Este día también fruimos por nuestra cuenta, ya que no nos interesaba la excursión opcional que incluía un recorrido por Harlem con Misa Gosspel, algo que ni siquiera nos atraía para hacer por libre. Sí que aprovechamos la oferta del guía de acercarnos a Manhattan en el autocar. Pese a ser domingo y muy temprano, las calles y plazas ya estaba bastante animadas.
Sobre las nueve y media llegamos al complejo Rockefeller Center para subir al Observatorio Top of de Rock, que se encuentra en el Comcast Building, un edificio de estilo Art Déco, construido en 1933, y que también se conoce como 30 Rock. Como era festivo, las oficinas no abrían, y, a esa hora, las tiendas aún estaban cerradas. Al contrario que la tarde anterior, delante solo teníamos un pequeño grupo personas, con lo cual entramos rápidamente tras canjear los pases de la tarjeta en la taquilla por las correspondientes entradas y decir un "no photo". Lo mismo que en el resto de observatorios, antes de tomar el ascensor se puede visitar una exposición sobre la construcción del edificio, el entorno y su época, en cierta manera similar al del Empire State. Resulta impactante ver a esos obreros a tales alturas sin apenas medidas de seguridad.
El observatorio está entre las plantas 67 y 70, y ofrece unas vistas de Manhatan en 360 grados. Aunque no dejan de parecerse a las del Empire (creo que en general son peores por la posición del propio rascacielos) hay un par de detalles que convierte su panorámica en diferente y meritoria: el tener de frente al propio Empire (hacia el sur) y una preciosa perspectiva sobre Central Park casi al completo.
El nivel inferior está rodeado de paneles de cristal, si bien separados por unas ranuras entre las que se puede colocar el objetivo de la cámara (si no es muy grande) para que no molesten los reflejos, mientras que en el piso 70 hay una terraza al aire libre, desde contemplar sin apenas trabas el inmenso horizonte urbano, con edificios, calles y lugares que en gran medida ya éramos capaces de identificar. Muy bonita la vista. Además, tiene algunos lugares especiales para los amantes de los "souvenirs".
El mirador superior no es muy amplio, así que no me quiero imaginar lo que puede suponer estar allí a la hora de la puesta del sol, con una multitud queriendo hacer fotos. En fin, esto es muy subjetivo, una decisión de cada cual. Por nuestra parte, disfrutamos mucho moviéndonos a nuestro aire y tomando fotografías tranquilamente. Y eso que en cuestión de minutos comenzó a llegar mucha más gente a las terrazas.
Al salir, fuimos hacia el Muelle 85 del río Hudson, junto a la terminal de cruceros de Circle Line, donde habíamos estado la mañana anterior. Allí se encuentra el histórico Portaaviones Intrepid, que alberga el Museo del Mar, el Aire y el Espacio, fundado en 1982, y que se refiere a la historia militar, marítima y espacial de los EE.UU. Figura incluido en la tarjeta Go City y, aunque no requiere reserva previa, hay que ponerse a la cola para obtener la entrada. Había bastante gente, más de media hora de espera.
Al margen del tema militar (todo muy preparado para mayor gloria norteamericana, como es lógico) el principal atractivo de este Museo es ver de cerca muchos aviones y helicópteros, así como el trasbordador espacial Enterprise. También resulta interesante recorrer el portaviones, sus cuatro cubiertas, el puente de mando, las cocinas, los dormitorios…
Sin embargo, lo que más llamativo es acceder al submarino Growler (hacen un pequeño test para probar que no se padece claustrofobia), que fue retirado del servicio en 1964. Se recorren sus dependencias, camarotes, servicios, cocinas, salas de torpedos y guiado de misiles… Todo es muy angosto y agobiante, lo que pone en evidencia las duras condiciones de vida que llevaban sus tripulantes.
El Museo es bastante más grande de lo que parece y verlo todo lo esencial requiere tiempo, como mínimo dos o tres horas. Si no se desea entrar, desde el exterior se puede apreciar la estructura del barco y una parte de los aviones.
