Ryanair nos invita a través de un mensaje en el móvil, a estar en el Prat tres horas antes del vuelo, debido al caos del mes por las colas en los controles de pasaporte. El vuelo sale a las 11, así que tras un complicado cálculo matemático, me planto a las 8 bajo el lomo del generoso trauma equino de Botero de la T2, donde hemos quedado en encontrarnos mi amigo y yo.
Son las 8'30, y pasados unos controles de equipaje y policía totalmente vacíos, disfrutamos de esos divertidísimos ratos que siempre preceden a la apertura de las puertas de embarque. La gran juerga de dos horas y media en los bancos de la sala, se acaba muy a pesar nuestro, cuando una cálida voz avisa por megafonía de que formemos en fila india para que el personal de Ryanair pueda medir a pasajeros y maletas, con sus avanzadas cintas métricas de sastre.
Tras media hora de espera más en el Boeing para fortalecer el autocontrol, el vuelo despega y discurre sin turbulencias, encajado en mi trona de bebé, asignada astutamente por la compañía a veinte filas de la de mi compañero de viaje, tras haber pensado que lo mejor para ambos era socializar con otros pasajeros, ya que nosotros íbamos a vernos mucho durante el resto del viaje.
En tres horas aterrizamos con éxito a 12 kilómetros del centro de Edimburgo. De manera obligada, malcambiamos unos cuantos euros por libras en una oficina del aeropuerto; obtenemos algo de información haciendo mimo; y bajo el negroide solazo escocés, recorremos los pocos metros que nos separan de la estación del Tram que, por 5'50 £, transporta hasta York Place, parada final de la línea en la new city. El ticket se puede sacar en las máquinas expendedoras con tarjeta de crédito o importe exacto en monedas, o si no, solicitándoselo a alguno de los dos o tres revisores disfrazados de William Wallace con el careto pintarrajeado, que hay en la estación.
Desde York Place, descendemos hacia el Souzsaid, osease al sur, atravesando los puentes, "the bridges", que pasan sobre la estación de tren de Waverley; cruzamos la arteria de la ciudad vieja, la Royal Mile, e iniciamos el descenso al barrio de Newington por South Bridge St que, a medida que se recorre, va cambiando de nombre cada pocas manzanas. Donde la calle se apoda Minto street, se ubica nuestro alojamiento de pedante nombre, la Guest House Belleveu.
En un punto intermedio de la caminata de media hora, cuando Southbridge St pasa a ser Nicolson St, anclado en la acera opuesta a las columnas neoclásicas del "Surgeon's Hall", el museo de los cirujanos, a rebosar de instrumentos médicos repugnantes y despojos humanos de esos que apetece ver mientras te comes un bistec, un bloque compacto de llamativo color rojo nos alarma de que es la hora del alimento. El bloque está okupado por el restaurante City, que publicita un relaxing plate de pasta con tomate en la calle Mayor-, Fish & chips, Pizza-Grill-Pasta, y All day breakfast. La broma, que nos sale por 25 pounds, consiste en un británico combinado de dos salchichillas, huevillo frito, guisantillos y beiconcillo; un garrulo plato de macarrones con tomate y embutido picante; y dos cervezas. Lo agradable, para nosotros claro, es el encuentro con la simpática chica española que nos atiende, que nos chiva el nombre de dos pubs con música en vivo de la ciudad, el "Whistlebinkies", y el "Stramash", y nos regala su acento de Andalucía.
Con ardor de estomágo llegamos en un cuarto de hora al Bellevue en Minto St, la última guest house adosada de dos pisos, de la hilera de guesthouses de la manzana, frente a una hilera similar de más guesthouses en la acera opuesta. En todas ellas, el mensaje de "Sorry, no vacancies" luce en sus fachadas victorianas, y aunque en Minto Street hay bastante tráfico, el barrio es residencial, agradable y pintoresco; pero con zonas relajadas y animadas; comercios, cafeterías, supermercados abiertos hasta las 11 de la noche y pubs de barrio; con un ambiente variado, y cobijado por dos vastos pulmones verdes, los Meadows y Holyrood Park. Además, casi todas de las muchas lineas de bus que pasan, llevan al centro en 10 minutos.
