Era nuestro último día en San Petersburgo y teníamos que aprovecharlo a tope para no dejarnos nada sin ver, o al menos nada que lleváramos anotado. Ese martes empezó con una situación un tanto rocambolesca. Resulta que nuestro tren a Moscú salía pasadas las 11 de la noche y queríamos decirle a la dueña que si nos guardaba las mochilas hasta entonces, así que lo que hicimos fue escribir la frase en un traductor que nos la pasó a ruso hablado y grabarla para enseñársela… no creíamos que tuviéramos más problemas. El caso es que salimos de la habitación demasiado pronto para aprovechar el día y ella ni siquiera estaba en la recepción. Tras un rato deambulando por los aledaños y llamando al timbre sin suerte, salió un viejo conserje de uno de los edificios y nos preguntó en ruso. Nosotros sólo acertamos a decirle: “Hotel Aleksandrovsky” y le pusimos la frase grabada. El hombre sonrió y aplaudió la idea pasamdo a llamar por teléfono a la dueña, que en unos minutos apareció para abrirnos la recepción y que dejáramos la maleta además de para darnos una llave para entrar cuando lo recogiéramos si ella no estaba. Nos pidió por gestos que la dejáramos en el mostrador y así lo hicimos. La amable señora se despidió de nosotros con un abrazo… era de lo más entrañable.
Con el tema zanjado, cogimos algo para desayunar en el 24 horas (210R) y pusimos rumbo a Moskovskaya porque queríamos visitar una plaza que habíamos visto el día anterior desde el autobús: La Plaza de la Victoria, un lugar que nos encantó por su solemnidad pero que parecía no despertar el interés de los turistas porque no vimos a ningún extranjero por la zona.
El monumento a los Héroes de la Defensa de Leningrado que se erige en ella es sencillo pero imponente, adornado además con unas antorchas y provisto de un hilo musical con una triste melodía en memoria de los fallecidos.
Después de no pocas fotos volvimos a Moskovskaya y visitamos los exteriores del Palacio de los Soviets y la estatua de Lenin con más tranquilidad y sin la lluvia del día anterior. No nos podíamos marchar de la ciudad sin una dosis de arquitectura soviética, que también está presente a pesar de que el pasado zarista es lo más visitado.
Regresamos al centro cuando tan solo pasaban unos minutos de las 10:00 y la primera visita fue la de la Catedral del Cristo Salvador sobre la Sangre Derramada. Era la primera vez que podíamos contemplarla de día y gracias al sol de justicia que hacía pudimos apreciar todas sus formas y colores que no son otra cosa más que espectaculares.
El interior no defrauda, está a la altura del exterior. Techos altos y una recargadísima decoración con preciosos frescos adornando las cúpulas. La entrada nos costó 250R cada uno.
Abandonamos la catedral y aprovechamos para comprar algunos souvenirs en los puestos que se levantan frente a ella. Siguiendo esa línea recta, acabamos en la Catedral de Kazán, con entrada gratuita.
La rodeamos y nos dirigimos a las orillas del río Neva para visitar el Palacio del Almirante, en cuyos jardines descansamos un rato, y la estatua de Pedro I “El Grande”.
Después nos dirigimos para ver la impresionante Catedral de San Isaac. No era la primera vez que la veíamos por fuera, pero hoy tocaba acceder. La entrada fue de 250R, sin subir a la cúpula.
El interior nos fascinó: absolutamente maravilloso con columnas verdes de malaquita, ornamentación dorada y frescos exquisitos.
Me encantó además la pequeña figura de una paloma blanca en lo más alto de la cúpula simbolizando el espíritu santo.
Para cuando terminamos la visita, la era la hora de comer así que nos dirigimos andado a uno de los restaurantes que llevábamos apuntados y que estaba en la zona: Yolki Palki. Ofrece comida típica a buen precio en un ambiente muy acogedor, decorado como una casa de campo. Nosotros pedimos un montón de cosas, todo para compartir. Queríamos seguir zambulléndonos en la cultura rusa y qué mejor forma que profundizando más en su gastronomía.
