AVILÉS, TAZONES Y LA CUEVONA DE CUEVES. ✏️ Diarios de Viajes de España

La tarde se presentaba movidita, con más de cien kilómetros en ciernes. Sumados los kilómetros que habíamos hecho por la mañana (etapa anterior) era con mucho el día más cargado de coche de todo el viaje. Este es el perfil de la tarde sacado de Google-Maps.

Durante mi primer viaje a Asturias, hace un montón de años, recuerdo que paramos en la zona del muelle de Avilés. Estábamos de paso y lo que único que me viene a la memoria de aquel momento es el humo de las chimeneas de unas fábricas, que parecía confirmar el concepto de una ciudad eminentemente industrial y sin interés turístico. Y eso mismo seguí pensando durante mucho tiempo, incluso creí que la construcción del Centro Niemeyer había sido un intento de contrarrestar su falta de atractivos. Después de todo, casi ningún turista piensa en Avilés cuando se plantea visitar Asturias… O, al menos, antes era así.

Hace unos pocos meses vi por casualidad unas fotos del centro histórico de Avilés que me dejaron sorprendida: no lo imaginaba así, con palacios, jardines, fuentes, iglesias, calles porticadas… Y con la misma perplejidad me enteré de que está declarado Conjunto Histórico-Artístico desde 1955. Así que me quedó claro que durante nuestro siguiente viaje a Asturias teníamos que hacerle una visita, aunque fuese rápida. En la página web del ayuntamiento hay abundante información y un folleto muy útil con plano, una ruta recomendada y fotos de los lugares más destacados.

Como tengo por costumbre antes de “turistear”, aproveché la consulta en internet para conocer algo de la historia de la ciudad, que actualmente es la tercera de Asturias en importancia y población (88.000 habitantes) tras Gijón y Oviedo, de las que dista 30 y 37 kilómetros, respectivamente y con las que está conectada por las autovías A-8 y A-66. Y me enteré de lo siguiente:

Aunque es muy probable que ya hubiera por aquí un núcleo de población estable en tiempos de los romanos, su origen documentado es medieval, una villa que se creó para defender el puerto de las incursiones piratas. En el siglo X, el Rey Alfonso VI le concedió un fuero y privilegios, como poder celebrar ferias y un mercado semanal. Mediante el monopolio de la sal y su poderoso comercio marítimo, la prosperidad que consiguió durante los siglos siguientes atrajo a bastantes nobles que construyeron bellos palacios y residencias. En 1479 la destruyó un voraz incendio, y durante los siglos XVI y XVII sufrió la deforestación de sus bosques, que fueron talados para construir barcos para las campañas de los Austrias; de aquí salió buena parte de la madera que forjó la Armada Invencible. A finales del medievo, el puerto vivió una profunda crisis consecuencia de la cual fue la decadencia mercantil de la ciudad, que tuvo que volver su mirada al campo para sobrevivir con cultivos tradicionales y otros de nuevo implante como el maíz. Posteriormente, vivió enfrentamientos con los ingleses, los franceses la ocuparon durante la Guerra de la Independencia y también se vio involucrada en las guerras carlistas. En la segunda mitad del siglo XIX, se produjo la industrialización favorecida por la llegada del ferrocarril, y se instalaron fundiciones y telares. A principios del siglo XX se amplió el puerto varias veces, pero fue en los años cincuenta cuando se convirtió en un enorme complejo industrial. La crisis de los ochenta y los problemas medioambientales y de salud de las personas por la altísima contaminación (en 1981 era la ciudad española más contaminada) trajeron consigo la llamada “reconversión”, con el cierre de fábricas y un despido masivo de trabajadores que conllevó una aguda crisis económica y social. A partir de los años 90 se llevaron a cabo varios proyectos de regeneración y recuperación de la ría y del casco histórico para mejorar el nivel de vida y atraer al turismo, siendo uno de los puntos culminantes de este proceso la construcción del Centro Cultural Internacional Oscar Niemeyer, inaugurado en noviembre de 2011.

