de ocio más grande de Alemania, entrelazando los fines de cada patio o grupo de patios, de tal manera, que los edificios del primero estaban dedicados a fines lúdicos y culturales, como salones de baile o cafeterías; los de los siguientes a empresas y comercios de ropa, pieles, muebles, metales, instrumentos musicales, etcétera; y los de los últimos, a viviendas. El primer y principal patio, el Hof 1, es el que contiene los edificios con las atractivas fachadas de estilo Jugendstil o Secesión de Viena, la versión modernista austriaca.
Hoy en día, tras su destrucción parcial durante la guerra, su catalogación como monumento histórico en 1972, y su restauración en los años 90, este rincón berlinés frecuentado por locales y turistas, que cuenta con oficinas, tiendas, restaurantes y cafeterías, galerías de arte, sala de cine, teatro de variedades, etcétera, está animado a cualquier hora, excepto los patios de los edificios habitados que se cierran todas las noches.
Es hora de repostar y nos acercamos a los garitos resguardados contra los muros de la estación de tren de Hackescher Markt que, estrenada en 1882, es la única de Berlín junto a la estación de Bellevue, que mantiene su estado original, donde nos sentamos en la terraza del BBQ Kitchen, para inaugurar la gastronomía berlinesa de la manera más auténtica posible.
Alejando de mi pensamiento la visión de unos turistas en un restaurante de cualquier punto turístico de España con una Paellador y una jarra de sangría, solicitamos 2 currywursts con patatas fritas congeladas, una ensalada César sin pollo, una pilsner y una coca-cola zero. Con las salchichas en el buche, nos sentimos ya más integrados en la cultura alemana, y tras pagar los casi 30 € del fast food, comenzamos la segunda parte del circuito, caminando media hora hasta un “must” de Berlín, el Checkpoint Charlie.
Este paso fronterizo en la histórica calle de Friedrichstrasse, que evoca películas de espías, que debe su nombre a que tras los Checkpoint A (Alfa) de Helmstedt-Marienborn y Checkpoint B (Bravo) de Dreilinden-Drewitz, fue el tercer puesto de control abierto por los aliados, y que era el único por el que los soviéticos permitían pasar a Berlín Oriental, se hizo famoso por la crisis de los tanques de Octubre del 61, cuando los soviets y los cowboys, empezaron a hacerse mutuamente peinetas y cortes de mangas, hasta acabar encañonándose en el checkpoint a menos de 100 metros, con unos escuadrones de carros de combate, después de que los Vopos, la policía militarizada Volkspolizei de la RDA que custodiaba alambradas y pasos, tras recibir órdenes de “arriba”, empezaran a registrar los bolsillos, en busca de chicles y tabaco, a los diplomáticos y miembros de las fuerzas armadas aliadas de USA, Francia, Inglaterra, que querían darse una vuelta por el Este.
Tras 16 horas de diálogo indirecto entre JF Kennedy y Nikita Khruschev, a través de Bobby Kennedy, hermano de JFK, y el espía ruso Georgi Bolshakov que ejercía de periodista acreditado en la Casa Blanca, en la mañana del 28 de octubre de 1961, los tanques rusos recularon hasta detrás de unos edificios de Friedrichstrasse, fuera del alcance de la vista del lado occidental, para que inmediatamente hicieran los mismo los tanques estadounidenses.
Durante los cerca de 30 años que estuvo en pie el Checkpoint Charlie, se estima que solo lograron cruzarlo para escapar de Alemania Oriental, unas 200 de las 5.000 personas que lo intentaron, y cuatro personas murieron en el muro cerca del puesto de control. De ellas, una fue Reinhold Huhn, un guardia fronterizo de 20 años de la RDA, tiroteado por un ciudadano que iba a escapar por un túnel con su familia a Berlín Occidental, y otra fue Peter Fechter, una de las víctimas más mediáticas de las que cayeron intentando pasar al Oeste, a quien se erigió una pequeña columna conmemorativa en el lugar donde falleció, y donde todos los 13 de agosto, aniversario de la construcción del muro, ciudadanos y políticos rinden homenaje a todas las víctimas.
