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Es domingo, y amanece que no es poco, despejadísimo y fresco de escalofrío. A las 6 y media en el desayuno, la joven frau centinela del atril de entrada al salón, que está cabreada por trabajar un festivo, es así de borde, o simplemente le caigo mal porque no le gusta mi tatuaje de Angela Merkel con un dardo clavado en la frente, aparece sigilosa por detrás, mientras espero a que la máquina de café me chorree un expreso, y le ruge a mi oreja: ¡Cómo hacerrrgg essso! ¡No puedeee serrrggg! ¡Vasosss de crrristalll parrraa aaaguuaa! ¡Parrraaa caffeeetennn aaaquellassss tazzasss de porcelanennn! -señalándomelas con su amenazante índice prusiano-. Ante mi perplejidad, hace ademán de coger por el pescuezo al horrorizado vaso, pero al instante se lo repiensa, y creo que cayendo en la cuenta de que existen unos límites, retira la mano, deja el vassso de crrristalll parrraa aaaguuaa donde está, da una marcial vuelta con taconazo, y desfila hacia su puesto.
Empieza cómico el día, y los domingos son de rastro, pero además, el más grande de Berlín se monta en un amable y vibrante parque urbano llamado Mauerpark, el Parque del Muro, donde aparte de al mercado de pulgas, la gente va a tumbarse en la hierba, a columpiar a los niños en el área infantil, a sudar haciendo ejercicio, a tararear escuchando música, a montar en bicicleta o patinete, a hacer malabares con sandías, a chirriar en el karaoke del anfiteatro, a darle puntapiés a un balón, a encestar una pelota de basket en la cabeza de alguien que está a 1 metro de la canasta, a ver o dar un concierto con los amiguetes del barrio, a ser paseado por los perros, simplemente a deambular, o a asistir a algún evento deportivo en el anexo estadio Friedrich Ludwig Jahn o en el pabellón Max Schmeling.
Como el Leonardo Royal Hotel está estratégicamente ubicado en la punta del distrito de Friedrichshain, fronterizo con el de Prenzlauer Berg, tomamos la aventurera decisión de vagabundear los 3 kms que hay de distancia hasta el parque, para explorar la personalidad del hipster barrio berlinés y, con ese fin, ascendemos hacia el norte con un ligero desnivel, por la calle de la Vineria Carvalho, nombrada al final de la etapa anterior. Heinrich Roller Strasse, en un lateral del Parque Leise, es un cortita y amorosa calle arbolada de confortables edificios de nivel medio alto, poco transitada, con algunas perezosas cafeterias y muy pocos comercios.
Durante el resto del camino, exceptuando los cruces en las confluencias con vías grandes como Schönhauser Allee, Sredzkistrasse, Prenzlauer Allee, Oderberger, Wörtherstrasse, o la principal y ferroviaria ronda de Danziger Strasse, las secundarias por las que paseamos hasta alcanzar el lado sur del Mauerpark, tienen la misma atmósfera: agraciadas con árboles, jardines y parques, poca densidad de población, escasamente comerciales, y gratas para desperezarse por las mañanas dando sorbos a un café.
El rastro es extenso y completo, tiene algún bar y un área de puestos de comida y bebida, para mitigar los calores del verano, y luego los típicos chiringos de ropa y complementos, artesanía variada, muebles, cacharra, cerámicas, juguetes, pinturas y dibujos, adornos, cueros, y los atractivos brocantes repletos de objetos de otros tiempos, estupendos para los que disfrutan rebuscando o perdiendo el tiempo mirando un antiguo pasaporte de la República Democrática Alemana o una postal del Partenón, enviada por una turista alemana a un amigo, en los años 30.
Perteneciente al “moderno” barrio de Prenzlauer Berg, el parque está situado en los terrenos de una antigua estación de trenes del norte del siglo XIX que, al ser clausurada por la apertura de una nueva, se utilizaron como zona de carga y descarga. Acabada la guerra, la superficie fue dividida en 1946 entre los sectores franceses y soviéticos, e irremediablemente acabó siendo partida en dos por la construcción del muro en 1961.