A pesar del calor, pedimos la famosa sopa Borsch, a base de verduras y con la remolacha y huevo escalfado como estrellas. He de decir que me sorprendió el sabor y la textura, mucho más ligera de lo que esperaba.
También pedimos pasteles de patata y queso, pelmenis siberianos (raviolis), pollo con sésamo y salsa de naranja y unas bebidas.
Todo nos costó 1270R.
Para el postre, optamos por cambiar de local y fuimos a una cafetería self-service donde pedimos unos blinis con leche condensada y una enorme tarta Napoleón por 250R.
De ahí fuimos a la Plaza del Palacio para visitarla con más tranquilidad y pasamos a la entrada del Hermitage, que es gratuita. Nuestra intención en un principio era visitarlo por dentro, pero la cola para comprar entrada era bastante larga y sólo quedaban un par de horas para el cierre. Ni de lejos hubiese sido suficiente para ver todo el museo, pero teniendo en cuenta que no somos unos entendidos en la materia y que siempre preferimos más el turismo “de exterior”, con 2 horas hubiese sido suficiente, ya que nos interesaba ver más las estancias que el arte en sí. No obstante, finalmente decidimos no entrar y optar por visitar otros monumentos que nos quedaban pendientes… tan solo la espera de la cola nos llevaría casi una hora.
Visitamos por fuera los patios interiores y nos tuvimos que conformar. Pusimos rumbo en metro a la Catedral del Smolny, que está bastante mal comunicada. La parada de metro es Chernyshevskaya pero luego hay que andar una distancia enorme hasta llegar hasta a ella y lo cierto es que ya se notaba el cansancio en las piernas. Las superficies y distancias en Rusia son enormes y recorrer 3 manzanas puede ser equivalente a casi un kilómetro. Después de 3 días, ya habíamos “dado la vuelta” al cuenta kilómetros.
Cual fue nuestra sorpresa al ver cuando llegamos que la catedral tenía la fachada cubierta por obras. Cierto es que nos hubiera gustado mucho poder verla en todo su esplendor, pero tampoco nos fustigamos. El acceso era gratuito y pudimos ver un interior sencillo en tonos blancos y azules que me recordó a las iglesias de Santorini.
A la salida se dio una curiosa anécdota. Como el campanario no estaba operativo, tenía que salir un trabajador a tocar una campana al exterior con una maza. El sonido era atronador desde tan cerca.
Para no quedarnos con la espinita. Fuimos a ver un par de catedrales más, pero nos despistamos con la ruta de vuelta hacia el metro cuando íbamos hablando y acabamos andando más de 3 kilómetros hasta dar con una estación de metro, que resultó ser la de Moskovskiy Vokzal.
Paramos en la más cercana a la Catedral de la Santa Trinidad, pero eso tampoco nos libró de un buen paseo. La catedral estaba cerrada, pero el exterior nos gustó mucho, especialmente su cúpula estrellada.
Y ya puestos en materia, fuimos a ver la última iglesia de la lista. La conexión en metro era nula así que tocó andar de nuevo hasta llegar a la Catedral de San Nicolás de los Marinos, que también estaba cerrada pero que nos permitió hacernos una ligera idea de como sería la de Smolny sin obras.
Fuimos andando de nuevo hasta no sé exactamente donde, pero fue mucho. Cogimos el metro y regresamos al hotel cerca de las 8 de la tarde. Recogimos el equipaje y fuimos en metro a Moskovskiy Vokzal, la estación desde la que esa noche cogeríamos el tren a Moscú. Pasamos para situar el andén desde el que saldríamos y descansamos un rato de todo el ajetreo que llevábamos ese día. El dolor de pies era más que notable.
Un rato más tarde fuimos a cenar a Bistronomika, un restaurante que habíamos visto por la tarde juntos a la estación y que nos pareció que tenía buena pinta. Pedimos un par de sets de sushi para compartir y estaban deliciosos.
De segundo, mi chico se decidió por unos rollitos de panceta rellenos de champión y queso y yo por una ensalada de atún fresco (con nostalgia del ceviche del día anterior). De postre, una cheesecake de chocolate y una tarta de zanahoria mucho más pequeñas que a las que nos habían acostumbrado. Con bebidas, el total fue de 1830R.
