De nuevo en la carretera 1, cruzamos varios ríos y empezamos a familiarizarnos con los grupos de caballos, la mayoría pastando en completa libertad, lo que no significa que sean animales salvajes, pues pertenecen a granjas y en la actualidad se suelen utilizar para el turismo y la equitación. De pronto, junto a lo que parecía un volcán, asomó la estampa del primer glaciar. Pese a los kilómetros recorridos, seguía sin aburrirme.
Cascada de Sedjalandsfoss.
Desde la carretera pude distinguir la cascada de Sedjalandsfoss, a la que nos dirigíamos, y otras tres que están en las inmediaciones, incluso la que se oculta en una cueva.
La más cercana al aparcamiento es Sedjalandsfoss, con una caída de 60 metros de altura. Cierto que no se la considera la cascada más espectacular de Islandia, pero tiene algo que la convierte en especial, otorgándole un toque mágico. Por eso, siempre suele aparecer en el listado de las imprescindibles. Y con razón.
Con pantalones impermeables, chubasquero, la cabeza cubierta con la capucha y el bastón de senderismo en la mano avancé hacia ella y, al verla de frente, con su arco iris circular, me dejaron prendada sus chorros poderosos, precipitándose sobre el río que serpenteaba entre los musgos verdes, sembrados de flores blancas y amarillas.
Lo mejor de esta cascada es que se puede rodear completamente y descubrir sus secretos desde todos los ángulos, siguiendo un sendero que pasa tras la cortina de agua. Sabía que iba a mojarme, vale; y que debía ir con precaución, ya que el camino es estrecho y está bastante resbaladizo. Y también procuré llevar cuidado con la cámara de fotos y el teléfono para que no les cayeran mil gotas encima. Aparte de eso, solo quedaba disfrutar. Y lo hice y mucho, porque las perspectivas desde detrás me parecieron preciosas, una tras otra, según iba avanzando.
Lo malo fue que me entretuve tanto allí que, luego, tuve que ir deprisa a las otras cascadas, y no llegué hasta la que se oculta en una cueva. Me dio rabia porque lo hubiera podido ver todo perfectamente, pero se me fue el santo al cielo. Qué le vamos a hacer.
Continuamos por la “ring road” entre paisajes espléndidos, con cascadas que caían sin barreras al vacío, como en un documental que podría titularse “bellezas al descubierto”. Resulta curiosa esa característica de Islandia, donde la falta de bosques por el pastoreo y la tala abusiva durante siglos (solo un dos por ciento del país está arbolado) deja el panorama expedito ante los ojos de quienes lo contemplan incluso de lejos, circulando por la carretera.
Alcanzas a distinguir las casitas, los ríos, las colinas, los volcanes y los glaciares, que componen imágenes de postal, entre las que no soy capaz de escoger mis favoritas. No tenía tiempo de aburrirme, la verdad. Y todavía quedaba mucho para completar aquel primer día en Islandia. Y con buen tiempo y veinte horas de luz. Menudo lujo.
Cascada Skogafoss.
Otra vez la localicé antes de llegar, desde el autobús, a la derecha, con el volcán glaciar Eyjafjallajökull al fondo y un montículo verde a la izquierda que me recordaba vagamente algo que había visto en algún sitio. Pero ¿qué?
Hay quien considera esta cascada, una de las más grandes de Islandia, la cascada perfecta. Tiene veinticinco metros de ancho y sesenta de alto y está situada en el río Sjógá, en los acantilados del anterior litoral. Desde lejos, ya impresiona.
Según la leyenda, uno de los primeros colonos vikingos, un gigante, al parecer, enterró un cofre lleno de oro en una cueva cerca de la cascada. Después, muchos quisieron recuperar el tesoro sin éxito, hasta que un campesino logró agarrar un anillo que estaba adherido al borde del cofre, pero al tirar de él para izar el cofre, el anillo se desprendió y el cofre cayó al fondo de la cascada, perdiéndose el tesoro para siempre. Ese anillo se conserva en el museo Skógasafn.
A la cascada es posible acercarse todo lo que uno quiera… mojarse, claro. La cortina de rocío vaporizada es tan fuerte que ya te empapa estando a una distancia considerable. De nuevo, el chubasquero resulta necesario. En esta ocasión, no vi el arco iris, puesto que las nubes ocultaron el sol durante un rato.
En la parte derecha, hay unas escaleras que conducen a lo alto de la cascada. Son muchas y empinadas, pero llegar, llegué. En un mirador con suelo de rejilla, se contempla el agua del río precipitándose al vacío, pero no resulta tan espectacular como podría pensarse desde abajo. Eso sí, las vistas hacia la costa son estupendas.