En la tarde del 17 de agosto de 1962, dos amigos de 18 años, Fechter y Helmut Kulbeik, echaron a correr hacia el muro de Berlín, bajo los disparos de los guardias del lado oriental. Kulbeik logró saltarlo, pero Fechter recibió un tiro en la pierna y cayó a los pies del muro, mientras cientos de personas del lado occidental que miraban horrorizados la escena, veían como ni los guardias norteamericanos del Checkpoint ni los Volpos del otro lado, movían un solo dedo para socorrer al infortunado joven, que agonizó desangrándose y pidiendo ayuda a gritos hasta morir al cabo de 1 hora, momento en el que los guardias de la RDA se acercaron a recuperar el cadaver. Años después, en marzo del 97, dos de los tres guardias que habían disparado, uno ya había fallecido, confesaron durante un juicio y fueron condenados a 21 meses de prisión, aunque nunca se ha sabido quien disparó la bala que mató al joven.
El turístico Checkpoint Charlie de hoy en día, es una réplica del puesto de control derruido en el 90, al lado del cual, se encuentran el museo Haus am Checkpoint Charlie, y unas instalaciones llamadas Black Box, en las que a través de una exposición multimedia, se profundiza en ese sombrío periodo de división alemana y europea.
Un estoico rato después de intentar lograr la misión imposible de fotografiar el point de control, sin la presencia de un cuerpo humano entero o de trozos como unos dientes Pantoja, una pierna, un hígado o un pulgar levantado, nos largamos girando por Zimmerstrasse, hasta pasar la pista del enorme globo aerostático azul del Air Service Berlín, que por 27 €, asciende amarrado a un cable de acero hasta los 150 metros, para que desde una jaula redonda los clientes puedan mirar cara a cara a los mirones de la bola de golf pinchada en un palo de la torre de TV, y nada más cruzar la calle, llegamos en pocos minutos a la gran explanada del recinto de la exposición gratuita, la “Topografía del Terror”.
Dividida en dos partes, una en el edificio y otra en una trinchera excavada en la explanada, bajo una sección de muro, la exposición está montada en los terrenos donde entre 1933 y 1945, los nazis tenían las sedes de las “instituciones” más importantes de su perverso aparato de terror: cuartel general de la Gestapo, jefaturas de la SS, y oficina de Seguridad del Reich, que destruidos o dañados durante la guerra, se demolieron totalmente en 1956. En 1987 fue instalado un servicio para documentar todos los crímenes cometidos por los aparatos nazis, y en 2010, se inauguró el centro actual que, a pesar de la dureza de sus contenidos, es un interesante recorrido del terrorífico sistema de persecución y exterminio que planificó y ejecutó ese régimen desde su ascenso al poder en 1933 hasta su derrota en 1945. Con una duración aproximada de 1 hora, los sábados y domingos, se ofrecen visitas guiadas en español.
Caminando 1 km hacia el norte, llegamos hasta la plaza del Monumento al Holocausto, o Monumento memorial a los judíos asesinados en Europa, una impactante instalación cuadriculada, erigida con 2711 bloques de hormigón de diferentes alturas, entre los que se puede pasear como si de un laberinto se tratase. Desde uno de los lados de la cuadrícula, se accede a un espacio subterráneo en el que se encuentra el Centro de Información.
En línea recta hacia el norte, a apenas 300 metros, entre la Plaza de París o Pariser Platz, remate del gran y conocido Bulevar Unter den Linden, y la calle del 17 de junio, la gran avenida que atraviesa a lo largo el parque de Tiergarten, se levanta imponente otro de los símbolos berlineses, la neoclásica Puerta de Brandenburgo, Brandenburger Tor, la única en pie de las 18 antiguas puertas de la ciudad, construida en 1791, que con sus 26 metros de alto coronados con una cuádriga de cobre tirada por la Diosa de la Victoria, simbolizando la paz para la ciudad, y cinco entradas, la principal central y dos más pequeñas a cada lado, ha visto pasar a reyes, y desfilar a las tropas de Napoleón, y a los ejércitos nazis.