Volviendo al relato de nuestro viaje, en un principio la idea era comer en Avilés o en la cercana playa de las Salinas, que está en Castrillón, a unos 5 kilómetros. Teníamos algo que celebrar y me habían contado maravillas del restaurante Real Balneario, que aunque tiene una estrella Michelín y, por tanto, no es para comer a diario, sus precios tampoco son de los que te arruinan por darte el gusto una vez. Pero como ya conté, se nos echó el tiempo encima y tuvimos que comer en Oviñana, así que cuando llegamos a Avilés eran las tres y media de la tarde y hacía mucho calor: en fin, ni mucho menos el mejor momento para hacer una visita turística urbana. Pero era lo que había… No nos complicamos la vida y fuimos directamente al Centro Niemeyer, que era fácil de localizar y donde encontramos aparcamiento gratuito. Así, de paso, poudimos char un vistazo a una de sus mayores atracciones.

A toro pasado, reconozco que me gustó empezar a visitar Avilés por aquí, su máximo exponente de modernidad, el referente que quiere dar carpetazo a una reputación de ciudad fea e industrial. Se encuentra estratégicamente situado a orillas de la Ría, frente al casco histórico y, paradójicamente, muy cerca de unas fábricas cuyas chimeneas continúan desprendiendo una densa humareda, blanca, eso sí. El contraste me resultó fascinante, y no lo digo porque la frase queda chula, sino porque es lo que entonces me pareció realmente. Pero voy por partes.

El complejo fue diseñado por el arquitecto brasileño Oscar Niemeyer, que fue el artífice de la ciudad de Brasilia, y cuya obra está catalogada como Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Supone el único proyecto que realizó en España y su vínculo con Asturias se debe a que en 1989 recibió el premio Príncipe de Asturias de las Artes. Como muestra de agradecimiento, el arquitecto quiso donar este proyecto, que serviría como referente en el proceso de regeneración medioambiental de la ría de Avilés y de la propia ciudad. Él mismo lo definió como “una plaza abierta a todo el mundo, un lugar para la educación, la cultura y la paz”. Cuando tras tres años de obras se inauguró en 2011, su creador tenía nada menos que 103 años (murió solo trece meses después). Aunque el proyecto gozó desde el primer momento de gran prestigio y reconocimiento a nivel internacional, no estuvo exento de polémicas dentro del propio Principado, con críticos e incluso detractores que discutían el empleo de tanto dinero en una obra de incierta rentabilidad económica (acentuada por la crisis) en vez de recuperar monumentos asturianos “de toda la vida” en mal estado de conservación como los edificios prerrománicos que son Patrimonio de la Humanidad. Actualmente, parece que se pretende dinamizar el proyecto, procurando conciliar el beneficio cultural y turístico para la ciudad con la viabilidad económica.

Una parte de la plaza con el edificio polivalente a la izquierda y el auditorio a la derecha.

Lo primero que nos llamó la atención fueron sus dimensiones y los colores. Es un espacio muy amplio y diáfano, que consta de cinco edificios: la plaza, el auditorio (con capacidad para 1.000 personas), la cúpula (museo), la torre (mirador y restaurante) y un edificio polivalente (cine, salas de reuniones y oficinas). Todos responden al gusto de su autor por las líneas curvas y el empleo de los colores rojo, amarillo y azul sobre fondo blanco y dibujos sencillos de líneas negras. Con la tarde luminosa que hacía, los reflejos y los contrastes, resultaba todo muy llamativo, teniendo en cuenta, además, que éramos prácticamente los únicos visitantes, lo que agrandaba todavía más el espacio.

La cúpula:

Aunque en principio no comprendí muy bien de qué iba todo aquello, pues parecía una amalgama entre extravagante e infantil (no es una crítica sino una sensación), pateé de un lado a otro la plaza para contemplar el conjunto desde todas las perspectivas y entonces obtuve panorámicas sorprendentes.

Era como un juego, al que también invitan algunos de los paneles informativos que leí, como el que anima a entrar en el enorme espacio abierto por una puerta aparentemente inútil pero llena de simbolismos. Ésta era la curiosa propuesta: por cierto que la puerta no sólo está en la plaza, hay otra dentro de la ría.