Entonces, de pronto, supe a qué me recordaba el montículo verde. No había mucho sitio para meter la cámara entre la verja, pero logré hacer una foto que, creo, se parece a cierto sitio famosísimo de la península de Snaefellsness, aunque al revés. ¿O son alucinaciones mías?
Si se sigue el sendero que desde lo alto va paralelo al río, se pasa por una serie de cascadas que, supongo, son muy bonitas también, pero semejante caminata no estaba a mi alcance en este viaje.
Volvimos a la carretera 1 para continuar nuestro periplo y, ¡qué raro!, los paisajes continuaban atrayendo la atención de mi cámara de fotos.
Playa de Réynisfjara o Playa de Vik.
Nuestra última escala del día fue en la que es, sin duda, la playa más famosa de Islandia, considerada también una de las diez playas no tropicales más bonitas del mundo. Eso sí, de bañarse, nada, ya que las fuertes corrientes y el oleaje la convierten en muy peligrosa, no solo para el baño sino incluso para pasear por ella. Y así se advierte en los carteles informativos.
Casi todas las playas en Islandia son de arena negra, al estar compuestas normalmente por guijarros de basalto o por tierra volcánica negra. Aunque Réynisfjara no es una excepción, la diferencia se halla en su entorno. Desde el aparcamiento, se llega a un sendero delimitado por cuerdas. Luego, se puede caminar a voluntad, aunque hay que ser prudente y no acercarse demasiado al agua, pues no sería la primera vez que las olas se tragan a algún incauto. Por fortuna, esa tarde, con la marea baja, pudimos recorrer la playa de un lado a otro sin demasiado peligro.
Lo primero que atrajo mi atención fueron las columnas hexagonales de basalto, llamadas Hálsanef, que se levantan junto al acantilado y que recuerdan al órgano de una Catedral. Se parece a la Calzada del Gigante en Irlanda del Norte.
Otro punto destacado es Halsanefshellir, unas llamativas cuevas, a las que, con marea baja, se accede bordeando las columnas de basalto. El musgo que se adhiere a las laderas del acantilado hace que las fotos resulten espectaculares, brille el sol o no.
Al final, se recortan los oscuros islotes de Reynisdrangar, tres peñascos monolíticos de más de 60 metros de altura, que en algún momento se desprendieron de la costa a causa de la erosión. Según la leyenda, eran trolls que atraían a los barcos a la orilla para que naufragasen, pero a los que la luz del sol sorprendió y transformó en piedras. Solo capté dos de ellos, pues para ver el otro hubiera tenido que pisar el agua y ni lo veía seguro ni tampoco me apetecía.
Luego, fui un rato hacia el otro lado, en dirección a Dyrholaey, cuya costa ofrecía unas imágenes muy seductoras a contraluz de sus salientes, uno de ellos en forma de arco.
En los acantilados había multitud de aves. Suele ser una zona que frecuentan los frailecillos en esta época del año. Vi algunos revoloteando, pero estaban muy lejos para tomar fotos en condiciones. Tampoco era buen momento porque había bastante gente en la playa, algo lógico teniendo en cuenta que es durante la marea baja cuando se puede pisar la arena y entrar en las cuevas.
De camino al hotel.
Fueron unos pocos kilómetros, pero me dio tiempo de tomar nuevas instantáneas por el camino.
Nos alojamos en el Hotel Dyrholaey, un establecimiento de tres estrellas, situado en un pequeño promontorio, con una panorámica fantástica tanto sobre la costa como hacia el glaciar que teníamos detrás.
Salí a tomar algunas fotos, pero se me habían agotado las baterías de la cámara y la del teléfono, así que tuve que esperar a recargarlas. Entretanto, cenamos en el restaurante del hotel y empezamos a darnos cuenta que a los islandeses les encantan las sopas (esta vez tocaba de coliflor), su carne preferida es el cordero (no resulta extraño con tantas ovejas) y el chocolate es el rey de los postres, en esta ocasión en forma de pastelito acompañado por helado y frutos rojos.
Después de cenar, di un paseo. El sol le daba unos reflejos fascinantes al paisaje y hacía brillar el glaciar. De pronto, empezó a soplar un viento frío un tanto desagradable. Entonces sentí de golpe el cansancio acumulado durante tantas horas, así que me fui a dormir, intentando asimilar todo lo visto en una jornada sumamente intensa.