Ya faltaba menos para coger el tren y regresamos a la estación. El flamante Flecha Roja ya estaba en el andén.
Este tren fue diseñado por Stalin hace más de 80 años y desde entonces recorre cada noche los 700 km que separan San Petersburgo y Moscú (y viceversa) en una casi estricta línea recta. Y digo “casi” porque a la hora de trazar el recorrido con una regla, al dirigente ruso se le fue la mano y dibujó una pequeña curva… pero cualquiera le decía nada. Esta joya ferroviaria tarda 8 horas exactas en hacer el recorrido, saliendo a las 23:55 y llegando a las 7:55 al ritmo de una marcha triunfal.
Como os conté al principio, nosotros reservamos un camarote privado en primera clase con antelación. La amable azafata nos dirigió a nuestra estancia a la hora indicada y alucinamos. El interior estaba exquisitamente decorado con telas de terciopelo y nos agasajaron con todas las comodidades imaginables: set de aseo, mantas y sábanas limpias, babuchas, varias botellas de agua y zumo, chocolate, unos croissants y fruta. Además el camarote contaba con una televisión en blanco y negro donde se emitían películas clásicas, regulador de luz y de temperatura… en fin, no le faltaba detalle. Nos acomodamos y fuimos a asearnos al baño que estaba al final del pasillo nada más arrancar la marcha. Al poco rato, una azafata nos preguntó si habíamos visto el menú y anotó lo que deseábamos al desayuno la mañana siguiente indicando que nos despertarían a las 7:00.
Estábamos muy impresionados con todas las comodidades a pesar de la antigüedad del tren. Vimos a nuestros vecinos de habitación dormir directamente sobre los sillones y eso era lo que me iba a disponer a hacer yo. Suerte que mi chico está muy curtido en Interrailes y me descubrió la cama y las toallas limpias que se liberaban al abatir los asientos.
Dormimos como niños. No era muy difícil por el cansancio acumulado pero la comodidad de la estancia desde luego que contribuyó. Al ser una linea recta, no hay movimientos bruscos y el sonido es apenas perceptible, aunque para los que tengan dificultad os digo que no hay de qué preocuparse. El set de aseo también incluye tapones. Y así, como miembros de la alta sociedad rusa de antaño, nos alejamos de San Petersburgo en lo que fue una de las noches más originales de nuestras vidas. ¿Quién quiere un tren rápido cuando puede vivir una experiencia como esta?
Con el tema zanjado, cogimos algo para desayunar en el 24 horas (210R) y pusimos rumbo a Moskovskaya porque queríamos visitar una plaza que habíamos visto el día anterior desde el autobús: La Plaza de la Victoria, un lugar que nos encantó por su solemnidad pero que parecía no despertar el interés de los turistas porque no vimos a ningún extranjero por la zona.
El monumento a los Héroes de la Defensa de Leningrado que se erige en ella es sencillo pero imponente, adornado además con unas antorchas y provisto de un hilo musical con una triste melodía en memoria de los fallecidos.
Después de no pocas fotos volvimos a Moskovskaya y visitamos los exteriores del Palacio de los Soviets y la estatua de Lenin con más tranquilidad y sin la lluvia del día anterior. No nos podíamos marchar de la ciudad sin una dosis de arquitectura soviética, que también está presente a pesar de que el pasado zarista es lo más visitado.
Regresamos al centro cuando tan solo pasaban unos minutos de las 10:00 y la primera visita fue la de la Catedral del Cristo Salvador sobre la Sangre Derramada. Era la primera vez que podíamos contemplarla de día y gracias al sol de justicia que hacía pudimos apreciar todas sus formas y colores que no son otra cosa más que espectaculares.
El interior no defrauda, está a la altura del exterior. Techos altos y una recargadísima decoración con preciosos frescos adornando las cúpulas. La entrada nos costó 250R cada uno.
Abandonamos la catedral y aprovechamos para comprar algunos souvenirs en los puestos que se levantan frente a ella. Siguiendo esa línea recta, acabamos en la Catedral de Kazán, con entrada gratuita.
