Empiezo el día con mal pie. Por la noche alguien me robó el bikini que había dejado colgado para secar después de la playa. Aviso en recepción, se muestran extrañados, pero claro, no pueden hacer nada, que lo denuncie a la gerdarmería si quiero, me dicen. Pues nada, me tengo que aguantar. No quiero pensar para que puede querer nadie un bikini usado. Joder, qué gentuza.
El plan para hoy es acercarnos a Mónaco. No hay transporte directo así que cogemos el bus nª200 hasta Niza (45min aprox) y nos apeamos en la última parada del paseo de los Ingleses que queda a la altura de Beau Rivage, más o menos.
Este trasbordo no es precisamente rápido, hay que caminar unos 15-20 minutos hasta el Vieux Port, desde donde salen los autobuses para Mónaco.
Como era de esperar, el bus va lleno hasta los topes, no cabe ni un alma, tenemos que hacer el trayecto de pie, espalda con espalda con el resto de guiris, al más puro estilo “metro de tokio”. Sobra decir lo incómodos que vamos, pero bueno, el paisaje y los pueblos que cruzamos son preciosos, sobre todo me gusta Villefranche sur Mer, que me apunto para otra ocasión.
Tras una hora de tortura llegamos al Principado. No tenemos mucha información de Mónaco así que nos dedicamos a caminar y dejarnos sorprender por lo que vamos encontrando. De todos modos, en el puerto hay una mini-oficina de turismo y allí pido un mapa que nos sirve para orientarnos, aunque dado el reducido tamaño del principado tampoco hubiera sido imprescindible.
Comenzamos la visita por el llamado Rocher, allí se encuentra el Palacio Princier, residencia de Alberto II y que cuenta en su fachada con un balcón famoso donde los haya, al menos a lo que su presencia en el papel cuché se refiere. A derecha e izquierda hay un par de miradores con vistas sobre la costa a cual más bonita.
Recorremos las calles cercanas y observamos el rango de precios que se manejan. Mónaco si que lo encuentro caro, por ejemplo cualquier baratija de las tiendas de souvenirs cuesta casi el doble que Francia. Pero como siempre, hay que evitar precipitarse, nosotros queríamos un imán (coleccionamos) y después de mucho mirar encontramos una tienda algo apartada donde solo pagamos 3€ frente a los 5-6 que nos pedían en otras.
Llegamos al museo oceanográfico, interesantísimo y al que el gran divulgador de la vida submarina en el sXX, el Capitán Jacques Costeau, dedicó gran parte de sus esfuerzos y del que fue director durante 31 años. No entramos por haber estado ya en otra ocasión, creo que el precio ronda los 18€. La cola de la taquilla es considerable, nos alegramos de no tener que esperarla. No obstante, merece la pena detenerse a observar la decoración exterior del edificio, compuesta enteramente por motivos marinos como algas, peces, corales, anémonas, recreando así la sensación de encontrarse sumergido en el mar.
Descendemos hasta el puerto deportivo, en este momento el sol cae sin piedad sobre nosotros. Nos deshidratamos, así que hacemos un alto para tomar algo.
Desde aquí arranca el recorrido del circuito urbano de F1 más famoso del mundo. Nos hace especial ilusión hacerlo a pie. Lugares vistos hasta la saciedad por TV como la curva Loëwe y la entrada del túnel acaparan la mayoría de nuestras fotos.
Hacemos también una parada obligada, la del Casino. Como no podía ser de otro modo no faltan aparcados a su puerta tres coches de altísima gama, todos de matrícula árabe, a los que la gente fotografía y toca sin parar y, como tiene que haber de todo en esta vida, hay algún atrevido al que poco le falta para meterse dentro. Tras el obligado pose para la foto con el casino de fondo, ahora llega MI MOMENTO, el de corretear entre las joyerías caras y suspirar frente a los escaparates con los dientes largos. Ayyyy…
Empapados del lujo y la opulencia que irradia el próspero Montecarlo nos dirigimos ahora al jardín japonés, pequeño pero muy logrado. Espacio como no muy Zen, y que a mí me encantó ya que es como tener un trocito de Japón al alcance de la mano. Es además una de las paradas de la ruta de la princesa Grace, ya que ella fue la encargada de inaugurarlo.