Pasamos un par de horas en el parque holgazaneando, y tomamos la salida noreste, donde se encuentran las instalaciones deportivas, para entrar lo más centrado posible en Prenzlauer Berg, donde pasaremos el resto de la mañana. Como habíamos subido, ahora bajamos, siguiendo el lado este del parque, por la carretera nacional 96a, que en este tramo de la ciudad es la avenida Schönhauser Allee, hasta llegar al nudo viario y ferroviario que se forma en el cruce con otras 2 grandes avenidas, que cambian de nombre a uno y otro lado de la confluencia, Danziger-Eberswalder que la cruza en horizontal, y Pappelallee-Kastanienallee, que la atraviesa en diagonal, y tomamos la avenida Kastanienallee que, aunque es recorrida por el tranvía en ambos sentidos, es menos agresiva, más estrecha, y sin vías ferroviarias ni excesivo tráfico.
Kastanienallee, la avenida más antigua de Prenzlauer Berg, fue fundada en 1826 urbanizando la prolongación de unos viñedos, y orillándola por los castaños que le otorgan el nombre. Durante la época de Berlín Oriental, las casas que quedaron vacías, por la paralización por falta de fondos, de un programa de viviendas sociales emprendido por la RDA, sirvieron para que se instalasen en ellas artistas, bohemios y jóvenes, hasta que la subida de alquileres, por su rehabilitación tras la caída del muro, y la mejora del barrio durante el crecimiento económico, provocó la marcha de muchos de ellos a barrios más baratos como Kreuzberg.
En la actualidad Kastanienallee, es la avenida berlinesa más emblemática, cosmopolita, popular y “cool”; la imprescindible para conocer las últimas tendencias, ver y ser visto, o estar al tanto de la escena creativa de la ciudad. Por algo será, que recibe popularmente los apodos de “La milla de la escena”, o el más sarcástico de “La avenida del casting”.
A pesar del párrafo anterior, tan repelentemente hipster, durante nuestro paseo en bajada por el kilómetro y medio de avenida, hacia el centro de la ciudad, recuperamos algo del carácter apacible que tiene el distrito, con esa actitud que palpita en el ambiente, de ir cada uno a su aire, y esa confusión tan berlinesa, producida por la convivencia de gente desaliñada y a la moda, con ropa de marca y deportiva, bohemia y rancia, tapada con una hoja de parra o en bermudas, con el pelo abrillantado o rapada al cero, con un Rolex o un Casio en la muñeca, con bigote daliniano o una argolla en el puente nasal, con foulard o poncho, con camisa a cuadros de leñador o paseando al bebé en el cochecito, … que hace que uno se pregunte en ciertos momentos, si alguien que está tomando una cerveza en la puerta de un bar, es un artista, un tirado, un burgués o un policía.
Lo que es indiscutible, es que un recorrido por la avenida, ofrece animadas terrazas, gente charlando alegremente, sobredosis de bicicletas, tiendas singulares, boutiques de moda, restaurantes de comidas étnicas, heladerías, el famoso Biergarten del Prater Garten, galerías de arte, edificios okupados, hoteles amarillos, supermercados orgánico-eco-vega-bío-comercio-justo-responsable-sostenibles, fachadas pintarrajeadas, un cine destartalado, librerías con polvo, edificios de todo tipo y… castaños.
Al llegar al final de la avenida, en nuestra ya familiar calle Rosenthaler, emplazamiento del pasadizo cósmico del número 39, llamado en la Tierra “callejón de los pollos muertos”, como es domingo de parques, hace un día radiante y el astro rey castiga de manera implacable, nos descalzamos e imitamos a los berlineses tumbados sobre una toalla tomando el sol en bikini o bañador, o recostados leyendo un libro, sobre el tapiz de césped de la suave y arbolada ladera suroeste del Volkspark (Parque público) Weinberg. El Weinbergspark, en el céntrico distrito de Mitte, ocupa unos 43.000 metros cuadrados de la mitad norte de la manzana triangular en la que está situado, y cuenta con un bar restaurante en la pequeña meseta sobre la ladera, un estanque con césped alrededor, un parque infantil, mesas de ping pong, etc.
