Tardamos un par de horas en recorrer los 183 kilómetros que separan Poznan de Wroclaw, pero lo peor fue el terrible atasco con que nos encontramos ya en su casco urbano tras cruzar un par de puentes sobre el río Oder. Quizás por eso, aunque tenía puestas muchas expectativas en esta ciudad, no puedo decir que sentí por ella un amor a primera vista sino todo lo contrario. Sin embargo, esa sensación cambiaría completamente más tarde.

Wroclaw es el nombre polaco de Breslavia. La capital de Baja Silesia es la tercera ciudad polaca en población con casi setecientos mil habitantes, que alcanzan el millón si se incluye el área metropolitana. El río Oder y cuatro de sus afluentes atraviesan la ciudad, conformando 12 islas conectadas por más de un centenar de puentes y pasarelas sobre sus canales.

Fue una de las ciudades polacas más importantes en tiempos medievales y sede de su diócesis más antigua, que se remonta al siglo X. No obstante, a partir del siglo XIII su población fue mayoritariamente germana. Perteneció a la Liga Hanseática hasta 1474 y formó parte del Sacro Imperio Romano a través del Ducado de Austria hasta el siglo XVIII, cuando pasó a pertenecer al Reino de Prusia. En 1945, sufrió un fuerte asedio y tras el fin de la guerra, se integró en Polonia y sus habitantes germanófilos fueron expulsados, repoblándose la ciudad con polacos de otras regiones.

Tras un retraso considerable en la hora de llegada, nos dirigimos directamente a nuestro alojamiento, el Novotel Wroclaw Centrum, un poco más alejado del casco histórico que los anteriores, pero dentro de lo que considero razonable para no tener que utilizar transporte público, poco más de veinte minutos a pie hasta el meollo del centro histórico: la Plaza del Mercado.

Esa tarde no teníamos nada programado, así que, tras hacer el check-in, mi amiga y yo salimos enseguida a averiguar si la ciudad es tan encantadora como asegura todo el mundo, para lo cual utilizamos un mapa turístico que nos facilitaron en el hotel y al que corresponde esta foto.

Cruzamos bajo las vías del tren y continuamos todo seguido por la calle Swidnicka, en cuyas esquinas, en su cruce con la calle Piłsudskiego, nos topamos con el curioso Monumento al Transeúnte Anónimo, inaugurado en 2005. Se trata de 14 esculturas de bronce de tamaño natural representando a otras tantas personas que se van hundiendo en el pavimento para emerger después al otro lado de la calle. No hay unanimidad en cuanto a su significado, aunque se dice que se refiere a la gente anónima que luchó contra el comunismo pasando a la clandestinidad.


Continuamos avanzando mientras veíamos algunos edificios emblemáticos, como el Hotel Monopol (1892) o la Tienda Departamental Fenisk (1902), hasta que llegamos al Monumento a la Rosa de los Vientos, que se encuentra junto a la Iglesia del Corpus Cristi. En la otra acera, el edificio de la Ópera, que se construyó en 1841, si bien fue remodelado varias veces. Un poco más adelante, la enorme Iglesia franciscana de San Estanilao, San Wenceslao y Santa Dorotea. Nos llamó la atención su altura, pero es que en Polonia casi todas las iglesias son enormes y altísimas.


Fue aquí donde empezamos a toparnos con los famosos gnomos de Wroclaw, unas figuras de bronce repartidas por todo el centro; incluso hay un mapa para quien quiera localizarlos todos a tiro hecho, aunque es más divertido ir descubriéndolos poco a poco, casi sin darte cuenta, al tiempo que conoces la ciudad. Los niños se lo pasan en grande con esta tarea, y los mayores, también, sobre todo al principio. Hay un par de leyendas que se refieren a estos personajes, que allí se llamaban krasnale o enano: una cuenta que fueron los primeros habitantes de la ciudad en las orillas del Oder; otra, que los gnomos ayudaron a los vecinos de Breslavia a liberarse de un diablo que les molestaba.

Sin embargo, su presencia en las calles tiene su origen en los años ochenta del pasado siglo, cuando nació un movimiento denominado “Alternativa Naranja”, que se oponía al sistema comunista mediante el absurdo y el ridículo. Así, los manifestantes empezaron a utilizar gorros de gnomo de color naranja. En 2001, se colocó el primer gnomo –es el del centro y bastante feo, por cierto- en el lugar donde solían congregarse los miembros de Alternativa Naranja. Su éxito fue tal que poco a poco fueron extendiéndose por la ciudad hasta alcanzar los 400 actuales; y siguen creciendo, refiriéndose a todo tipo de temáticas, ya que muchas tiendas, hoteles y restaurantes ponen los suyos propios. Al final, vayas pendiente o no, terminas con un montón de fotos de los bichos y eligiendo a tus favoritos. Hace unos daños, se aseguraba que los visitantes que encontrasen siete de ellos tendrían buena suerte; hoy en día, con todos los que hay, supongo que la fortuna no se otorgará tan fácilmente, y los siete se habrán convertido en setenta… por lo menos.