Aquí cerca nos encontramos un McDonald, tiene vistas al mar y aire acondicionado, no nos lo pensamos y nos pedimos dos menús XL que devoramos en un segundo, tan entretenidos estábamos que no nos dimos cuenta de que es muy tarde ya y del hambre que tenemos. La comida nos cuesta 18€.
De vuelta en el puerto deportivo admiramos la congregación de yates de lujo de diseños futuristas a cual más grande y exclusivo. Está abarrotado, no queda ni un amarre libre y nos preguntamos quienes serán los afortunados, y no tan escasos, ocupantes.
Rodeamos el puerto y damos gracias por encontrarnos con un ascensor que nos lleva a la parte alta y nos evita la caminata cuesta arriba, que recién comidos y con treintaypico grados hubiera sido mortal. Nos queda por visitar la Catedral de San Nicolás, de dimensiones modestas y fachada neorrománica del SXX. Su mayor reclamo es acoger en su interior la última morada de la llorada Princesa Grace, a la que ahora acompaña su marido, Rainiero III, y sobre cuya sencilla lápida nunca faltan flores frescas.
Decidimos poner fin a tan principesco día y nos armamos de paciencia para hacer el viaje de vuelta. Sin duda la peor parte es el primer tramo hasta Niza. El autobús de nuevo va colapsado, y como es de suponer, una masa de gente apiñada en un día de calor tras haber pateado hasta el último rincón del Principado no desprende precisamente el mejor de los aromas. Indescriptible.
Es un alivio llegar a Niza y poder oxigenarnos un poco. De nuevo hay que hacer el cambio de parada y caminamos un rato por el paseo de los Ingleses. Aunque son cerca de las 19h las playas están hasta arriba de gente.
A la altura de Beau Rivage nos encontramos lo peor del viaje: el memorial de las víctimas del brutal atentado que tuvo lugar un par de semanas atrás. Muchos peluches en recuerdo de los niños pequeños que perdieron la vida. No hay palabras para describir tal horror, no dejo de hacerme la misma pregunta ¿porqué, porqué, porqué?
Sobre las 8 cogemos el autobús de vuelta a Antibes, no hay mucha gente a esta hora y hace el trayecto un poco más rápido que a la ida. Después de adecentarnos y cenar nos vamos de nuevo a Antibesland, nos sienta genial descargar adrenalina.
El plan para hoy es acercarnos a Mónaco. No hay transporte directo así que cogemos el bus nª200 hasta Niza (45min aprox) y nos apeamos en la última parada del paseo de los Ingleses que queda a la altura de Beau Rivage, más o menos.
Este trasbordo no es precisamente rápido, hay que caminar unos 15-20 minutos hasta el Vieux Port, desde donde salen los autobuses para Mónaco.
Como era de esperar, el bus va lleno hasta los topes, no cabe ni un alma, tenemos que hacer el trayecto de pie, espalda con espalda con el resto de guiris, al más puro estilo “metro de tokio”. Sobra decir lo incómodos que vamos, pero bueno, el paisaje y los pueblos que cruzamos son preciosos, sobre todo me gusta Villefranche sur Mer, que me apunto para otra ocasión.
Tras una hora de tortura llegamos al Principado. No tenemos mucha información de Mónaco así que nos dedicamos a caminar y dejarnos sorprender por lo que vamos encontrando. De todos modos, en el puerto hay una mini-oficina de turismo y allí pido un mapa que nos sirve para orientarnos, aunque dado el reducido tamaño del principado tampoco hubiera sido imprescindible.
Comenzamos la visita por el llamado Rocher, allí se encuentra el Palacio Princier, residencia de Alberto II y que cuenta en su fachada con un balcón famoso donde los haya, al menos a lo que su presencia en el papel cuché se refiere. A derecha e izquierda hay un par de miradores con vistas sobre la costa a cual más bonita.
Recorremos las calles cercanas y observamos el rango de precios que se manejan. Mónaco si que lo encuentro caro, por ejemplo cualquier baratija de las tiendas de souvenirs cuesta casi el doble que Francia. Pero como siempre, hay que evitar precipitarse, nosotros queríamos un imán (coleccionamos) y después de mucho mirar encontramos una tienda algo apartada donde solo pagamos 3€ frente a los 5-6 que nos pedían en otras.