No todo es de color de rosa sin embargo; durante la década del 2000, a pesar de la comisaría de policía colindante, el parque era un inseguro e importante núcleo de trasiego de todo tipo de drogas, gobernado por organizados narcoclanes, que intimidaban a los vecinos molestos, o causaban destrozos en los bares y comercios hostiles. Tan solo a finales de la década, tras las campañas de asociaciones y residentes de la zona, mediante un plan de “rehabilitación”, que incluyó la tala de las arboledas y arbustos que guarecían a los narcotraficantes, la reorganización de las instalaciones, y el encendido de decenas de farolas que iluminaran los senderos y rincones del parque, el espacio se fue recuperando poco a poco.
Por supuesto, también afloró durante la campaña, ese porcentaje de genes anticapitalistas de Berlín, incubado en los grupos alternativos o de jóvenes, que esparcieron panfletos con lemas como “no golpees a mi traficante”, o proclamas de la índole de: “como siempre que se movilizan contra los traficantes, las locas fantasías sobre sus malas acciones, se combinan con un ansia autoritaria de persecución”. Al mismo tiempo, en ciertas terrazas y centros culturales de la zona, se toleraba el consumo de drogas blandas.
Abandonamos el parque con los residuos de la hierba fresca, para volver a subir por la avenida de los castaños, aunque esta vez por la otra acera, hasta la travesía con la calle Oderberger Str., que cogemos para ir a comer al restaurante Oderquelle, a 100 metros del Mauerpark. Aunque todos los bares y restaurantes están muy concurridos, encontramos mesa libre, y elegimos de la carta, una ensalada griega para dos, un plato de ñoquis con setas, unos medallones de cerdo con acompañamiento, y bebidas. La cuenta sube a 40 €, y nuestra valoración de los platos es: una ensalada griega excelente por los ingredientes naturales y frescos, unos ñoquis regulares por el sabor y el apelmazamiento, y unos medallones de cerdo exquisitos, porque se deshacían en la boca. La conclusión fue que era un restaurante, con un buen ambiente y una grata terraza, donde se pueden comer platos sencillos muy buenos, de verduras y de carnes.
Acabando la comida con un café con hielo, pedimos un VTC Bolt, que aparece en 5 minutos levantándonos de nuestros asientos, y por 7 € nos lleva hasta el hotel, para descansar una hora y pico hasta nuestra cita de las 5, con el Museo de Pérgamo, al que le tenemos ganas.
La Isla de los Museos, un islote de unos 2 kms de largo por 600 metros de ancho, encajado entre el río Spree y uno de sus canales, es el lugar del nacimiento histórico y corazón actual de la ciudad. La visionaria y humanista idea de cambiar su uso como puerto, aduana y zona franca, a un complejo museístico, se le ocurrió al rey Federico Guillermo IV de Prusia en 1841, que quiso concentrar todo el arte posible en una misma área residencial, poniendo a disposición de su pueblo, las colecciones de arte y arqueología que se atesoraban en palacios y mansiones.
Para ello, creó un organismo en 1918, la Fundación del Patrimonio Cultural Prusiano, que a día de hoy, convertida en una de las instituciones culturales más grandes del mundo, aún continua con su labor de gestionar y conservar las obras propias y expoliadas de 16 museos estatales de Berlín, con el sostén del gobierno y los estados federales, entre ellas algunas tan magníficas como el busto de Nefertiti expuesta en el Neues Museum, o el Altar de Pérgamo o la Puerta del mercado de Mileto, del Museo de Pérgamo.
En la Isla de los Museos, Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO desde 1999, se alojan el Museo de Pérgamo de 1930, el Museo Altes (Antiguo) de 1830, el Museo Neues (Nuevo) de 1855, la antigua Galería Nacional de 1876, la Galería James Simon de 2019 y el Museo Bode de 1904, además de la Catedral, el antiguo Palacio Real, el Foro Humboldt, que incluye el Museo de Arte Asiático, y los Lustgarten, unos estratégicos jardines rodeados por el canal del río, el pórtico de la catedral, y la columnas y escalinatas de la antigua Galería Nacional.