Nos limitamos a los exteriores, no teníamos tiempo de entrar a ver nada; aunque tampoco se venía ninguna actividad, parecía estar todo cerrado, ignoro si era por laa hora, las fechas veraniegas o por alguno de los problemas que he mencionado antes.

Si se dispone de tiempo y gusta caminar, aconsejaría dejar el coche aquí e ir al centro histórico a pie por los puentes que cruzan la ría y conectan en pocos minutos el Avilés más moderno con el más tradicional, los edificios simbólicos y futuristas con las casonas medievales, los palacios barrocos y las calles porticadas. Todo un contraste muy acertado. Eso sí, se tarda un ratito en recorrer el vistoso puente de colorines porque tiene un trazado un tanto extraño, que obliga a subir y bajar de nivel varias veces ya que incluso cuenta con una pequeña exposición; pero nada preocupante, unos diez o doce minutos a pie desde aquí hasta el mismo centro.

Cruzamos la ría, contemplando el cielo azul que coronaba el agua con una línea de nubes muy al fondo. Me pareció bonito, aunque al mirar hacia atrás el humo de una chimenea sobre los “niemeyers” se empeñase en advertir que aún quedan cosas por hacer para que el medio ambiente gane definitivamente la batalla a la polución en esta ciudad (lo mismo que en la gran mayoría, claro).

Al salir del puente, nos encontramos en la Plaza de Santiago López. De ahí enfilamos por la Calle Ruíz Gómez hasta el número 21, donde se encuentra una de las oficinas de turismo municipales. Muy amablemente nos dieron un mapa y nos explicaron qué visitar en el escaso tiempo de que disponíamos. Aquí me separé de mi marido porque cuando hay premura horaria preferimos que cada uno vea lo que le gusta y, sobre todo, a su ritmo. Saqué el itinerario que tenía preparado de antemano y me puse a ello. Como me sucede con frecuencia, terminé yendo por donde me apetecía y la ruta prevista se quedó guardada en mi bolsillo.

Antes de seguir de frente, me desvié un momento a la izquierda por la calle Armando Palacio Valdés, para ver la bonita fachada del Teatro Palacio Valdés, que tiene mucha historia tras de sí. Fue diseñado por el arquitecto Manuel del Busto y se colocó la primera piedra en 1900, siendo uno de los invitados el escritor asturiano (aunque nacido en Zamora) Leopoldo Alas Clarín. Por problemas de financiación, las obras se interrumpieron varias veces y no se terminaron hasta 1920. Tras haber sido teatro y cine, en 1972 se cerró y cayó en estado lamentable de abandono. En 1992 fue restaurado y reinaugurado, siendo ya de propiedad municipal.

Teatro Armando Palacio Valdés.

Seguí hasta la Plaza de España, a dos minutos apenas, que es el centro neurálgico de la ciudad, su kilómetro cero y, además, un sorprendente entronque de calles modernistas, medievales y barrocas, destacando sobre todo las de Galiana y Rivero, primeras avenidas que traspasaron los espacios medievales intramuros. Al igual que estas dos calles, el origen de la Plaza de España se remonta al siglo XVII, cuando asfixiada por la Ría, el mar y las murallas, la ciudad no tuvo más remedio que crecer hacia el sur. Según he leído, los lugareños la llaman cariñosamente “El Parche”, en referencia a unas obras que se realizaron a finales del siglo XIX con la intención de duplicar la superficie libre delante del Ayuntamiento para facilitar el paseo y ceder más sitio a la banda de música. Los avilesinos de la época no quedaron demasiado contentos con el resultado, que consideraban un pegote, y empezaron a llamarlo “el parche”; tanto caló que así, como el “Parche”, con mayúsculas, se conoce a la plaza todavía.

1º - El Palacio Municipal, donde se ubica el Ayuntamiento, del siglo XVIII, a cuyos costados se encuentran, a la derecha, la calle de la Ferrería, al final de la cual está el Palacio de Valdecarzana del siglo XIV, uno de los pocos edificios medievales de carácter civil que se conservan; y la calle de la Fruta, a la izquierda, desde la que se vislumbra el Palacio de Camposagrado, sita en la plaza del mismo nombre, con una llamativa fachada barroca profusamente decorada. Por la calle que sale a la derecha del palacio mirando de frente, llegué en unos pasos hasta la Plaza de Carlos Lobo, donde está la Iglesia de los Padres Franciscanos, del siglo XII, románica y con elementos góticos y barrocos. A su izquierda se encuentra la Capilla de las Alas, del siglo XIV, de carácter funerario.

