[align=justify]Tras pasar por el camarote y dejar los aperos de turista subimos al bufé y recobramos fuerzas. Me comenta mi acompañante que está gratamente sorprendido por la oferta de comida sin gluten que se ofrece y que, incluso, hay una isla del bufé destinada única y exclusivamente a tal fin. Me añade que ojalá todos los sitios tuvieran esa oferta, que su hermana estaría encantada ya que es consumidora de esta variedad alimenticia y que hace un par de años, cuando estuvieron de viaje en Egipto, la pobre se las vio y se las deseó para poder comer medio en condiciones ante la falta de opciones que la ofrecían.
Tras la comida hacemos planes. Mi acompañante se plantea subir a echarse una siestecita a cubierta, meterse en un jacuzzi y darse unos largos en alguna piscina mientras que yo tengo ganas de probar el gimnasio de a bordo y hacer unos ejercicios para mantener la forma y que el perímetro abdominal no adquiera proporciones gigantescas según vaya pasando la semana. “Cada cocinero alaba su puchero”, que dicen por aquí, y que cada uno haga lo que le apetezca que para eso estamos de vacaciones para liberarnos de todas las tensiones de lo que llevamos de año.
Me pongo ropa deportiva y me doy unos paseos por la cubierta 12, por la pista de correr para hacer el calentamiento mientras admiro, ora babor, ora estribor, el paisaje de la costa de Mykonos.
Accedo al gimnasio y primer chasco. Es microscópico, diminuto, minúsculo, si lo extrapolamos al pasaje que puede viajar en el barco (luego me he enterado que con la última reforma le quitaron espacio y se nota muchísimo). Bueno, es lo que hay pero el problema es que está lleno de gente y casi hay cola para poder utilizar los aparatos y las pesas. Hago turno de 4 ejercicios y le doy a la elíptica pero no se está a gusto al haber tanta gente aquí también y me marcho a cubierta a andar y seguir contemplando el cielo y el paisaje de Mykonos.
Durante la caminata y en medio de mis reflexiones sobre lo terrenal y celestial caigo en que puede ser una buena oportunidad esta tarde para intentar algo que llevo posponiendo varios cruceros: la pared de escalada. Ya el año pasado hice el intento en el Anthem of the seas pero al final, por unas cosas u otras, no llegó la cosa a buen puerto. Pero este año me quiero quitar la espinita y por ello, pasado un rato, bajo a la zona de las piscinas donde mi acompañante está feliz como una perdiz metido en un jacuzzi con otras tropecientas personas y le comento la jugada, además de animarle a secundar la moción. Mientras se termina de relajar y de darse unas brazadas me voy a por unos helados al otro extremo de la cubierta.
Efectivamente, otra de las cosas que hay sin coste en la naviera son los helados de cono que un amable miembro de la tripulación se encarga de repartir a todos a los que por allí se acercan. Este año además hay una novedad: a las ya afamadas opciones de vainilla y chocolate está también la opción de, ¡tachán!, la mezcla de ambos…. Agarro un par de helados, de los muchos que han caído durante la semana, nos los tomamos tirados en las tumbonas mientras contemplamos el mar y dirigimos nuestros pasos a la zona del barco donde se encuentra la pared de escalada, junto a la cancha deportiva, el minigolf, los toboganes de agua y el simulador de surf.
Haciendo caso a aquello de “quien tiene vergüenza, no come ni almuerza”, me pongo en la cola del mostrador y observo las evoluciones de otros pasajeros, mayoritariamente niños y jovencitos. En el mostrador me facilitan calzado de mi talla (como está en pulgadas hay que ir probando varios pares hasta dar con el número correcto) y un arnés que posteriormente ajustan a la cintura y entre las piernas. Me dan unas pocas instrucciones y para allá que nos vamos con el soniquete de “Manolete, Manolete, si no sabes torear pá que te metes….”. Como ya la cosa no tiene vuelta atrás, ¡para adelante como los de Alicante…!
La monitora me recibe, ajusta el arnés a la cuerda y me recomienda que vaya poco a poco. Le pido hacer el circuito más sencillo y para allá que voy. Suspiro, resoplo y me encomiendo a las buenas artes de Edmund Hillary y Juanito Oyarzábal. Mi acompañante me anima desde abajo y comienza la subida.
En previsión de hacer la actividad estuve mirando alguna cosa días antes de embarcar y los usuarios de este tipo de actividad recomiendan el uso de las piernas más que de los brazos con el fin de no desfondarte a la primera. Sigo las instrucciones y voy poniendo pies y manos en las diferentes sujeciones que se muestran a la vista pero, a mitad de pared, la cosa se empieza a poner cuesta arriba y me quedo como sin fuerzas, me resbalo y caigo suavemente como un saco de patatas al suelo. La monitora me ayuda a levantarme y me pregunta si quiero repetir a lo cual me niego en rotundo dándole las gracias porque tampoco es que haya sido una experiencia que me haya llenado: sí, al principio la adrenalina te pega el subidón pero, luego, cuando el cuerpo no te responde, la sensación no es de las mejores. Bueno, me he resarcido y me he demostrado que podía hacerlo pese a no haber avanzado mucho y con eso me quedo.
Dado que mi acompañante no tiene intención alguna de imitar mis pasos, ya que estamos por allí, nos echamos unas partiditas al minigolf donde consigo un hoyo en uno en uno de los intentos. El minigolf del barco es sencillito pero hace su apaño y se pueden echar unos buenos ratos en grata compañía.
Entre unas cosas y otras se va echando la tarde y volvemos a la cubierta 12 para echarle unas fotos a la puesta de sol griega antes de retirarnos a adecentarnos al camarote para lo que queda de tarde-noche. En esos instantes están proyectando en la pantalla gigante de la piscina la película “Mamma Mía, una y otra vez”, que también sucede en las islas griegas y que ayuda a darle ambiente, con sus canciones de ABBA, al panorama visual que se desborda por la baranda.
Hacemos fotos en silencio mientras el carro de Phaeton se va ocultando en la distancia. Hay una mezcla de sentimientos mientras uno se apoya en la borda y fija su pupila en lontananza. Vienen ni qué pintados estos versos del poeta Pablo Neruda:
Hemos perdido aun este crepúsculo.
Nadie nos vio esta tarde con las manos unidas
mientras la noche azul caía sobre el mundo.
He visto desde mi ventana
la fiesta del poniente en los cerros lejanos.
A veces como una moneda
se encendía un pedazo de sol entre mis manos.
Yo te recordaba con el alma apretada
de esa tristeza que tú me conoces.
Entonces, dónde estabas?
Entre qué gentes?
Diciendo qué palabras?
Por qué se me vendrá todo el amor de golpe
cuando me siento triste, y te siento lejana?
Cayó el libro que siempre se toma en el crepúsculo,
y como un perro herido rodó a mis pies mi capa.
Siempre, siempre te alejas en las tardes
hacia donde el crepúsculo corre borrando estatuas.
Acompañados de la luz del ocaso nos recogemos. Aún queda día que relatar en la siguiente etapa.[/align]