Dado que durante nuestra visita, en la que se encontraba semitapada por lonas y escenarios para las celebraciones del día del Orgullo LGTBI, y rodeada por una multitud de turistas, entre los que me encontraba, era prácticamente imposible poder apreciarla en todo su esplendor, no nos entretuvimos mucho, y seguimos ascendiendo unos 500 metros al norte, hasta las paredes del edificio del Reichstag, el Parlamento Alemán, esa sede donde se marcan las políticas económicas de Europa.
Una vez rodeado, y misteriosamente, con un montón de billetes menos en la cartera, nos dirigimos a la entrada para las visitas gratuitas a la azotea y la cúpula del Parlamento, pero como nos informan amablemente que el procedimiento es registrarse online previamente, y que no quedan plazas libres para el resto del día, nos quedamos sin visitarla. La cúpula está abierta todos los días de 8 a 24 horas, y en el jardín de la azotea hay un restaurante que está abierto a diario, en el que se puede reservar mesa por teléfono.
Registro visita cúpula: formulario de registro
Llevamos en pie desde la madrugada, y pateando todo el día, así que frente a la Plaza de la República del Parlamento, nos metemos en una cafetería Biergarten del extremo del parque de Tiergarten, llamada Berlín Pavillion, y nos tomamos una merecida jarra de cerveza, para afrontar los 3 kms de vuelta hasta la calle Otto Braun, entrar a comprar combustibles sólidos y líquidos en un super Edeka cercano, y retirarnos a nuestra habitación del Leonardo Royal Hotel de Berlín.
Un par de horas antes de apearnos en la estación de tren de la babilónica platzzzzz, habíamos tocado tierra en la terminal 1 del flughafen Berlin Brandenburgo, procedentes de la desembocadura del Llobregat, tras 2 horas y media en el aire, cívicamente sentados con los codos pegados a las costillas. Tras darle de comer 9 euros a una ranura tragaperras de una de las máquinas del andén de la estación, nos desliza un germánico Euro Ticket, que permite que cualquier ser humano o animal, tras validarlo con nombre y apellidos o huella de garra o pezuña, pueda viajar en el transporte alemán durante el mes natural en el que se extrae el bono, como por ejemplo el tren RE7 que en media hora nos deja en la diana del centro de Berlín, desde donde tardamos un cuarto de hora en decirle ábrete sésamo a la puerta de cristal acristalado cristalino del Leonardo Royal Hotel de la calle Otto Braun.
Para estrenar las andanzas del viaje, regresamos a la plaza para cortar con ceremonia una cinta roja con unas sólidas tijeras alemanas, bajo la icónica torre de TV de Berlín, una bola de golf pinchada en un palo, construida en 1969 por el gobierno megalómano de la entonces República Democrática Alemana, que actualmente además de telecomunicar, sirve de observatorio para que más de un millón de turistas mirones anuales, recuenten las tejas de los tejados de la ciudad, den con alguna lentilla que se le ha caído a su pareja en la calle, o se deleiten con el elegante marrón amarillento de la capa de dióxido de nitrógeno que flota a esas alturas.
Ahorramos los 25 euros por cabeza que sablean por la atracción voyeur, y nos contentamos con ir a la plaza contigua, para admirar una fuente con un verdoso Neptuno con tridente, que tieso y en pose chulesca, ignora a unos cuantos niños que juegan a su majestuoso alrededor, a cuatro señoras sentadas en la base con la mirada perdida, y a una tortuga, un cocodrilo, una langosta, una foca y una serpiente, que le lanzan chorros de agua por la boca a sus divinos pinreles. Le hago unas cuantas fotos al portento, y de repente me percato de que el dios romano, no aparta su penetrante mirada del edificio rojo que tiene frente a él.