La rodeamos y nos dirigimos a las orillas del río Neva para visitar el Palacio del Almirante, en cuyos jardines descansamos un rato, y la estatua de Pedro I “El Grande”.
Después nos dirigimos para ver la impresionante Catedral de San Isaac. No era la primera vez que la veíamos por fuera, pero hoy tocaba acceder. La entrada fue de 250R, sin subir a la cúpula.
El interior nos fascinó: absolutamente maravilloso con columnas verdes de malaquita, ornamentación dorada y frescos exquisitos.
Me encantó además la pequeña figura de una paloma blanca en lo más alto de la cúpula simbolizando el espíritu santo.
Para cuando terminamos la visita, la era la hora de comer así que nos dirigimos andado a uno de los restaurantes que llevábamos apuntados y que estaba en la zona: Yolki Palki. Ofrece comida típica a buen precio en un ambiente muy acogedor, decorado como una casa de campo. Nosotros pedimos un montón de cosas, todo para compartir. Queríamos seguir zambulléndonos en la cultura rusa y qué mejor forma que profundizando más en su gastronomía.
A pesar del calor, pedimos la famosa sopa Borsch, a base de verduras y con la remolacha y huevo escalfado como estrellas. He de decir que me sorprendió el sabor y la textura, mucho más ligera de lo que esperaba.
También pedimos pasteles de patata y queso, pelmenis siberianos (raviolis), pollo con sésamo y salsa de naranja y unas bebidas.
Todo nos costó 1270R.
Para el postre, optamos por cambiar de local y fuimos a una cafetería self-service donde pedimos unos blinis con leche condensada y una enorme tarta Napoleón por 250R.
De ahí fuimos a la Plaza del Palacio para visitarla con más tranquilidad y pasamos a la entrada del Hermitage, que es gratuita. Nuestra intención en un principio era visitarlo por dentro, pero la cola para comprar entrada era bastante larga y sólo quedaban un par de horas para el cierre. Ni de lejos hubiese sido suficiente para ver todo el museo, pero teniendo en cuenta que no somos unos entendidos en la materia y que siempre preferimos más el turismo “de exterior”, con 2 horas hubiese sido suficiente, ya que nos interesaba ver más las estancias que el arte en sí. No obstante, finalmente decidimos no entrar y optar por visitar otros monumentos que nos quedaban pendientes… tan solo la espera de la cola nos llevaría casi una hora.
Visitamos por fuera los patios interiores y nos tuvimos que conformar. Pusimos rumbo en metro a la Catedral del Smolny, que está bastante mal comunicada. La parada de metro es Chernyshevskaya pero luego hay que andar una distancia enorme hasta llegar hasta a ella y lo cierto es que ya se notaba el cansancio en las piernas. Las superficies y distancias en Rusia son enormes y recorrer 3 manzanas puede ser equivalente a casi un kilómetro. Después de 3 días, ya habíamos “dado la vuelta” al cuenta kilómetros.
Cual fue nuestra sorpresa al ver cuando llegamos que la catedral tenía la fachada cubierta por obras. Cierto es que nos hubiera gustado mucho poder verla en todo su esplendor, pero tampoco nos fustigamos. El acceso era gratuito y pudimos ver un interior sencillo en tonos blancos y azules que me recordó a las iglesias de Santorini.
A la salida se dio una curiosa anécdota. Como el campanario no estaba operativo, tenía que salir un trabajador a tocar una campana al exterior con una maza. El sonido era atronador desde tan cerca.
Para no quedarnos con la espinita. Fuimos a ver un par de catedrales más, pero nos despistamos con la ruta de vuelta hacia el metro cuando íbamos hablando y acabamos andando más de 3 kilómetros hasta dar con una estación de metro, que resultó ser la de Moskovskiy Vokzal.
Paramos en la más cercana a la Catedral de la Santa Trinidad, pero eso tampoco nos libró de un buen paseo. La catedral estaba cerrada, pero el exterior nos gustó mucho, especialmente su cúpula estrellada.