Palacio Municipal

Calle de la Ferrería

Lateral del Ayuntamiento y Calle de la Fruta.

Iglesia de los Padres Franciscanos, a la izquierda la Capilla de las Alas.


Palacio de Camposagrado.

2º - El Palacio de Llano Ponte, también del siglo XVIII y estilo barroco. De esta fecha solo se conserva la fachada, ya que el interior se derribó para reconstruirlo completamente en el siglo XX. Siguiendo hacia adelante estaremos ya en plena calle Rivero, porticada, con las típicas casas norteñas de dos plantas, algunas con corredores y galerías acristaladas, y donde, pese a la temprana hora de la tarde y el calor, había bastante gente paseando, lo cual reconozco que me sorprendió.

Palacio de Llano Ponte.

Calle Rivero.

- El Palacio Ferrera, del siglo XVII, es de estilo barroco pese a su decoración escasa y aspecto sobrio, en cuya fachada destaca un enorme escudo nobiliario de la familia. Actualmente está ocupado por un Hotel de cinco estrellas de la cadena NH. La fachada de la derecha da a calle San Francisco, en la que se encuentra la Fuente de los Caños de San Francisco, y más adelante, la Iglesia de San Nicolás de Bari (románica, de los siglos XII y XIII) y el Palacio de Balsera (de principios del siglo XX) ya en la Plaza de Álvarez de Acebal. Aquí arranca la famosa calle Galiana con sus soportales, una de las más bonitas de Avilés. Entre las calles Galiana y Rivero se encuentra el Parque de Ferrera, que antiguamente era el jardín particular de los marqueses de Ferrara, a espaldas de su palacio; es de estilo inglés y el más grande y artístico de la ciudad.

Palacio Ferrera.

Pese a que el sol jugaba malas pasadas con su reflejo y empezaba a apretar el calor, estuve un rato contemplando la Plaza de España. Me pareció francamente bonita y pienso que tiene bien ganado el reconocimiento de estar entre las 20 de mayor encanto de España según un conocido blog. Tanto fue así que estuve allí más tiempo del previsto fijándome en los detalles y luego me tocó correr porque quería llegar hasta el barrio de Sabugo, que está un poquito más al norte.

Parque del Muelle, con la fachada trasera del Palacio de Camposagrado (abajo).

Desde la calle de la Muralla, subí hacia la Plaza Pedro Menéndez, cruzando por el Parque del Muelle, y no sé cómo aparecí en la Plaza de los Hermanos Orbón, también conocida como la Plaza del Mercado, en cuyo interior se encuentra el mercado de abastos. No es que sea tan bonito como los de otras ciudades, pero la ubicación es curiosa y el interior de la plaza merece la pena. Las calles de alrededor tienen algunos edificios con fachadas coloridas y bastante elaboradas.

Caminando, caminando, llegué a la Plaza de la Merced, donde se encuentra una de las iglesias más llamativas a simple vista de Avilés (muchos forasteros piensan que es la Catedral de Avilés, al verse frente a sus dos torres de 47 metros de altura), la de Santo Tomás de Cantorbery o Iglesia Nueva de Sabugo, que, sin embargo, no es de las más destacadas en cuanto a interés histórico. Inaugurada en 1903, se construyó porque la iglesia vieja de la Plaza Carbayo se había quedado pequeña. Por cierto que me volví un poco loca con lo del nombre: ¿Santo Tomás de Cantorbery? Pues sí, es la denominación particular de los avilesinos para Santo Tomás de Canterbury, y, además, como hay dos, la vieja y la nueva, al principio me hice un verdadero lío: llegué a pensar que eran dos santos diferentes

Desde allí, tuve que callejear para encontrar una de las plazas con más encanto de la ciudad, la de Carbayo, donde está la Iglesia Vieja de Sabugo (o de Santo Tomás de Canterbury) que data del siglo XIII, aunque fue reformada en 1740. La zona de Sabugo era el antiguo barrio de pescadores, uno de los más antiguos de Avilés.