Informado del edificio, comprendo de inmediato que Neptuno no les quite el ojo a los regidores que politiquean en el interior del Ayuntamiento rojo de la ciudad, Rotes Rathaus, un edificio renacentista de 1869 que, básicamente, es un taco rectangular de ladrillos rojizos lleno de ventanales alargados, con una torre con relojes incrustada en medio, y coronada por una flameante bandera con una franja blanca horizontal entre dos rojas, con un oso negro con la lengua fuera. Sentado cerca de la fuente, aguzo el oído lo suficiente como para llegar a escuchar como varios ediles hablan del último Mercedes que se han comprado, y en otro corrillo, al concejal de Bienestar Social proponiendo quedar a tomarse unas jarras de cerveza después de la sesión que, según su opinión, está siendo especialmente soporífera y no se acaba nunca. Para tranquilidad de Neptuno y su tridente, no escucho nada de ninguna actuación sobre la fuente, aunque él sigue mirando en dirección al edificio sin pestañear.
Desde la fontana del barbudo dios, olfateamos agua de río, y en 5 minutos nos apoltronamos en unas cómodas sillas instaladas en el asfaltado paseo de la orilla del Spree, para descansar del duro esfuerzo realizado, mientras observamos el armonioso navegar de las barcazas turísticas que surcan las aguas fluviales transportando unos maniquíes sentados, que menean la cabeza articulada de izquierda a derecha y de derecha a izquierda. En el horizontal horizonte de la orilla opuesta, admiramos la postal de la Berliner Fernsehturm, alias bola de golf pinchada en un palo, que se recorta contra el nítido cielo azul de ese viernes de julio berlinés. El río Spree, un afluente de un afluente del Elba, serpentea y se ensancha por la ciudad hasta formar un puerto fluvial, y alcanza el Mar Báltico a través de canales navegables.
Sosegados tras la sesión de meditación fluvial, cruzamos por un puente del Spree para apreciar la cúpula verde de la catedral evangélica de Berlín, la Berliner Dom, un edificio neobarroco de principios del siglo XX en la isla de los museos, construido sobre los cimientos de la anterior catedral barroca de 1747 que, como muchísimo tocho de Berlín, fue destrozado por un bombazo en 1944. La reconstruida estructura actual que se inició en 1975, acabó en el 2002, pero los sótanos del templo, continuan albergando la cripta con 90 tumbas de una familia imperial alemana de apellido tan dulcemente sonoro, delicado y ascensorista como Hohenzollern. La entrada cuesta 7 eurazos, pero los andamios que por supuesto la adornan, nos sirven de excusa perfecta para salir disparados con una enorme alegría.
Obsesionados con cruzar una y otra vez el Spree, regresamos por el puente en dirección a los puntiagudos colmillos verdes de la iglesia de San Nicolás que, sin necesidad de mirar el GPS, te situan en el barrio de Nikolaiviertel, o sea en el barrio del santo de la iglesia de los puntiaguos colmillos verdes al que nos dirigimos tras cruzar de nuevo obsesionados el río Spree. San Nicolás es ese santo que derivó en un rechoncho anciano que en Navidad se viste de etiqueta de coca-cola, y va repartiendo regalos a los niños, montado en un trineo volador tirado por renos, lo cual es un poco siniestro, aunque nosotros lo ignoramos y damos una vuelta por su barrio.
Lo cierto es que Nikolaiviertel es encantadoramente empedrado, coqueto y restaurado. Tampoco es que sea un barrio monumental y extenso, pero no por ello deja de ser el enclave del antiguo casco histórico de callejuelas medievales a la orilla del Spree, río al que nos hemos vuelto adictos a cruzar. Según las malas o buenas lenguas según se mire, reconstruido en los años 80 más medieval de lo que nunca fue, el barrio alojaba en su época de esplendor a artesanos y comerciantes, hasta que fue destruido al final de la II Guerra Mundial. Actualmente, en las pocas callejuelas achuchadas contra la iglesia de Papá Noel, se pueden encontrar terracitas de restaurantes y cafeterías, comercios con la etiqueta de “tienda con encanto”, las bonitas nuevas casas de las calles de adoquines, rincones al amparo del frescor de los muros de la iglesia, y poca cosa más.
