Entre el gallo y las millones de moscas me despertaron temprano. Fuimos a desayunar un rico té con leche y algo de lo que habíamos traído. Stewart y yo dormimos en un cobertizo en el que había dos camas y una pequeña bombilla. El suelo de tierra y las paredes sin enyesar. No había más, tampoco lo necesitábamos.

Ya a media mañana dimos una vuelta por el pueblo, pude visitar varias casas de familias y me explicaron cómo cocinaban, cómo se las arreglaban para guardar sus pertenencias y dormir en estancias tan pequeñas. No hubo grandes momentos, simplemente fuimos de acá para allá haciendo visitas y charlando con familiares y amigos de Stewart.

Al volver a la habitación aparecieron algunos niños, hijos de la familia, primos… a saber. El caso es que al principio había 4 o 5 y sin darnos cuenta en la habitación había unos 15 chavales. Interactuamos lo que buenamente pudimos, aunque las risas y los juegos son un lenguaje universal. Se acercan, algunos con más timidez que otros, me tocan la piel, me piden fotos, el móvil. Todo eso les llama poderosamente la atención. Sin ser exagerado creo que fue uno de los mejores ratos del viaje.
Después de comer vamos a otra zona de reunión del pueblo, en este caso un gran árbol que da la sombra que se necesita en un lugar tan caluroso como éste. Beben “buza” o algo así, se trata de una bebida fermentada preparada a base de maíz. De nuevo cantamos y bailamos, charlamos y me preguntan sobre Europa, ese lugar tan remoto. Así estamos hasta que anochece y vamos con la charla a otro sitio y después a cenar y tomar un té con leche a la fresca hasta que entra el sueño.


¿He hecho algo destacable durante el día? No, pero considero que ha sido un hermoso día.