En 1999 fue aprobado el Plan Maestro de la Isla de los museos, cuyos objetivos principales son la renovación y modernización del conjunto, acceso central a la isla, conexión entre los museos, creación de espacios exteriores, y una reorganización de las colecciones. Todavía quedan años para la culminación del plan, y en el presente continuan las obras, y salas de exposiciones cerradas por renovación o mudanzas.
La última y fundamental pieza puesta en juego del plan, fue el edificio de la James Simon Gallery, abierto en 2019, que cumple la función de edificio de recepción a la Isla de los Museos, y de conexión entre 4 de los 5 museos importantes, a través de un corredor subterráneo denominado Paseo Arqueológico, que también se aprovechará como espacio de exposición de diferentes colecciones. De momento, las escaleras de la Galería James Simon son actualmente el acceso directo al Museo de Pérgamo, y en su sótano, ya está iniciado el futuro Paseo Arqueológico, con la apertura de un acceso subterráneo al Neues Museum, que se alargará hasta el Museo Bode y el Altes Museum.
Aún así, aún les queda, y el Museo de Pérgamo por ejemplo, que inició su restauración en el 2012, con cierres parciales, renovaciones interiores y exteriores y reformas varias, pero sin la interrupción total de su funcionamiento, ya que es visitado por más de un millón de personas cada año, tiene una previsión de finalización de obras y accesibilidad completa, para el 2025.
El museo, lleva el nombre de Pérgamo, la actual Bergama turca, a 30 kms del mar Egeo, ciudad que floreció a finales de la era antigua, tratando de competir incluso con la mismísima Atenas, gobernada por la dinastía que sucedió a un diádoco, uno de esos generales sucesores de Alejandro Magno, que se pasaron la vida matándose y aliándose entre ellos para repartirse el trozo de mundo dejado por el conquistador, tras su muerte a los 33 años. Lisímaco, que así se llamaba el general, puso la semilla de la época dorada de Pérgamo, cuando decidió convertir la acrópolis en una fortaleza donde guardar sus riquezas.
Hasta su pase a manos del Imperio Romano un siglo después, en el 133 a.c., Pérgamo, con unos 60.000 habitantes, se convirtió en una potencia y una ciudad helenística modelo con tropas de jardineros, pasos subterráneos, avenidas de 20 metros de anchura, un teatro para 10.000 espectadores, pantallas gigantes y la segunda mayor biblioteca del mundo antiguo tras la de Alejandría, ya que contenía unos 200.000 volúmenes, que más tarde acabaron convirtiéndose en regalo de bodas, de Marco Antonio a Cleopatra.
En esa época dorada, se construyó una de las obras cumbres del arte helénico, el Altar de Pérgamo, actual máximo tesoro del Museo berlinés. Pérgamo, también fue la cuna de una figura tan histórica, como Galeno, el médico, cirujano y filósofo griego, cuyas investigaciones en anatomía, fisiología, patología, farmacología y neurología, imperaron durante un milenio en la medicina europea.
El Altar de Pérgamo, monumento ceremonial religioso dedicado al culto a Zeus, Atenea, o ambos, tenía originalmente unas medidas de 69x77x10 metros, prácticamente el doble de lo que se conserva. Con forma de grapa, el altar estaba formado por unas escalinatas monumentales de unos 20 metros de ancho, rodeadas por el edificio central con dos extensiones laterales, y dos niveles, el superior con una doble fila de columnas jónicas, y el inferior, con el fantástico friso esculpido de 113 metros de largo por 2 de alto, formado por 116 placas, representando la batalla entre dioses y gigantes.
