Una pareja de amigas que se alojaban en el Ulisa Bay que se dirigían al aeropuerto de la isla, me ofrecieron acercarme al puerto sobre el remolque de la pickup. Me volvía a acompañar Ernesto, quien ya en el muelle se preocupó de informarse de dónde debía sellar la salida del país en mi pasaporte o cómo iban a ser los trámites de obtención del visado mozambiqueño. Algo más tarde de las 11h prevista llegó el barco, uno más pequeño que pudo acercarse hasta la orilla y bajar una rampa por la que descendieron los pasajeros. Porteadores y barqueros ofrecían sus servicios para transportar cargas o personas hasta tierra firme sin tener que mojarse. Me despido de Ernesto y me acomodo en el pequeño salón donde hay distribuido unos 50 asientos. Soy el único blanco entre unos pocos locales que se comunican en idiomas tribales.
El lago, tranquilo, permite una travesía plácida. enseguida llegamos a Cobuè (Mozambique). Allí suben al barco los oficiales de inmigración y apostados en la barra del bar sellan las entradas. Cuando llega mi lugar pegan el visado sin mayores dificultades. Cuando acaban el trámite, descienden y el barco continúa.
A partir de ese punto el bajel sigue paralelo a la costa y se para en algunas poblaciones. Es entonces cuando empieza la segunda parte del espectáculo. El trasiego humano que escenifica el modus vivendi de las personas que viven en este lado del mundo.
La parte oriental del Lago Malaui o Niassa no tiene buenas comunicaciones, por lo que el barco es la única forma de comunicación. Y eso se nota cuando observas como la cubierta se va cargando con todo tipo de bienes: mesas, cubos de pescado, cabras, hortalizas... A cada parada la masa se renueva y el ambiente dista mucho del vivido en Likoma. El gentío se muestra alegre y abundan las risas en los que ascienden y descienden.
Llego a Metangula al caer de la tarde. Un oficial de aduanas revisa mi equipaje y señala una figura de madera. Me pregunta por su factura y me indica que debo abonar una 'tasa'. Me niego a pagarle la mordida con educación y la 'tasa' se convierte en una coca-cola. Tampoco accedo.
Sin más problemas subo la calle que lleva al pueblo y me alojo en la segunda pensión, la que me recomendó el dueño del Ulisa Bay. No es ninguna maravilla, pero resultan amables.
Tras ducharme, busco un cajero donde sacar dinero. El camino hasta llegar allí atraviesa múltiples edificios de aspecto soviético, vacíos y ennegrecidos por el fuego. Son las señales de la reciente guerra civil que ha vivido el país, algo que me impacta por no haberme preparado esta parte del viaje.
Lichinga está a unos 100km en el interior del país. En la pensión me habían informado que por la mañana había numerosos transportes para llegar allá, así que me lo tome con calma. Desayuno bien, cambio los últimos kwachas y me dirijo a la parada de microbuses, que allí llaman chapas. Mi primera experiencia con el transporte local.
Las chapas son destartaladas furgonetas que usan tanto para desplazamientos cortos como largos. En un principio caben unas 11 personas distribuidas en tres filas de asientos más el de copiloto, aunque en realidad la capacidad es la que decida el motorista, una auténtica autoridad.
Lichinga es una gran ciudad con poco atractivo, pero una vez allí, decido dar una vuelta después de instalarme en una pensión. Camino por las decadentes calles, bien trazadas, pero con el pavimento deteriorado por el escaso mantenimiento. La arcilla roja africana que se ha colado en las juntas, en los huecos y en los desconches y que junto a los frondosos árboles tropicales dan una atmósfera singular a los edificios de corte soviético.
Las furgonetas que parten de Lichinga lo hacen desde un descampado a las afueras que llaman estación. Dos barracas con nombres de localidades grafiteados en sus paredes flanquean varias filas de chapas. En la pensión me habían informado que acudiese a la estación con tiempo. Hay pocos transportes y salen a primera hora, así que me levanto pronto, tomo café y me dirijo allí. Son las cinco de la mañana y apenas hay luz. Pregunto por las que llevan a Cuamba y me señalan a un hombre mal encarado. Es el ayudante del conductor. Desafiante, introduce mi mochila en la parte trasera y me pide 100 meticais por ella. Es la primera vez que me cobran por el equipaje. No soy el único que se queja, pero el conductor dice que quien no esté de acuerdo, que se quede en tierra.
El trayecto entre Lichinga y Cuamba es de unos 300 km, pero se recorre con el mismo tipo de chapa que la del día anterior y me mentalizo para 7h de tortura.