Plaza de Carbayo e Iglesia Vieja de Sabugo.

Plaza de Carbayo

Para volver, tomé la pintoresca calle Bances Candamo, que antaño se llamaba D’atrás, y que en 1892 tomó el nombre del dramaturgo de cámara del rey Carlos II, que allí nació. Porticada a ambos lados, algunas columnas y casas están algo deterioradas, y se ha convertido en zona de copas y ocio nocturno.

Volví a la Plaza de España por la calle Cámara ya casi a la carrera. El tiempo había transcurrido demasiado deprisa, y pasaban quince minutos de la hora a la que había quedado con mi marido en el Niemeyer para seguir viaje. Se me fueron los ojos tras un un cartel que anunciaba “rica horchata de chufa” en una de las terrazas, ilustrado con un tentador dibujo de un vaso y su pajita. Me encanta la horchata valenciana y tomarla en Asturias, en aquella plaza y con aquel calor, hubiese sido todo un puntazo. En fin, otra vez será porque tengo claro que volveré a Avilés para conocer lo que se me quedó pendiente y repasar con más calma lo que sí que vi. Y es que se me hicieron cortísimas las dos horas que estuve allí.

Allí se quedó mi horchata...

Como resumen, decir que Avilés me sorprendió muy gratamente. Es cierto que (dejando aparte el Centro Niemeyer, que responde a otra filosofía) no tiene ningún monumento espectacular en sí mismo, de esos que encumbran el lugar donde se ubica, pero posee un centro histórico muy bonito e interesante y bastante cuidado en general (me gustó el pavimento, con las baldosas de colores). Aunque se puede visitar lo esencial en un par de horas, creo que merece al menos una tarde o una mañana completas para que dé tiempo a caminar tranquilamente contemplando sus edificios, mirar escaparates en las tiendas que están bajo los soportales, entrar en las iglesias, relajarse en los parques y tomar un tentempié en las terrazas de la Plaza de España. Y, de vuelta al futuro, hacer también una visita guiada al Centro Niemeyer para entender mejor el significado de su peculiar arquitectura.

Por la A-8, tardamos unos 45 minutos en cubrir los 53 kilómetros que hay desde Avilés hasta Tazones, que era la siguiente etapa en nuestro itinerario del día. Me habían hablado muy bien de este pequeño pueblo de pescadores que no conocíamos.

Antes de llegar, hay un aparcamiento bastante grande donde dejar los coches porque, teóricamente, no está permitido el acceso de vehículos a la zona del puerto salvo los de residentes. Pues bien, el número de coches aparcados junto a las casas era realmente ingente, casi inversamente proporcional a sus 300 habitantes. Casi todo el mundo parecía empeñado en meterse con el coche hasta la misma playa. Nosotros dejamos el nuestro en el susodicho aparcamiento y bajamos por una empinada calle en cuesta, quedando a nuestra derecha la iglesia, rodeada de un vistoso parque. Estábamos en el barrio de San Miguel, uno de los dos con que cuenta Tazones.

No tuvimos que caminar demasiado para llegar al otro barrio, el de San Roque, que está junto al puerto, donde pudimos ver enseguida un sugerente caserío marinero, de fachadas blancas con puertas y ventanas pintadas de azul o rojo. Muy pintoresco, excepto por las decenas de coches aparcados que, la verdad, le quitaban parte de su encanto. Tuve que meterme por las empinadas callejuelas empedradas para encuadrar alguna foto sin invitados de chapa. En mi deambular, me topé con la Casa de las Conchas, cuya fachada está completamente cubierta de conchas de todo tipo, tamaño y color. Madre mía, ¿de dónde habrán sacado tantas conchas y cuánto tiempo les llevaría colocarlas? Por cierto, como anécdota decir que en una de sus terrazas, un señor estaba haciendo reparaciones con un tubo de silicona, quizás alguna concha que se había desprendido...