Regresamos al inicio para saludar al imperturbable Neptuno, a los concejales ya ebrios por las cervezas, y a los fisgones de la torre de TV, y continuamos hacia el norte en paralelo al río hasta la encrucijada ferroviaria de Hackescher Markt, donde arranca la calle Rosenthaler, ubicación de nuestra siguiente inspección turística. En el número 39, bajo lo que parece una antigua fábrica textil, que actualmente aloja el Centro Anna Frank, se encuentra un oscuro pasadizo con arco, con la entrada desconchada, empapelada de carteles y coronada por el letrero del cine Kino Central.
La teletransportación del bullicio y el tráfico de la calle Rosenthaler al otro lado del pasadizo, es una inesperada experiencia que no deja indiferente, al aparecerse un caótico planeta de patios interiores entre edificios, devorados por las plantas y la explosión de colores de pegatinas, inscripciones, multas, pintadas, anuncios, grafitis, carteles, retratos, papel WC, y banderines, que colonizan las paredes, buzones, puertas, vestíbulos y escaleras de los edificios y bajos, de este callejón de patios llamado “callejón de los pollos muertos”, en honor al grupo de jóvenes que se autodenominaban así, y que lo ocuparon tras la caída del muro, para poder dar rienda suelta a sus sprays y a sus ideas.
Mientras en las mesas compartidas del par de bares del callejón, la gente toma algo y charla animadamente, otros esperan de pie antes de entrar al cine, a alguna exposición, a una conferencia o charla, a una tienda de objetos que no están en venta, o a un espectáculo; o recorren los patios para investigar si el pasaje tiene final, o se va a ser engullido por algún monstruo de metal oxidado, o abducido por algún sótano. Pegado a las paredes grises, noto como ya estoy cubierto de pegatinas, y me siento a descansar y disparar con mi cámara a cualquier lado con los ojos cerrados, ya que da igual el encuadre, porque siempre saldrán fotos idénticas.
Dando tumbos, traspasamos el umbral del espacio interior para volver al mundo real, pero todavía bajo los efectos narcóticos del pegamento de las pegatinas, somos tragados por otro pasadizo, el del número 40 de la calle, que se encuentra bajo el rótulo Die Hackeschen Höfe, al lado de los del restaurante Hackescher Hof.
Los Hackesche Höfe frente a Hackescher Markt, en antiguo territorio judío del distrito de Mitte, son unos edificios históricos, algunos Art Nouveau, que forman un entramado de 8 patios interconectados. Inaugurados en 1906, formaban parte de un conjunto obra del arquitecto Kurt Berndt, que planeó el complejo residencial, comercial y de ocio más grande de Alemania, entrelazando los fines de cada patio o grupo de patios, de tal manera, que los edificios del primero estaban dedicados a fines lúdicos y culturales, como salones de baile o cafeterías; los de los siguientes a empresas y comercios de ropa, pieles, muebles, metales, instrumentos musicales, etcétera; y los de los últimos, a viviendas. El primer y principal patio, el Hof 1, es el que contiene los edificios con las atractivas fachadas de estilo Jugendstil o Secesión de Viena, la versión modernista austriaca.
Hoy en día, tras su destrucción parcial durante la guerra, su catalogación como monumento histórico en 1972, y su restauración en los años 90, este rincón berlinés frecuentado por locales y turistas, que cuenta con oficinas, tiendas, restaurantes y cafeterías, galerías de arte, sala de cine, teatro de variedades, etcétera, está animado a cualquier hora, excepto los patios de los edificios habitados que se cierran todas las noches.
Es hora de repostar y nos acercamos a los garitos resguardados contra los muros de la estación de tren de Hackescher Markt que, estrenada en 1882, es la única de Berlín junto a la estación de Bellevue, que mantiene su estado original, donde nos sentamos en la terraza del BBQ Kitchen, para inaugurar la gastronomía berlinesa de la manera más auténtica posible.
Alejando de mi pensamiento la visión de unos turistas en un restaurante de cualquier punto turístico de España con una Paellador y una jarra de sangría, solicitamos 2 currywursts con patatas fritas congeladas, una ensalada César sin pollo, una pilsner y una coca-cola zero. Con las salchichas en el buche, nos sentimos ya más integrados en la cultura alemana, y tras pagar los casi 30 € del fast food, comenzamos la segunda parte del circuito, caminando media hora hasta un “must” de Berlín, el Checkpoint Charlie.
