El autobús arranca a las diez en punto, como estaba previsto. Desde el parabrisas se ve la estrecha carretera secundaria, iluminada por los focos. El chófer avanza despacio sorteando los socavones. Dentro, los asientos son cómodos y se puede dormir bien.
Me despierto alrededor de las cinco cuando hace una parada en Gorakhpur. De allí enseguida estamos en Sonauli, el puesto fronterizo con Nepal, donde el cruce de la linde resulta sencillo y el trámite de obtención del visado tan fácil como abonar los 100$ que cuestan los tres meses que voy a estar. Total, una hora. Son las ocho y media de la mañana y parece que Katmandú está cerca.
Enseguida percibes que estás en otro país. La ropa de las mujeres, la comida, las botellas de alcohol que se exponen en las tiendas… A partir de este punto las carreteras pasan a ser una tortura, pasando del asfalto bacheado al pedregal. De las rectas infinitas a los desniveles. Algo me dice que llegaremos a las 13h programadas.
Desde el interior del autobús apenas se distingue un paisaje montañoso, con ríos de agua blanca en el fondo del valle, pero el traqueteo del autobús sumado a las horas de viaje no te dejan apreciarlo. En una parada para comer conozco un chaval de unos 20 años que exprime el verano hasta lo que el presupuesto le permita y la posibilidad de enganche a sus estudios universitarios que ya han comenzado. Es vegano y yo estoy hasta los cojones de tanta verdura.
Pero la tortura no es completa hasta que no incluyes una estruendosa película de Bollywood y un atasco en los accesos a tocar de la ciudad para llegar finalmente a las seis de la tarde, aunque realmente fuera de noche.