Tomamos un estupendo desayuno en la terraza de nuestro alojamiento, en un entorno exuberante. Brillaba el sol, pero todavía no hacía excesivo calor. La imagen del monte Kissane no dejaba de acompañarnos. Se nota que me gusta este monte, ¿verdad?
Ya en los coches, volvimos a recorrer el palmeral entre las casas de los antiguos pobladores judíos. Aunque muchas están abandonadas, siempre aparecen campesinos de aldeas cercanas con sus burros, cargando hierba o haciendo algún trabajo agrícola.
Pero esto no está bien: el señor montado en el burro y la señora detrás, a pie…
Las imágenes parecían sacadas de otras épocas.
Recorriendo la margen izquierda del Draa por pista.
La primera parte de nuestro itinerario de la jornada nos llevó por el Valle del Draa hasta Zagora, pero no lo hicimos por la carretera general sino por una pista que recorre la margen izquierda del Draa y que permite adentrarse en una zona más recóndita y alejada del turismo, que tampoco es muy abundante por la zona, a excepción de la gente que va de paso hacia el desierto.
Foto de Jota.
Foto de Jota.
Pasamos junto a aldeas de barro, que alternaban ruinas extrañamente sugerentes con casas nuevas mucho menos estéticas, en las que veíamos a la gente en sus ocupaciones, los niños en la calle y las kasbahs dormitando en su declive. No nos dejaba de llamar la atención la cantidad de niños que se ven en estas aldeas en proporción con el número de adultos. Por cierto que al volante hay que tener cuidado con ellos porque algunos llegan a ponerse imprudentemente delante de los vehículos e, incluso, a colgarse de las puertas.
El paisaje parecía hecho a capas: el pedregoso desierto, el río que a tramos llevaba agua y a tramos corría seco, filtrándose en la tierra seguramente, el verde y frondoso oasis y las montañas onduladas y peladas al fondo.
Llegamos a Taakilt, donde hay una kasbah muy especial, pues es la única de toda la región que presenta una torre circular, quizás porque se construyó aprovechando esa torre, ya existente.
Dando un paseo, llegamos hasta la kasbah, que se encuentra en un alto y ofrece unas vistas muy bonitas de los alrededores, incluido el inmenso palmeral muy cercano desde aquí. Además, entramos y subimos a su azotea, donde había que tener cuidado porque la cubierta está en mal estado, tiene agujeros y puede hundirse en cualquier momento.
El pueblo de Taakilt.
Es una pena pensar que, a lo peor, a esta construcción tan atractiva y singular le quede poco tiempo de mantenerse en pie.
Continuamos camino, encontrándonos a cada poco una aldea, un morabito, una kasbah, escenas familiares, gente (en su mayoría mujeres) trabajando en el campo…
La pista empeoraba su estado según íbamos hacia el sur hasta convertirse en un lecho de piedras enormes, que formaban incluso socavones. Había que ir muy despacio incluso con el 4X4, convertido en algo parecido a una coctelera que nos agitaba con sus saltos.
Zagora.
Finalmente dejamos las piedras y salimos a la carretera general para entrar en Zagora, una ciudad de reciente creación, si bien su oasis fue surcado y conocido ya desde los tiempos de los almorávides en el siglo XI. La ciudad más importante, que acogía el flujo de caravanas en aquellos tiempos, era Amezrou, por lo cual el famoso cartel de “52 jornadas a Tombuctu” en Zagora no deja de ser un reclamo para las fotos turísticas.
Después de comprar especias, jabones, cremas de rosas y argán y otras baratijas en una tienda local, fuimos a comer a un hotel moderno, construido a modo de kasbah, donde pudimos cobijarnos del sol que apretaba fuerte en esta jornada, con una temperatura que rondaba los treinta grados. Fue el único lugar de la zona donde vimos un buen número de turistas; tiene piscina y sirven bebidas alcohólicas, con lo cual pudimos probar la cerveza marroquí, que nos pareció bastante suave, pero que acompañó muy bien a la ensalada y las brochetas.
