Nos levantamos muy temprano. Por fortuna, el cielo estaba algo nublado y no hacía tanto calor. Después de desayunar, nos enfrentamos al peor momento del viaje: recorrer los 447 kilómetros (según Google Maps, aunque a mí me parecieron muchos más) entre Bujará y Jiva, distancia que se tarda en cubrir nada menos que unas siete horas (las previsiones de Google Maps de seis horas y ocho minutos resultaron demasiado optimistas, al menos en aquellas fechas) y, lo que es peor, por una carretera con tramos infames. Según el programa, iríamos en ferrocarril, pero una semana antes de salir nos dijeron que ese día no había plazas o no salía el tren; he olvidado el motivo. Nos devolvieron el importe del billete. No recuerdo cuánto fue, aunque tampoco significó gran cosa porque es bastante barato. Lo importante es que nos tocó hacerlo en autobús .
Yo suelo aguantar bastante bien este tipo de trayectos… si el paisaje es entretenido, lo cual no era el caso. Al principio, vimos campos de cultivo, un río, algunas lagunas… Y la carretera, en tramos desdoblada, no estaba mal del todo. De nuevo, gente trabajando en los campos.
Cuando aparecieron las obras, el tema cambió completamente. Tuvimos que circular por un único carril, con bastantes caminiones, incluso algunos kilómetros sobre tierra. Y cuando había firme, los baches eran tan tremendos como los botes que dábamos dentro. Un horror. Eso sí, nos reímos mundo cuando paramos para ir al servicio y nos encontramos con el típico retrete de agujero en el suelo. No era el primero del viaje ni tampoco el primero que he utilizado, ni mucho menos -y este tenía agua corriente, que en otro nos dieron una jarra - pero las cabinas con media puerta, que apenas tapaban nada ni por arriba ni por abajo, nos hicieron soltar unas cuantas carcajadas. Lo necesitábamos con tan larga travesía Es solo una anécdota y pasa en muchos sitios. La verdad es que las señoras que lo controlaban ponían todo su empeño en mantenerlo limpio. Respecto al papel, mejor llevar pañuelos porque el que entregan es tipo antiguo "Elefante", pero en basto . Cobran una pequeña propina.
Sí, porque la travesía por el desierto fue larga, pero no se trata de uno de esos desiertos tan chulos, de dunas blancas o rocas coloradas, sino una planicie de tierra árida salpicada por algunas plantas de esparto. Todo muy feo y aburrido. Pero, bueno, yo suelo fijarme en todo y lo cuento tal como vi, que este viaje no solo se ven madrazas espectaculares.
Paramos a comer en el único sitio parecido a un restaurante del desierto, cuyo menú era único: pan, empanadillas, pinchos morunos con crema agria y pastel de chocolate; para beber, otra cervecita uzbeca. En vista de las circunstancias y pese al calor que hacía dentro, no estuvo mal. Desde luego, mucho mejor que el almuerzo previsto en el programa "tipo lunch", es decir la bolsa de picnic de toda la vida Aquí tuvieron otro detalle.
Un buen rato después (no sé cuánto porque perdí la cuenta de las horas y los minutos), cruzamos el río Amu Daria, que a lo largo de sus 2.400 kilómetros, sirve de frontera entre Afganistán, Tayikistán, Turkmenistán y Uzbekistán y desemboca en el mar de Aral. El puente es una estructura colgante y metálica que permite conectar la provincia Xorazm de Uzbekistán con la de Lebap en Turkmenistán. Se construyó en 1964, durante la época soviética, y su tramo principal tiene 390 metros. Está bastante vigilado.
En un momento dado, empezaron a aparecer pequeñas aldeas, campos de cultivo y un par de poblaciones, no sé cuáles, que me depararon alguna que otra estampa interesante, incluso sorprendente. Y, sobre todo, la carretera había mejorado mucho. Nos acercábamos a nuestro destino.
Por fin, al cabo de casi ocho horas, traspasamos la Puerta Sud Dishan Kala y llegamos al hotel Asia Khiva, situado muy cerquita de la ciudad antigua. Se trata de un complejo de varios edificios, con piscina, un pequeño canal y jardines. No sé por qué me pareció que los mosquitos podrían campar a sus anchas por allí y no dudé en ponerme repelente por si acaso. Está un poco anticuado y carece de ascensor. Por fortuna, un par de forzudos empleados nos subieron las maletas hasta el segundo piso. Sin ser una maravilla, tampoco nos dieron ganas de salir corriendo.