El monumento fue descubierto en el siglo XIX por arqueólogos alemanes, que se lo compraron a los otomanos por calderilla, y lo despiezaron para trasladarlo a Berlín. A Stalin le gustó el tamaño XL de la obra, y los dibujitos en relieve del friso, y ordenó al ejército rojo transportarlo a San Petersburgo como trofeo de guerra, donde quedó aparcado en los depósitos del Hermitage. A mediados de los 50, cosa rara, los rusos se hicieron una copia en yeso, y el altar fue devuelto a Alemania.
Con el ticket online que habíamos sacado, todo es más fácil, ya que es llegar y sin hacer cola, escanear el QR, y entrar para ver, tal como informa el museo, edificios, monumentos y esculturas procedentes de excavaciones de arqueólogos alemanes en Asia, durante el siglo XIX, repartidas en los dos pisos del edificio, en tres grandes exposiciones temáticas: Antigüedades Clásicas, -una de las colecciones de arte griego y romano más importantes del mundo-, Arte Islámico, y Oriente Próximo y Medio.
Exceptuando el Altar de Pérgamo y la islámica Fachada de Mshatta, una sección de 33 metros de largo por 5 de altura, con dos torreones y partes del marco del portal, del fabuloso muro exterior del lado sur del inacabado palacio del desierto de Qasr al-Mshatta en Jordania, con relieves con motivos de vides, animales, criaturas mitológicas y pájaros, que no pudimos ver, por estar en restauración, mudanza, o lo que sea, el museo expone como obras más emblemáticas la Puerta del Mercado de Mileto y el Mosaico de Orfeo, la Puerta de Ishtar de Babilonia, la Sala de Alepo, y una Cúpula de la Alhambra de Granada.
Si alguien antes de escribir esta etapa, me hubiera preguntado por Mileto, lo único que le hubiera podido decir es que, al igual que las capitales y los ríos, me quedó grabado de mi etapa escolar, el nombre de un tal Tales de Mileto, uno de los siete sabios de la Grecia antigua, matemático, físico, astrónomo, chef, y filósofo campeón, que rompió con el rollo de explicarse el mundo a base de dioses y monstruos, gigantes, martillos mágicos, espadas láser, sirenas, olimpos, plagas divinas, y cosas de esas, exponiendo la creencia de que el agua era el origen de todas las cosas, lo cual en nuestros tiempos lo convertiría en un bien remunerado jefe de ventas de Lanjarón, Bezoya, Cabreiroá o Evian. También nació en Mileto, un arquitecto llamado Isidoro, que construyó un edificio tan visitado en la actualidad, como Aya Sofia, o sea la Basílica de Santa Sofía de Estambul.
Mileto, fue otra de esas ciudades helenas, como Pérgamo, Efeso, etcétera, que llegó a convertirse en una de las grandes ciudades comerciales del mundo antiguo, por su situación estratégica en la costa turca del Egeo. A 200 kms al sur de Pérgamo, y 60 de Efeso, Mileto, a lo largo de sus siglos de historia, se convirtió en epicentro filosófico del mundo, y llegó a contar con 4 puertos, una gran muralla de granito a la que llamaban La Muralla Eterna, una colección de templos, un teatro para 15.000 espectadores, cuatro palacios, un estadio, dos mercados, baños varios, una academia y un senado, hasta que todo fue reducido a escombros por los siempre malotes persas. Reconstruida una y otra vez, Mileto, tras morder el polvo los persas, pasó a formar parte del los terrenos de Alejandro Magno, y más tarde, a las manos inexorables del Imperio Romano.
La colosal puerta de mármol de entrada a la plaza del mercado sur de Mileto, que es lo que importa, fue construida en el siglo II d.c., en tiempos de Adriano, con unas medidas de 30 metros de anchura por 17 de altura. Destruida por un terremoto a principios del segundo milenio de nuestra era, los restos salieron a la luz en 1903, durante las excavaciones de un equipo de arqueólogos alemanes, quienes los transportaron a Berlín en 1907, para que dos décadas después, poco antes de la apertura del Museo de Pérgamo, fuera reconstruida a tamaño real y con un 60% aproximado de piedra original. Tras sufrir serios destrozos durante los bombardeos sobre Berlín en la II Guerra, y una larga y extensa restauración posterior, preside hoy una de las principales salas cerradas del Museo de Pérgamo.