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Tras el almuerzo y la sobremesa, volvimos a los coches para ascender a lo alto de la montaña imponente que se alza frente a la ciudad y de la que ésta recibió su nombre por parte de los franceses, Jebel Zagora. Desde arriba, se contempla una panorámica soberbia de Zagora, el desierto, el palmeral y el Draa, que bajaba con agua en esa zona
.Aquí nos separamos de la pareja del otro coche y su guía, con los que habíamos compartido recorrido desde las cascadas de Ouzoud pues en adelante llevaríamos itinerarios diferentes. Lo pasamos muy bien en su compañía. Un abrazo.
Alternando carretera y pista desde Zagora a las Dunas de Ait Isfoul.
La carretera nos llevó a Tamegroute, donde se encuentra la Biblioteca de Manuscritos del Corán. Una de las cosas que me gustaron de estas ciudades fueron las farolas de su avenida principal, por la que pasa la carretera. También vimos varias tiendas que ofrecían su famosa cerámica de color verde. Un poco más adelante, a la izquierda, nos fijamos en las pequeñas dunas de Tinfou con jaimas turísticas al lado. Me quedé con los ojos a cuadros al saber que allí es adonde llevan a muchos turistas desde Marrakech en una excursión de dos días para pasar una noche en el desierto. La verdad, no me pareció que merezca en absoluto la pena darse semejante paliza de coche sólo para ir allí, dejando de lado todo lo más bonito e interesante de un recorrido tan largo. Pero cada cual es cada cual y tiene sus prioridades.
En Tamagroute: hay que aprovechar bien los viajes para los portes.
En un punto, dejamos la carretera y tomamos una pista a la izquierda que, sobre la arena, iba pegada a las paredes del monte Jebel Tradat, donde empezamos a pasar junto a dunas sueltas.
Seguimos por la pista, unas veces asfaltada y otras no, cruzando pequeñas aldeas hasta llegar primero a Nasrat y luego a Ait Isfoul, frente a cuyas dunas doradas se encontraba nuestro alojamiento de la jornada, al que llegamos surcando la arena.
Con sorpresa, descubrimos que un joven nos estaba esperando con el servicio de té en la cima de la duna más alta. Hacía bastante viento y la arena volaba de la duna, con lo cual no apetecía mucho subir. Sin embargo, no quisimos mostrarnos desagradecidos, ascendimos por la empinada ladera arenosa y nos tomamos el té y los pistachos, luchando para no mascar tierra. De todas formas, estuvo divertido.
Enfrente nos esperaba Casa Juan, una vivienda rehabilitada y convertida en hotel por el mismo fotógrafo español dueño de Hara Oasis. Tiene sólo seis habitaciones y, al igual que el otro complejo, la decoración es una pasada aunque no se parecen en nada a excepción de las magníficas fotografías de Juan.
Después de acomodarnos, salimos a las dunas a ver la puesta de sol. Aunque había cesado un poco, el viento seguía molestando y el polvo había formado calima, con lo cual ni el cielo ni el sol estaban nítidos.
Semejantes dificultades no nos hicieron desistir y esperamos pacientemente para intentar captar algunas fotos del sol ocultándose tras las dunas y el horizonte de palmeras. Aparecieron varios niños para hacernos compañía, recuerdo en especial a dos pequeñas (Farah y Samira) que me hablaban y me preguntaban cosas en francés, y que no me soltaron hasta que me marché. Eso sí, de sacarles fotos nada, a ese respecto están muy bien enseñadas.
Por la noche, cenamos muy bien: crema de verduras, tajin de kefta con albóndigas y huevo y tarta de manzana
. Concluimos la jornada contemplando las estrellas desde las dunas mientras Jota nos daba una lección de astronomía, durante la cual conseguí aprender a reconocer la Osa Mayor, la Osa Menor, la estrella Polar y Júpiter. Ahí es nada: todo un éxito para mí.