Luego nos dirigimos hacia Central Park, para visitar el Museo Metropolitano de Arte. A las puertas, en la Quinta Avenida nos encontramos con la sorpresa de que se estaba celebrando el Desfile del Día de la Hispanidad, con carrozas, bailes y banderas de varios centros españoles y de otros países latinos. Resultaba curioso escuchar el soniquete de gaitas y pasodobles en pleno corazón de Nueva York.
Volviendo al Metropolitan, no lo oferta ninguna tarjeta turística, con lo cual hay que desembolsar los 30 dólares de la entrada, que se adquiere en las taquillas automáticas del majestuoso Great Hall. Hay indicaciones en español y se puede pagar con tarjeta de crédito. Lo de abonar la voluntad, como se hacía antaño, ahora solo es para quienes residan en el Estado de Nueva York.
Fundado en 1880, el Museo ha ido incrementando su colección, que abarca 5.000 años de historia e incluye más de dos millones de obras de arte de todo el mundo, incluyendo arquitectura, escultura, pintura, grabados, fotografía, armas, armaduras... Tiene la ventaja de que se trata de una especie de museo todo en uno y el inconveniente de que, al ser enorme, se necesitarían varios días para verlo en condiciones. De modo que intenté tomármelo con calma, dispuesta a disfrutar de lo que pudiera y me diese tiempo
. En las escaleras exteriores que dan acceso al edificio se agolpaba la gente, pero dentro no había colas y pasé enseguida, empezando hacia la derecha, donde se encuentra la zona dedicada al Arte Egipcio, que tanto me gusta, y a la que dediqué bastante tiempo, quizás demasiado, porque luego me faltó en otras salas.
Entre lo mucho que vi, destaco la Tumba de Perneb, el Templo de Dendur, del año 15 a.C., un regalo de Egipto a los EE.UU. en agradecimiento por su ayuda para salvar de las aguas los monumentos nubios que hubieran quedado sumergidos por la construcción de la Presa de Asuán; vamos, el Templo de Debod de Madrid a la neoyorquina. Está en una gran sala (Sacker Wing) acristalada y cubierta, junto a otras valiosas piezas de arte egipcio. Me pareció más pequeño que el de Madrid, no se puede acceder al interior y tiene multitud de grabados e inscripciones. Muy bonito.
Por lo demás, no puedo detallar todo lo que vi porque casi me volví loca, yendo de un lado a otro, procurando que me cundiera el tiempo. Entre lo que recuerdo, citaré los vestidos de los indios en el Ala de Historia Americana, la Sala con la fachada neoclásica del Branch Bank, la Sala de Armas y Armaduras, las exposiciones de pintura clásica con una amplia colección de casi todos los grandes maestros europeos (Rubens, Velázquez, Goya, Tiépolo, Caravagio…), la pintura moderna e impresionista, el Arte Asirio…
Por la parte que nos toca, me llamaron especialmente la atención la Reja de la Catedral de Valladolid (comprada en 1929 por el magnate de la prensa norteamericana William Randolph Hearst) y el patio del Castillo de Vélez Blanco en Almería. Tuvimos la ocasión de visitarlo hace un par de años y nos contaron la historia de su patio de honor, construido en 1510 con mármol blanco y estilo neoclásico, que fue vendido por la Casa de Medina Sidonia a un anticuario francés en 1904, y en 1913 acabó en la casa de Manhattan de unos coleccionistas americanos. En 1941, lo donaron al Museo Metropolitano, si bien no sería instalado en sus dependencias hasta 1959, tras un meticuloso estudio, visitando incluso su ubación original.
Al salir, tenía pensado pasarme por el Museo de Historia Natural, que está muy próximo, cruzando por Central Park, pero me enrollé tanto en el Metropolitan, que se me pasó la hora y cuando llegué ya no se podía entrar.