El mosaico de Mileto de Orfeo, es aproximadamente del mismo periodo, y se puede ver a los pies de la Puerta del Mercado. Muy de moda entre los romanos, era habitual ver mosaicos de Orfeo en las mansiones repartidas a lo largo del Imperio. Este del Museo de Pérgamo, con unas medidas de unos 8x6 metros, se encontraba en el triclinium, el comedor de una villa romana privada de Mileto, y representa a ese personaje de la mitología griega que, según los antiguos flipados, era capaz con la música que salía de su lira, de amansar a cualquier bicho viviente, incluido el hombre, mover árboles y rocas, y parar el curso de los rios. Por ello, como en este caso, aparece sentado en un cuadrado central, rodeado de otros cuadrados con animales mirándole hechizados por la melodía de su instrumento. El fumao dueño de la villa, que quería dar más la nota todavía, ordenó al artista que debajo de la escena del músico hechicero, montara otra de caza.
La Puerta de Ishtar de Babilonia, mítica ciudad de jardines colgantes en el río Éufrates, a unos 90 kms al sur de Bagdad, con su avenida procesional y la fachada del trono real, es los más impactante que uno se encuentra nada más entrar al museo de Pérgamo. Hallada por arqueólogos alemanes en 1902, en las ruinas de Babilonia, un sitio arqueológico que comenzó a reconstruir en plan bricolage Sadam Hussein cuando llegó al poder en 1979, y en el que para colmo, los marines mascachicles y las tropas polacas, cavaron trincheras y cubrieron de grava para utilizarlo como base militar y pista de despegue de helicopteros de guerra Blackhawk, -todavía se pueden ver en las piedras, pintadas como “Sam was here”, “Hooray Texas” o “Fuck you Sadam”-, la puerta era la principal de las 8 de entrada de la muralla a la ciudad de Nabucodonosor, que precedía a la vía procesional, la calle de los desfiles durante las celebraciones.
Consagrada a Ishtar, la diosa babilónica del amor y la guerra, la puerta del año 575 a.c. de azulejos esmaltados azules, que daba acceso a un templo a través de la vía procesional, decorada con toros, leones y dragones, fue trasladada trocito a trocito a Berlín, para que fuera reconstruida como un rompecabezas, con 2 metros más de altura que la original, para exponerla parcialmente. Las excavaciones, también permitieron redimensionar de una manera más real los datos exagerados dados por Herodoto, determinando que Babilonia tenía un perímetro fortificado de unos 17 kms, y unos 80.000 habitantes.
Otra de los encantos del museo, es La Sala de Alepo del siglo XVII, unos paneles de madera pintados, que encargó a los mejores artesanos de la ciudad siria, un ricachón mercader cristiano llamado Isa Ibn Butrus (Jesús, hijo de Pedro), para ornamentar las paredes de la sala de recepción de su residencia, la casa Wakil, para deslumbrar a sus invitados. En una de las molduras, aparece el nombre de uno de los artesanos, Halab Shah Ibn Isa, y se encontraron dos fechas en otras partes, 1009 y 1012. El conjunto fue comprado en 1912 para el Museo de Arte Islámico de Berlín, por el orientalista, arqueólogo y coleccionista de arte alemán Friedrich Sarre.
La obra, que conforma la serie de pinturas más antiguas de la Siria otomana, es un batiburrillo temático, que va desde secuencias cortesanas persas a las tradicionales composiciones geométricas y florales otomanas, pasando por escenas de caza y cetrería, animales reales e imaginarios, o temas religiosos cristianos como la última cena, la Virgen con el niño, o el lujurioso baile de Salomé ante el salido Herodes, que acabó con la cabeza de Juan el Bautista en una bandeja.