Este paso fronterizo en la histórica calle de Friedrichstrasse, que evoca películas de espías, que debe su nombre a que tras los Checkpoint A (Alfa) de Helmstedt-Marienborn y Checkpoint B (Bravo) de Dreilinden-Drewitz, fue el tercer puesto de control abierto por los aliados, y que era el único por el que los soviéticos permitían pasar a Berlín Oriental, se hizo famoso por la crisis de los tanques de Octubre del 61, cuando los soviets y los cowboys, empezaron a hacerse mutuamente peinetas y cortes de mangas, hasta acabar encañonándose en el checkpoint a menos de 100 metros, con unos escuadrones de carros de combate, después de que los Vopos, la policía militarizada Volkspolizei de la RDA que custodiaba alambradas y pasos, tras recibir órdenes de “arriba”, empezaran a registrar los bolsillos, en busca de chicles y tabaco, a los diplomáticos y miembros de las fuerzas armadas aliadas de USA, Francia, Inglaterra, que querían darse una vuelta por el Este.
Tras 16 horas de diálogo indirecto entre JF Kennedy y Nikita Khruschev, a través de Bobby Kennedy, hermano de JFK, y el espía ruso Georgi Bolshakov que ejercía de periodista acreditado en la Casa Blanca, en la mañana del 28 de octubre de 1961, los tanques rusos recularon hasta detrás de unos edificios de Friedrichstrasse, fuera del alcance de la vista del lado occidental, para que inmediatamente hicieran los mismo los tanques estadounidenses.
Durante los cerca de 30 años que estuvo en pie el Checkpoint Charlie, se estima que solo lograron cruzarlo para escapar de Alemania Oriental, unas 200 de las 5.000 personas que lo intentaron, y cuatro personas murieron en el muro cerca del puesto de control. De ellas, una fue Reinhold Huhn, un guardia fronterizo de 20 años de la RDA, tiroteado por un ciudadano que iba a escapar por un túnel con su familia a Berlín Occidental, y otra fue Peter Fechter, una de las víctimas más mediáticas de las que cayeron intentando pasar al Oeste, a quien se erigió una pequeña columna conmemorativa en el lugar donde falleció, y donde todos los 13 de agosto, aniversario de la construcción del muro, ciudadanos y políticos rinden homenaje a todas las víctimas.
En la tarde del 17 de agosto de 1962, dos amigos de 18 años, Fechter y Helmut Kulbeik, echaron a correr hacia el muro de Berlín, bajo los disparos de los guardias del lado oriental. Kulbeik logró saltarlo, pero Fechter recibió un tiro en la pierna y cayó a los pies del muro, mientras cientos de personas del lado occidental que miraban horrorizados la escena, veían como ni los guardias norteamericanos del Checkpoint ni los Volpos del otro lado, movían un solo dedo para socorrer al infortunado joven, que agonizó desangrándose y pidiendo ayuda a gritos hasta morir al cabo de 1 hora, momento en el que los guardias de la RDA se acercaron a recuperar el cadaver. Años después, en marzo del 97, dos de los tres guardias que habían disparado, uno ya había fallecido, confesaron durante un juicio y fueron condenados a 21 meses de prisión, aunque nunca se ha sabido quien disparó la bala que mató al joven.
El turístico Checkpoint Charlie de hoy en día, es una réplica del puesto de control derruido en el 90, al lado del cual, se encuentran el museo Haus am Checkpoint Charlie, y unas instalaciones llamadas Black Box, en las que a través de una exposición multimedia, se profundiza en ese sombrío periodo de división alemana y europea.