En el Bellevue, picamos al timbre victoriano de la puerta, y nos recibe Mr Abdelhak, un amable anglomarroquí sesentón, y su pareja igual de amistosa. Una vez abonados los 375 euros por la habitación doble para cinco noches, Abdelhak nos abre una habitación familiar del tamaño de un apartamento, anticuada pero correcta y limpia; con moqueta roja de rancio abolengo; pesados telones dorados de teatro sobre grandes ventanales a calle, ideales para hacer bíceps corriéndolos y descorriéndolos; dos camas dobles y una individual, TV plasma Samsung modelo "Mariano", mesa supletoria con sillas, bañito reformado con ducha, y un gran pero, la carencia de una nevera.
Es tarde avanzada, y nos lanzamos a la street para dar una vuelta por la zona, con la intención de descubrir lo que sea y tomarnos la primera pinta. En los alrededores, llama la atención en la calle paralela, Causewayside St, la primera de las iglesias desacralizadas que vi en Edimburgo, esta en concreto, alojando un comercio de mobiliario de diseño divino. La calle y alrededores resultan atrayentes, y los comercios, tiendas y pubs son encantandores. Ascendiendo en dirección norte, la calle desemboca en 10 minutos en el gran parque de los Meadows.
En Causewayside St, fichamos el primer supermercado Sainsbury's, que nos resultará muy útil durante la estancia, y que junto a los Tesco, se reparten el negocio en la ciudad. En ellos hay tabaco a precio de un riñón, - unas 10 £ de media por paquete-, algo de comida preparada, mucho sandwich, fruta, agua y cervezas, etcétera. Al salir, cruzamos a la otra acera, e inauguramos la temporada de pintas, con una entrada triunfal en el pub Victoria.
Sin visión del interior desde la calle, un vez dentro, una clientela de siete u ocho tipos de diversas edades a los que les faltan varios dientes, dejan de gruñir, y se nos quedan mirando como si cruzáramos el comedor del módulo de alta seguridad de una cárcel. En el momento en el que el tiempo detenido vuelve a pasar, mi mente duda de si está en un pub o en un barco con mala mar, ya que todo se balancea de un lado a otro. Sin embargo, caigo en la cuenta de que es un engaño mental, pues no es el pub si no los parroquianos los que van dando tumbos, habitando un mundo paralelo tambaleante. La hipnosis se rompe con la aparición de un camarero sacado de Trainspotting, con camiseta deportiva ajustada, pantalón de chandal, corte de pelo militar y bíceps tatuado que, aunque parco, resulta sin embargo amable y se encuentra en un estado asombrosamente sobrio.
Sentados con dos pintas de sabrosa McEwans, tras la elección de entre varios de los tiradores de que dispone el Victoria, al igual que todos los pubs de Edimburgo, charlamos mirando de reojo, hasta que veo venir hacia nosotros a un zombi, gesticulando con una mano con vida propia, y como si estuviera haciendo la prueba de alcoholemia de caminar recto con el pulgar en la nariz a la pata coja. Aunque es imposible entenderle nada y la escena pasa a cámara lenta, le levanto el pulgar al tipo, y le doy a la tecla de avance rápido para retomar la conversación con mi amigo. Convenimos en que todo es muy auténtico, pero acabamos la pinta de un par de tragos, y para empatizar con los nativos, simulamos que salimos del pub haciendo eses, y tropezando con los taburetes.
En la siguiente esquina, decidimos probar a tomar una cerveza más tranquila, en un pub de verde fachada y visión al interior, llamado Drouthy Neebors, donde el ambiente es totalmente diferente. Edades y sexos conviven en perfecta armonía, socializando sin balanceos, en la jukebox suena buena música, hay conversación por los rincones, las teles emiten imágenes sin volúmen, un anciano cliente con su 1/2 pinta, saluda relajado desde su taburete de un extremo de la barra, y la oferta de malta del mes, es la oscura y rica McEwans, al coste de 2'40 £ la pinta. En la barra, una completa hilera de tiradores ofrecen otras maltas nativas o importadas, como Belhaven, Tennents, McEwans, Stella, Strongbow, Guinness, Carling, Innis & Gunn, etcétera.
Un rato después, el zombi del pub Victoria asoma por la puerta y arrastrando los pies consigue subir las escaleras y alcanzar la barra, pero uno de los jóvenes camareros de 2x2 y melena picta, le señala la puerta con la cabeza, y el hombre, aunque totalmente borracho, tiene un momento de sensatez y se marcha. En la calle, son las 10 de la noche y es de día, pero la temperatura ha descendido varios grados. Cheers.