El último día de nuestro viaje incluía una parada con almuerzo en Trieste de camino hacia el aeropuerto Marco Polo de Venecia, desde el que saldría nuestro avión hacia Madrid cerca de las ocho de la tarde.
La distancia desde Izola a Trieste es solo de 26 kilómetros, así que en una media hora estábamos en la ciudad italiana tras recorrer parte de la costa eslovena y cruzar la frontera. Aquí no teníamos visita guiada de ningún tipo, con lo cual cada uno iría a su aire. Nuestro guía español nos dio algunas indicaciones prácticas para aprovechar mejor las cuatro horas largas de que disponíamos antes de quedar para el almuerzo en la Plaza de la Bolsa. La mañana era espléndida, soleada y con una temperatura agradable, sin excesivo calor y, afortunadamente, no apareció “bora”, el viento seco y poderoso, típico de Trieste, que sopla desde la meseta al golfo y que, según nos contaron, es capaz de hacerte volar con sus rachas que superan los 160 kilómetros por hora.
Trieste es una ciudad grande, que cuenta actualmente con más de 200.000 habitantes. De origen ilírico, la antigua Tergeste fue conquistada por los romanos en el 177 a.C. y Julio Cesar le concedió la condición de colonia. En esa época floreció gracias a su proximidad a ciudades importantes como Aquilea e Istria: Augusto la dotó de murallas y Trajano de un teatro. Tras la caída del Imperio Romano de Occidente en el 476, se transformó en una fortificación bizantina que fue asolada por los lombardos en 576. Tras formar parte del Reino de los francos y del Patriarcado de Aquilea, se convirtió en municipio medieval independiente a partir del siglo XII. A finales del siglo XIV, pidió la protección del duque de Austria para defenderse de los ataques de la República de Venecia. En 1719, se convirtió en puerto franco, donde los austriacos realizaron fuertes inversiones debido a que era su única salida al mar Adriático. No obstante, debido a su proximidad geográfica, a lo largo de los siglos Trieste mantuvo un estrecho contacto con las ciudades italianas, especialmente con Venecia.
Después de la I Guerra Mundial, con el Tratado de Rapallo de 1920, se integró en el Reino de Italia. Posteriormente, tuvo lugar un fuerte proceso de italianización que ocasionó la expulsión y persecución de varias etnias, en especial de los judíos a partir de las leyes de razas de 1938. Hoy en día se la considera una localidad cosmopolita y la ciudad menos italiana de Italia.
Para perder el menor tiempo posible, llevaba un mapita y unos cuantos apuntes preparados sobre los lugares imprescindibles de Trieste en una visita relámpago. En las calles, también vimos planos turísticos e indicadores de los sitios destacados con un itinerario numerado, así como paneles informativos con explicaciones al menos en italiano e inglés (en castellano, no). Después de comentarlo, mi amiga y yo decidimos dirigirnos primero al lugar más alejado entre los que íbamos a visitar, la colina donde se hallan el castillo y la catedral de San Justo.
Empezamos en la Piazza Unità di Italia, una de las más grandes de Europa, situada frente al mar Adriático. Rodeada de imponentes edificios como el Palazzo del Municipio, el Palazzo del Lloyd Triestino o el Palazzo Pitteri, se abre al puerto, que simboliza la gloria económica de la ciudad. Me impactó la panorámica de los barcos allí atracados, enormes ferris y cruceros, incluso más altos que las propias casas. Enfrente del ayuntamiento, se halla la imponente Fontana de los Cuatro Continentes, de mediados del siglo XVIII, en la cual figuran representados Europa con un caballo, África con un león, Asia con un camello y América con un cocodrilo.
Nos metimos por animadas calles, repletas de cafeterías y terrazas, aún poco concurridas por la hora, y subimos por callejuelas tremendamente empinadas, siguiendo las instrucciones del navegador del móvil hasta los Jardines de la Vía de San Miguel que cuenta con varias esculturas y en cuya parte superior se anuncia un mirador panorámico que luego nos pareció poco interesante.
Continuamos por la empedrada y sinuosa Vía do Castelo hasta que poco a poco fue apareciendo frente a nosotras la Catedral-Basílica de San Justo, cuyas primeras noticias documentadas se remontan al siglo XIV, cuando se decidió construir una catedral dedicada al mártir San Justo mediante la unificación de dos iglesias anteriores. La torre-campanario data igualmente del siglo XIV.
Su fachada es de estilo románico y cuenta con piedra y elementos de restos romanos. En el interior, quedan indicios de los frescos de los siglos XIII y XIV, si bien en su mayor parte fueron sustituidos y restaurados en el siglo XX. Entre los pocos frescos originales, destaca el Ciclo de San Justo, en una capilla lateral.
Pero el mayor tesoro son, sin duda, los magníficos mosaicos bizantinos de los ábsides laterales. En el de Santa María, se contemplan dos ejemplos maravillosos de principios del siglo XII, el superior, de estilo constantinopoliano, con María sentada en un trono, sobre fondo de oro, con el Niño en brazos y flanqueada por dos arcángeles; el inferior, de estilo veneciano, muestra a varios apóstoles sobre un césped idílico, enmarcado en dorado.
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También son muy interesantes un sarcófago del siglo XI, una pila bautismal del siglo IX (Capilla de San Giovanni), las jambas de una puerta procedentes de una lápida del siglo I y otros muchos tesoros. Merece mucho la pena entrar a ver su interior si está abierto. El acceso es gratuito.