Un estoico rato después de intentar lograr la misión imposible de fotografiar el point de control, sin la presencia de un cuerpo humano entero o de trozos como unos dientes Pantoja, una pierna, un hígado o un pulgar levantado, nos largamos girando por Zimmerstrasse, hasta pasar la pista del enorme globo aerostático azul del Air Service Berlín, que por 27 €, asciende amarrado a un cable de acero hasta los 150 metros, para que desde una jaula redonda los clientes puedan mirar cara a cara a los mirones de la bola de golf pinchada en un palo de la torre de TV, y nada más cruzar la calle, llegamos en pocos minutos a la gran explanada del recinto de la exposición gratuita, la “Topografía del Terror”.
Dividida en dos partes, una en el edificio y otra en una trinchera excavada en la explanada, bajo una sección de muro, la exposición está montada en los terrenos donde entre 1933 y 1945, los nazis tenían las sedes de las “instituciones” más importantes de su perverso aparato de terror: cuartel general de la Gestapo, jefaturas de la SS, y oficina de Seguridad del Reich, que destruidos o dañados durante la guerra, se demolieron totalmente en 1956. En 1987 fue instalado un servicio para documentar todos los crímenes cometidos por los aparatos nazis, y en 2010, se inauguró el centro actual que, a pesar de la dureza de sus contenidos, es un interesante recorrido del terrorífico sistema de persecución y exterminio que planificó y ejecutó ese régimen desde su ascenso al poder en 1933 hasta su derrota en 1945. Con una duración aproximada de 1 hora, los sábados y domingos, se ofrecen visitas guiadas en español.
Caminando 1 km hacia el norte, llegamos hasta la plaza del Monumento al Holocausto, o Monumento memorial a los judíos asesinados en Europa, una impactante instalación cuadriculada, erigida con 2711 bloques de hormigón de diferentes alturas, entre los que se puede pasear como si de un laberinto se tratase. Desde uno de los lados de la cuadrícula, se accede a un espacio subterráneo en el que se encuentra el Centro de Información.
En línea recta hacia el norte, a apenas 300 metros, entre la Plaza de París o Pariser Platz, remate del gran y conocido Bulevar Unter den Linden, y la calle del 17 de junio, la gran avenida que atraviesa a lo largo el parque de Tiergarten, se levanta imponente otro de los símbolos berlineses, la neoclásica Puerta de Brandenburgo, Brandenburger Tor, la única en pie de las 18 antiguas puertas de la ciudad, construida en 1791, que con sus 26 metros de alto coronados con una cuádriga de cobre tirada por la Diosa de la Victoria, simbolizando la paz para la ciudad, y cinco entradas, la principal central y dos más pequeñas a cada lado, ha visto pasar a reyes, y desfilar a las tropas de Napoleón, y a los ejércitos nazis.
Dado que durante nuestra visita, en la que se encontraba semitapada por lonas y escenarios para las celebraciones del día del Orgullo LGTBI, y rodeada por una multitud de turistas, entre los que me encontraba, era prácticamente imposible poder apreciarla en todo su esplendor, no nos entretuvimos mucho, y seguimos ascendiendo unos 500 metros al norte, hasta las paredes del edificio del Reichstag, el Parlamento Alemán, esa sede donde se marcan las políticas económicas de Europa.
Una vez rodeado, y misteriosamente, con un montón de billetes menos en la cartera, nos dirigimos a la entrada para las visitas gratuitas a la azotea y la cúpula del Parlamento, pero como nos informan amablemente que el procedimiento es registrarse online previamente, y que no quedan plazas libres para el resto del día, nos quedamos sin visitarla. La cúpula está abierta todos los días de 8 a 24 horas, y en el jardín de la azotea hay un restaurante que está abierto a diario, en el que se puede reservar mesa por teléfono.
Registro visita cúpula: formulario de registro
Llevamos en pie desde la madrugada, y pateando todo el día, así que frente a la Plaza de la República del Parlamento, nos metemos en una cafetería Biergarten del extremo del parque de Tiergarten, llamada Berlín Pavillion, y nos tomamos una merecida jarra de cerveza, para afrontar los 3 kms de vuelta hasta la calle Otto Braun, entrar a comprar combustibles sólidos y líquidos en un super Edeka cercano, y retirarnos a nuestra habitación del Leonardo Royal Hotel de Berlín.