Y ya puestos en materia, fuimos a ver la última iglesia de la lista. La conexión en metro era nula así que tocó andar de nuevo hasta llegar a la Catedral de San Nicolás de los Marinos, que también estaba cerrada pero que nos permitió hacernos una ligera idea de como sería la de Smolny sin obras.
Fuimos andando de nuevo hasta no sé exactamente donde, pero fue mucho. Cogimos el metro y regresamos al hotel cerca de las 8 de la tarde. Recogimos el equipaje y fuimos en metro a Moskovskiy Vokzal, la estación desde la que esa noche cogeríamos el tren a Moscú. Pasamos para situar el andén desde el que saldríamos y descansamos un rato de todo el ajetreo que llevábamos ese día. El dolor de pies era más que notable.
Un rato más tarde fuimos a cenar a Bistronomika, un restaurante que habíamos visto por la tarde juntos a la estación y que nos pareció que tenía buena pinta. Pedimos un par de sets de sushi para compartir y estaban deliciosos.
De segundo, mi chico se decidió por unos rollitos de panceta rellenos de champión y queso y yo por una ensalada de atún fresco (con nostalgia del ceviche del día anterior). De postre, una cheesecake de chocolate y una tarta de zanahoria mucho más pequeñas que a las que nos habían acostumbrado. Con bebidas, el total fue de 1830R.
Ya faltaba menos para coger el tren y regresamos a la estación. El flamante Flecha Roja ya estaba en el andén.
Este tren fue diseñado por Stalin hace más de 80 años y desde entonces recorre cada noche los 700 km que separan San Petersburgo y Moscú (y viceversa) en una casi estricta línea recta. Y digo “casi” porque a la hora de trazar el recorrido con una regla, al dirigente ruso se le fue la mano y dibujó una pequeña curva… pero cualquiera le decía nada. Esta joya ferroviaria tarda 8 horas exactas en hacer el recorrido, saliendo a las 23:55 y llegando a las 7:55 al ritmo de una marcha triunfal.
Como os conté al principio, nosotros reservamos un camarote privado en primera clase con antelación. La amable azafata nos dirigió a nuestra estancia a la hora indicada y alucinamos. El interior estaba exquisitamente decorado con telas de terciopelo y nos agasajaron con todas las comodidades imaginables: set de aseo, mantas y sábanas limpias, babuchas, varias botellas de agua y zumo, chocolate, unos croissants y fruta. Además el camarote contaba con una televisión en blanco y negro donde se emitían películas clásicas, regulador de luz y de temperatura… en fin, no le faltaba detalle. Nos acomodamos y fuimos a asearnos al baño que estaba al final del pasillo nada más arrancar la marcha. Al poco rato, una azafata nos preguntó si habíamos visto el menú y anotó lo que deseábamos al desayuno la mañana siguiente indicando que nos despertarían a las 7:00.
Estábamos muy impresionados con todas las comodidades a pesar de la antigüedad del tren. Vimos a nuestros vecinos de habitación dormir directamente sobre los sillones y eso era lo que me iba a disponer a hacer yo. Suerte que mi chico está muy curtido en Interrailes y me descubrió la cama y las toallas limpias que se liberaban al abatir los asientos.
Dormimos como niños. No era muy difícil por el cansancio acumulado pero la comodidad de la estancia desde luego que contribuyó. Al ser una linea recta, no hay movimientos bruscos y el sonido es apenas perceptible, aunque para los que tengan dificultad os digo que no hay de qué preocuparse. El set de aseo también incluye tapones. Y así, como miembros de la alta sociedad rusa de antaño, nos alejamos de San Petersburgo en lo que fue una de las noches más originales de nuestras vidas. ¿Quién quiere un tren rápido cuando puede vivir una experiencia como esta?
GATOS DEL DÍA PARA 2 PERSONAS
- Desayuno: 210R
- Entradas a Catedral de Cristo Salvador: 500R
- Entradas a Catedral de San Isaac: 500R
- Comida en Yolki Palki: 1270R
- Postre: 210R
- Cena en Bistronomika: 1830R
Total Gastos: 4520R