Tras superar una calle con un montón de puestos de mercadillo, llegamos a la gran Plaza del Mercado, que es peatonal. Nada más verla, nos encantó, pese al enorme gentío que pululaba de un lado a otro, y a los quioscos de comida, bebida y entretenimientos infantiles que abarrotaban el pavimento, ocultando casi la fantástica fachada este del antiguo Ayuntamiento, frente a la cual se sitúa la reconstrucción de la picota de piedra del siglo XV, destruida durante la II Guerra Mundial. También hay una maqueta del ayuntamiento y en el suelo está pintado el escudo de la ciudad.



La plaza tiene forma rectangular, a ella desembocan once calles y es enorme, pues mide 213 X 178 metros; la segunda más grande de Polonia después de la de Cracovia. Está flanqueada por casas de colores de diferentes épocas y estilos, en torno a las cuales se han instalado un sinfín de terrazas de bares y restaurantes. En el centro, hay un bloque de edificios compuesto por el Ayuntamiento antiguo, el Ayuntamiento nuevo y algunas casas particulares.

El edificio más bonito es el del Ayuntamiento antiguo, considerado un ejemplo de la arquitectura gótica medieval burguesa. Su origen se remonta a finales del siglo XIII, si bien se construyó a lo largo de doscientos cincuenta años, adaptándose a la evolución de la propia ciudad. Adquirió su forma actual a finales del siglo XV, manteniendo la decoración de las fachadas este y sur. Hay que fijarse en los detalles, las esculturas, el reloj, las ventanas… Todo muy bonito. Una décima parte del edificio se destruyó tras la II Guerra Mundial y fue restaurado a partir de 1950. Actualmente, se utiliza para actos públicos y culturales, dispone de una sala de conciertos y alberga un museo y un restaurante. Se puede visitar.

No voy a contar más de la plaza porque lo mejor es recorrerla in situ, pasear por ella, vivir su ambiente –y también su agobio a determinadas horas- y recrearse contemplando las fachadas de las casi sesenta casas que la rodean, sus grabados, sus figuras, sus colores, sus secretos. Daría para una etapa completa.




La construcción más fea con diferencia, y que desentona un montón, es donde se ubica actualmente el Banco de Santander. Se trata de uno de los edificios más controvertidos de la Gran Plaza y fue construido en 1930 para albergar la Caja Municipal de Ahorros, lo que hizo necesario demoler tres casas de vecindad medievales. En su época, constituyó todo un hito por la modernidad de su diseño, tanto exterior como interior, y se convirtió en uno de los primeros rascacielos de la ciudad. Resistió bien los bombardeos de la II Guerra Mundial. En 2020 fue inscrito en el registro de monumentos históricos.


En el pasadizo que comunica ambas áreas a través del ayuntamiento se pueden contemplar fotografías del estado en que se hallaban los edificios en 1945.

Por una de las estrechas calles que se asoman a la plaza, divisamos la Iglesia de Santa María Magdalena con su Puente de los Penitentes, una pasarela que conecta sus dos torres. Esta iglesia del siglo XIII y una de las más antiguas de la ciudad es de estilo gótico y se construyó en ladrillo. El interior no me dijo mucho.

Más me llamó la atención la gente que estaba arriba, en el puente, contemplando las vistas a 47 metros de altura. Así que me animé a subir. Fue algo cansado, pero llegar, llegué. Sin embargo, no puedo decir que las panorámicas respondiesen del todo a lo que me había imaginado por los terribles reflejos y los ángulos muertos, aunque las vistas hacia la Isla de la Catedral quedaban resultonas.

La pasarela es muy estrecha y la posición del sol hacía incómodo mirar y sacar fotos hacia la Plaza del Mercado. Pero, bueno, no estuvo mal. Naturalmente, arriba tampoco faltan los inevitables gnomos.




Después de trastear un rato por las calles adyacentes, volvimos a la Plaza del Mercado y nos acercamos hasta la Basílica de Santa Isabel, del siglo XIV y estilo gótico. Pudimos ver el interior.


La torre primitiva tenía 130 metros de altura, pero fue destruida por una tormenta en 1529. Se reconstruyó unos años después en estilo renacentista, quedándose esta vez en “solo” 91,5 metros. También se puede subir al mirador, pero, aparte de que el acceso ya estaba cerrado, me di por contenta con la “ascensión” anterior
.



Por cierto que, en uno de los accesos a esta iglesia se encuentran las Casitas de Hansen y Gretel, dos casas de aspecto medieval muy chulas unidas por un portal que recuerdan a las casitas de chocolate de los cuentos. Es gracioso. También están muy cerca unos simpáticos gnomos bomberos, y su casa.


Llevábamos varias horas de caminata y estábamos rendidas. Esa noche cenábamos en el hotel, pero no nos apetecía lo más mínimo ir hasta allí y volver después, ya que el ambiente era increíble en el centro, en una noche espléndida, con una temperatura de lujo. Así que decidimos quedarnos a cenar.



No fue nada fácil encontrar mesa, pues las terrazas estaban a rebosar. Al final, tuvimos que recurrir a un restaurante de estilo italiano, pero eso daba igual. Lo importa era seguir disfrutando de un ambiente que nos sorprendió a esas horas. Parecía más propio de una zona mediterránea que de un país centro europeo. También provechamos para tomar algunas fotos nocturnas. Nos lo pasamos francamente bien.