Llegamos al museo oceanográfico, interesantísimo y al que el gran divulgador de la vida submarina en el sXX, el Capitán Jacques Costeau, dedicó gran parte de sus esfuerzos y del que fue director durante 31 años. No entramos por haber estado ya en otra ocasión, creo que el precio ronda los 18€. La cola de la taquilla es considerable, nos alegramos de no tener que esperarla. No obstante, merece la pena detenerse a observar la decoración exterior del edificio, compuesta enteramente por motivos marinos como algas, peces, corales, anémonas, recreando así la sensación de encontrarse sumergido en el mar.
Descendemos hasta el puerto deportivo, en este momento el sol cae sin piedad sobre nosotros. Nos deshidratamos, así que hacemos un alto para tomar algo.
Desde aquí arranca el recorrido del circuito urbano de F1 más famoso del mundo. Nos hace especial ilusión hacerlo a pie. Lugares vistos hasta la saciedad por TV como la curva Loëwe y la entrada del túnel acaparan la mayoría de nuestras fotos.
Hacemos también una parada obligada, la del Casino. Como no podía ser de otro modo no faltan aparcados a su puerta tres coches de altísima gama, todos de matrícula árabe, a los que la gente fotografía y toca sin parar y, como tiene que haber de todo en esta vida, hay algún atrevido al que poco le falta para meterse dentro. Tras el obligado pose para la foto con el casino de fondo, ahora llega MI MOMENTO, el de corretear entre las joyerías caras y suspirar frente a los escaparates con los dientes largos. Ayyyy…
Empapados del lujo y la opulencia que irradia el próspero Montecarlo nos dirigimos ahora al jardín japonés, pequeño pero muy logrado. Espacio como no muy Zen, y que a mí me encantó ya que es como tener un trocito de Japón al alcance de la mano. Es además una de las paradas de la ruta de la princesa Grace, ya que ella fue la encargada de inaugurarlo.
Aquí cerca nos encontramos un McDonald, tiene vistas al mar y aire acondicionado, no nos lo pensamos y nos pedimos dos menús XL que devoramos en un segundo, tan entretenidos estábamos que no nos dimos cuenta de que es muy tarde ya y del hambre que tenemos. La comida nos cuesta 18€.
De vuelta en el puerto deportivo admiramos la congregación de yates de lujo de diseños futuristas a cual más grande y exclusivo. Está abarrotado, no queda ni un amarre libre y nos preguntamos quienes serán los afortunados, y no tan escasos, ocupantes.
Rodeamos el puerto y damos gracias por encontrarnos con un ascensor que nos lleva a la parte alta y nos evita la caminata cuesta arriba, que recién comidos y con treintaypico grados hubiera sido mortal. Nos queda por visitar la Catedral de San Nicolás, de dimensiones modestas y fachada neorrománica del SXX. Su mayor reclamo es acoger en su interior la última morada de la llorada Princesa Grace, a la que ahora acompaña su marido, Rainiero III, y sobre cuya sencilla lápida nunca faltan flores frescas.
Decidimos poner fin a tan principesco día y nos armamos de paciencia para hacer el viaje de vuelta. Sin duda la peor parte es el primer tramo hasta Niza. El autobús de nuevo va colapsado, y como es de suponer, una masa de gente apiñada en un día de calor tras haber pateado hasta el último rincón del Principado no desprende precisamente el mejor de los aromas. Indescriptible.
Es un alivio llegar a Niza y poder oxigenarnos un poco. De nuevo hay que hacer el cambio de parada y caminamos un rato por el paseo de los Ingleses. Aunque son cerca de las 19h las playas están hasta arriba de gente.
A la altura de Beau Rivage nos encontramos lo peor del viaje: el memorial de las víctimas del brutal atentado que tuvo lugar un par de semanas atrás. Muchos peluches en recuerdo de los niños pequeños que perdieron la vida. No hay palabras para describir tal horror, no dejo de hacerme la misma pregunta ¿porqué, porqué, porqué?
Sobre las 8 cogemos el autobús de vuelta a Antibes, no hay mucha gente a esta hora y hace el trayecto un poco más rápido que a la ida. Después de adecentarnos y cenar nos vamos de nuevo a Antibesland, nos sienta genial descargar adrenalina.