Muy cerca, se encuentra la Iglesia de Saint Michel de Carnale, cuyo origen se remonta a 1338 y que fue utilizada como capilla del cementerio católico de Trieste hasta 1920. Frente a una de las fachadas de la Catedral, se encuentran los restos del foro romano del siglo I y las columnas de una basílica paleocristiana civil que forman un conjunto muy fotogénico unido a los muros del Castillo de San Justo, que se encuentra a sus espaldas. Su construcción se inició en el siglo XV con los Habsburgo y prosiguió durante varios siglos, dando lugar a una mezcla de estilos arquitectónicos con elementos góticos, renacentistas y barrocos.
Se utilizó para defender la ciudad de los ataques enemigos. Por falta de tiempo, no entramos a visitarlo. Desde el exterior, se tienen vistas panorámicas de Trieste, aunque me decepcionaron bastante porque aparecen calles con coches; la perspectiva queda mejor desde el cercano monumento dedicado a los caídos durante la I Guerra Mundial. Además de lo ya mencionado, también hay varios museos en los alrededores. Aunque se disponga de poco tiempo para visitar Trieste, creo que merece la pena subir hasta aquí, sobre todo si está abierta la Catedral.
Emprendimos el descenso hasta la Piazza del Barbacan, donde se encuentra el Arco di Riccardo, del siglo I, la única parte que se conserva de las murallas romanas construidas entre los años 32 y 33 a.C., pues se cree que estaba integrada en ellas como puerta de acceso. Está en plena calle, adosada a una casa.
Caminando unos pocos metros, llegamos hasta la Basílica de San Silvestro, la más antigua de Trieste, pues su origen se remonta al siglo XII. Es un bonito ejemplo de arquitectura románica y en su interior conserva, aunque bastante deteriorados, algunos frescos del siglo XIV. Estaba abierta y entré, pero no tengo fotos del interior. No recuerdo por qué no hice.
A unos pasos, tras salvar una resultona escalinata, llegamos a la Iglesia di Santa Maria Maggiore, construida en 1627 junto con el anexo Colegio Mayor de los jesuitas y dedicada a la Virgen de la Salud. La fachada es de estilo barroco y el interior, de tres naves, transepto y ábside, contiene pinturas y frescos de artistas locales, así como un bello Altar Mayor de mármol. El acceso es gratuito.
Seguimos hacia el Teatro Romano, que fue construido en el siglo I en la parte exterior de las murallas y podía albergar hasta seis mil espectadores. Durante el Medievo permaneció escondido bajo las casas que se edificaron encima. Excavado en 1938, ahora acoge funciones y espectáculos artísticos. Se puede contemplar desde unos miradores de forma gratuita.
Después, nos tomamos la visita con más calma, paseando tranquilamente por las calles del centro, ya muy cerca del mar. Llegamos al Gran Canal desde la Piazza del Ponte Rosso, el lugar donde antiguamente se instalaba el mercado de frutas y verduras. Cuenta con una hermosa fuente y el monumento en forma de moneda dedicado al tallero de la Emperatriz María Teresa frente al Palacio Genel.
En el Ponte Rosso, es imposible no ceder a la tentación de hacerse una foto con la fachada de la Iglesia neoclásica de San Antonio Nuovo de fondo y con la escultura de James Joyce –que residió un tiempo en esta ciudad- de testigo. Esta zona es muy elegante, con edificios magníficos de clara influencia austriaca.
Caminando junto al canal, llegamos al espectacular Templo Ortodoxo de la Santísima Trinidad y San Spiridione, construido en 1869 en el mismo lugar que ocupó la iglesia anterior, demolida siete años antes. El interior, al que se puede acceder de forma gratuita, está ostentosamente pintado y decorado.
Continuamos hacia la Piazza della Borsa, grande y hermosa, donde destaca un edificio de 1806, en forma de templo griego, donde solía estar la Bolsa, pero que hoy en día alberga la Cámara de Comercio. La Fuente de Neptuno sin remedio me recordó a su homónima madrileña, aunque -salvo el personaje- tampoco es que se parezcan demasiado y la de Trieste es más pequeñita.
Al lado, el Palacio Tergesteo, en cuyo interior hay una Galería Comercial con techo acristalado, en uno de cuyos restaurantes fuimos a almorzar, pasta y salmón, como está mandado.
Después, todavía tuvimos tiempo para comprar unos helados de pistacho en una conocida gelateria que nos fuimos tomando mientras caminábamos por la Piazza de Giuseppe Verdi, donde se encuentra el Teatro que lleva su nombre.
Y también nos acercamos al Molo Audace, un muelle emblemático que ofrece bonitas vistas de la ciudad y del mar. Su historia se remonta al siglo XVIII, cuando Trieste pertenecía al Imperio Austrohúngaro y se llamaba Molo San Carlo en honor al emperador Carlos VI. Destruido por una tormenta en 1819, se reconstruyó en piedra. Después de la I Guerra Mundial, pasó a llamarse Molo Audace en honor del destructor italiano Audace, el primer barco en atracar en Trieste tras la disolución del Imperio Austrohúngaro.
Ya en el autobús, mientras nos dirigíamos al aeropuerto, pudimos ver el rodaje de una película, en la que se utilizaban los edificios de Trieste para simular la ciudad de Nueva York en los años cuarenta o cincuenta del pasado siglo, con muchos figurantes vestidos en consonancia y coches de la época. Fue curioso.
Y así nuestro recorrido por Trieste, cuyo centro histórico nos gustó mucho pese a no disponer de demasiado tiempo para conocerlo y disfrutarlo. De todas formas, creo que nos cundió bastante, aunque no nos alcanzó para asomarnos al famoso Castillo de Miramar.