27 noviembre 2024
Pues a Milán, porque sí.
Bueno, siempre hay algún motivo. En esta ocasión, una suma de ellos. El primero, que unos días sueltos de vacaciones para L y mi situación de desempleo temporal parecían una buena excusa para hacer una escapada. El segundo, que en un cajón de casa seguía esperando a ser canjeado un cheque del “Patalonario 2024” obsequiado la Navidad pasada. Concretamente, uno que daba derecho a una escapada de tres días a una ciudad europea.

Para no complicarse la vida, el criterio de selección fue el siguiente: un destino a menos de 3 horas de vuelo, bien conectado con Mallorca y con combinaciones de vuelos que encajasen para visitarlo en la segunda mitad de la semana para un rango de fechas concreto. Tras repasar la oferta de compañías aéreas redujimos el concurso a dos candidatos: Berlín o Milán. Y el recuerdo reciente de nuestra escapada a Roma con, sobre todo, el anhelo de comida italiana, fue el empujón final para que la ciudad lombarda resultase la elegida.
Y así nos ubicamos en esta tarde del último miércoles de noviembre en la que tras la jornada laboral -para algunos- enfilamos el camino a Son Sant Joan para coger nuestro primer vuelo: el que nos llevará a Barcelona en un avión de Vueling para desde allí lanzarnos a Italia.
Sin embargo el inicio del viaje no estará exento de emoción: en nuestro intento de evitar que la asignación de asientos gratuitos nos ponga a la cola del avión, aplazamos demasiado el check-in online y nos encontramos un mensaje de que no quedan asientos de libre asignación disponibles y debemos dirigirnos al mostrador de facturación. Y allí nos confirman lo que temíamos: que el vuelo tiene overbooking y debemos esperar a que embarquen todos los pasajeros con asiento para averiguar si nos llega el turno en la lista de espera. Lo de que en 2024 siga siendo una práctica no solo legal si no aceptada que las compañías aéreas vendan más billetes que asientos disponibles con tal de estirar los márgenes de beneficio, es un debate que espero que tarde o temprano se retome.
Para acabar de tensar la situación, lo que ocurra con nuestro salto a Barcelona puede tener consecuencias para el segundo vuelo hasta Milán. Si hubiéramos hecho la reserva de ambos vuelos conjuntamente la propia compañía velaría por garantizar la conexión, pero el sistema web de Vueling tiene la brillante idea de solo aplicar el descuento de residente balear si la reserva íntegra permanece en territorio nacional, así que tuvimos que realizar reservas independientes. Y ahora esas 2 horas y 25 minutos de escala en Barcelona que parecían suficientes como margen ante posibles retrasos pueden suponer un problema si nos reubican en un vuelo más tardío. En resumen, vemos peligrar toda la operación y no descartamos que contra todo pronóstico esta noche volvamos a dormir en casa.
Sin embargo, hoy no era el día para ser desafortunados. Tras un pequeño retraso esperando a que llegue la tripulación empieza el embarque y, cuando ya solo quedamos en la puerta las alrededor de 9 o 10 personas en la misma situación que nosotros, el personal de tierra empieza a asignar asientos a los pasajeros en lista de espera. El tercer y cuarto nombre que recitan en voz alta nos resultan familiares. Tras nosotros entran apenas 2 o 3 compañeros de penuria más, con lo que deducimos que otros tantos finalmente se han quedado en tierra. Bala esquivada.
Tras el enésimo vuelo Mallorca - Barcelona que para nosotros es ya como coger un autobús, nos plantamos en la T1 de El Prat con 100 minutos de margen para alcanzar la puerta de embarque de nuestro vuelo a Milán. Tiempo más que suficiente para seguir pagándole la Universidad a los hijos del Señor Starbucks. Qué le vamos a hacer, todos tenemos nuestras filias y una de las nuestras es el café con sobreprecio.
Llega la hora y embarcamos pasando de largo a algún italiano encabronado que no ha leído las restricciones de equipaje -da igual el vuelo, siempre hay alguno de estos-. Bastan dos minutos de escuchar conversaciones italianas por aquí y por allá para que en nuestra cabeza se quede de forma permanente el “husky italiano” de Instagram. Alcanzamos nuestros asientos con un ojo puesto en el reloj: nuestro plan es desplazarnos desde el aeropuerto de Malpensa hasta el hotel mediante tren, y del retraso acumulado dependerá si nos toca esperar en el andén 10 minutos o una hora.

Despegamos con noche cerrada, lo cual limita bastante el espectáculo por la ventanilla. Apenas podemos ver núcleos de luces que dibujan formas costeras. Cuando acabemos con el debate del overbooking, podemos poner sobre la mesa el de aprovechar la tecnología de realidad aumentada para que las ventanillas de avión nos digan qué estamos mirando.
Aterrizamos en el aeropuerto de Milán Malpensa y alcanzar la estación de tren no supone un problema gracias a las bien indicadas señales de “Treni”. A 13 euros por cabeza y tras 15 minutos de espera, subimos al Malpensa Express que nos dejará en la conveniente estación de Milán Centrale, a escasos metros de nuestro hotel. Durante los 50 minutos de trayecto el revisor valida nuestros billetes. Prego.

Pisamos ya la ciudad de Milán con un único objetivo para lo que queda de noche: encontrar algo que cenar a la desesperada. Y tras un par de búsquedas en Google lo encontramos en un local que el destino nos tenía preparado y pasaría a ser una parada recurrente durante todo el viaje: la Pizzeria San Giorgio. El chico que nos toma nota sonríe cuando le respondemos que venimos de Mallorca y nos cuenta que estuvo viviendo allí una temporada pero cometió un grave error: quedarse en la zona de Magaluf. Tras unos minutos viendo por televisión el resumen de la victoria del Liverpool sobre el Real Madrid recibimos sendas pizzas para llevar por 14 euros. En ese lapso de tiempo y buceando por las opiniones de local en Google, una de las más valoradas resume la experiencia en un escueto “Pete de ano”. La cosa promete.
Caminamos otros pocos metros añadiendo las cajas de pizza a nuestro equipaje hasta alcanzar la entrada del Biocity Hotel, nuestro refugio para las próximas cuatro noches. El criterio para elegirlo, el habitual: bien comunicado, en una zona menos ruidosa que pleno centro, precio aceptable y opiniones mayoritariamente positivas. 120 euros por noche, en una época post-pandemia en la que el turismo ha subido sus tarifas de forma alarmante, entra dentro de lo aceptable. Check-in sin nada que destacar, y una habitación limpia y decente para nosotros. Las pizzas, de atún con cebolla y jamón con champiñones, cumplen su función. Masa fina, como nos gusta. Llega la medianoche cuando apagamos luces y damos por finalizada esta etapa de trámite. Mañana la ciudad nos espera.