Llegamos hasta la playa, que estaba muy concurrida ya que, como he mencionado, hacía bastante calor: nos sorprendieron los tonos verdes y turquesas del agua cristalina. Por cierto que cuando la marea está baja se pueden contemplar huellas de dinosaurios en la pedrera. También se pueden ver junto a la carretera que va al faro.

El pueblecito está situado entre dos peñas y sus casas están dispuestas de manera escalonada, lo que se aprecia muy bien caminando por el puerto, hasta el final del malecón. Lo malo era que el sol daba completamente de frente, impidiendo contemplarlo a gusto, y todavía era más difícil sacar alguna foto decente de la bonita vista que se aprecia desde allí.

Desde que se tiene conocimiento, la economía de Tazones se basó en su puerto pesquero y en particular fue un importante centro ballenero. Además, se asegura que fue este puerto la primera tierra española que pisó el joven rey Carlos I al llegar desde Flandes para ocupar el trono. Este hecho se conmemora todos los años con una representación del desembarco durante las fiestas locales, a mediados de agosto. Actualmente, Tazones vive de la pesca, sobre todo es famosa por su marisco, y del turismo.

Tuvimos que recorrer 50 kilómetros (50 minutos haciendo gran parte del camino por la A-8) para ir desde Tazones hasta nuestra última visita del día: la Cuevona de Cueves (o de Cuevas del Agua), a 7 kilómetros de Ribadesella, a cuyo concejo pertenece. No habíamos oído hablar de este sitio, que tampoco conocen algunos asturianos según pude comprobar personalmente. Vamos, que fue como un secreto que me fue desvelado en el foro, aunque en realidad aparece hasta en Wikipedia . La tarde era fantástica, con una luz intensa que otorgaba una extraordinaria profundidad a las montañas que iban surgiendo de frente y a nuestra derecha. La foto no puede describir lo bonito que era el paisaje.

La Cuevona es una formación kárstica, una gruta que atraviesa la montaña formando un túnel natural que llega hasta el pueblecito de Cueves. Este paso, utilizado por los vecinos desde mucho tiempo atrás, fue asfaltado y convertido en carretera, la única que comunica Cueves con el resto del concejo. Su longitud es de 300 metros y sigue el cauce del arroyo de la Cuevona, que ahora discurre paralelo a la calzada del túnel.

Desde que dejamos la autovía, tardamos un ratito en llegar a nuestro destino pues hay que dar un rodeo por la RS-2 hasta el cruce con Junco, que lleva a un aparcamiento donde dejamos el coche, antes de entrar en la gruta. Por el camino, el paisaje resultaba encantador, con las montañas al fondo y de un color verde muy intenso. Se puede atravesar el túnel en coche, pero lo suyo es recorrerlo a pie, tranquilamente, para apreciar toda su grandeza y su encanto.

La misma boca del túnel ya sorprende: parece la entrada de una cueva habilitada para la visita turística, con iluminación adaptada y todo, pero sin guía y sin necesidad de pagar ticket: genial. Eso sí, es preciso caminar con precaución porque circulan coches en ambos sentidos, la luz es muy tenue para no romper el hechizo y no hay demasiado sitio. A la hora que nosotros fuimos (casi las ocho) apenas había tráfico y pudimos disfrutar a nuestras anchas de la cueva, que incluso tiene sus correspondientes estalactitas y estalagmitas.

El hueco interior es enorme, realmente sorprendente.

Ya al otro lado, aparecimos en el pequeño pueblo de Cuevas del Agua (Cueves), que parece sacado de una postal típica asturiana. Lástima que el sol estuviera muy bajo, por lo que las fotos o quedaron oscuras o partidas en dos, entre sol y sombra. Nos llamó la atención que en este lugar casi idílico y apartado de todo exista un apeadero del tren.

Si estáis por la zona, no os perdáis este sitio. Tiene mucho encanto y, además, el paso por la cueva resulta toda una experiencia.

Era casi de noche cuando enfilamos hacia Arriondas, nuestro alojamiento de la jornada. Teníamos 24 kilómetros por delante. De camino, Ribadesella y sus alrededores lucían así de bonitos iluminados por el sol que se ponía.

Había que descansar bien porque al día siguiente, nos esperaba otro de los platos aventureros del viaje: el descenso del río Sella en canoa.