Por último en lo referente a los tops del Museo de Pérgamo, queda la Cúpula de la Alhambra, concretamente de una de las salas de la Torre de las Damas del Palacio del Partal de la maravilla granadina. La cúpula de 1’9x3’5x3’5 metros, fue elaborada en el año 1320 para los gobernantes nazaríes de la época, con piezas de madera de cedro y álamo que, a partir de un cuadrado, se convierten en un octógono y luego en un hexadecágono, un polígono de 16 lados, coronado con una estrella en el vértice, y todos ellos decorados con inscripciones, conchas y arabescos entrelazados, y el repetido lema de “no hay más vencedor que Dios”.
Para contar la que creo que es una interesante historia de la razón por la que este extraordinario techo artesonado, se expone en el museo berlinés, hay que remontarse al siglo XVIII, cuando la Monarquía decide expropiar y vender la Alhambra a trocitos, abriendo la puerta al mercadeo legal y subterráneo, al expolio, y al robo de elementos y piezas del conjunto monumental, como azulejos, molduras, losetas, etcétera. En 1886, el político, banquero y magnate financiero alemán Arturo Von Gwinner, que llegó a ser presidente del Deutsche Bank, y de veinteañero se había dado una vuelta por Granada durante su gira por Europa, quedándose prendado de la Alhambra, -en el libro de visitas se puede encontrar su firma-, contrata a un arquitecto conocido suyo, para que negocie en su nombre la adquisición de unas cuantas antigüedades y alguna casita del conjunto nazarí, y compra la Torre de las Damas y tierra anexa.
Fotografía del Patronato de la Alhambra
En 1891, cuando el estado español decide expropiar las posesiones privadas del recinto granadino, el banquero alemán negociando sobre las suyas, acepta la cesión a cambio de llevarse la cúpula a su país, y el fantástico techo que ees sustituido por un cañizo, un techo de cañas, es desmontado, sacado a trozos por una ventana, cargado, y trasladado en ferrocarril a Alemania, donde Gwinner lo monta en su casa berlinesa. A partir de ahí, la historia se enreda, dependiendo de los intereses de quien la cuenta, y mientras los sucesores del magnate alemán, que había sido embajador en Madrid, afirman que poco antes de la muerte del mismo en 1931, este había ofrecido la restitución del artesonado a España, y se había aceptado pero nadie fue a recogerlo, otros dicen que tan solo fue un pretexto de la familia, ya que dicho ofrecimiento nunca existió, al no haber prueba o documento alguno que lo certifique.
Mientras, la obra continuando con su ajetreada vida, sufre daños parciales cuando en 1945, el ejército ruso ocupa la casa de Gwinner en Berlín, y sacan astillas para avivar el fuego de la chimenea. Milagrosamente la techumbre sobrevive, aunque con daños, y vuelve a aparecer en el año 1977, cuando los del Patronato de la Alhambra, tras recibir una oferta de los herederos de Gwinner, de devolver la cúpula a cambio de 1 millón de marcos alemanes, viajan a Alemania, pero rechazan el pago de esa cantidad. Un año después, los listos y gilitos Gwinner, la venden al gobierno alemán por 500.000.
El artesonado, fue montado en un museo de Bonn, hasta su pase a la colección de Arte Islámico del Museo de Pérgamo, desde donde también viajó para exponerse en Nueva York. Curiosamente, el Patronato de la Alhambra, también solicitó la cúpula para formar parte de una exposición, pero los amigos alemanes denegaron su traslado. El techo actual que se puede ver en la Torre de las Damas de la Alhambra, es una réplica de 1964 del ebanista José Romera Baena, que lo reprodujo con las técnicas originales a partir de unos planos del siglo XIX.
Tras la visita al museo, nos acercamos al canal del Spree, y a los jardines Lustgarten, un huerto de patatas y verduras en el siglo XVI, y más tarde jardín real. Los jardines entre el canal del río y las fachadas de la Catedral y el Museo Antiguo o Altes, con el césped, las fuentes, el famoso cuenco de sopa de 1828, hecho de una pieza de granito de 70 toneladas, y llenos de gente sentada en las escalinatas del museo o revoloteando por el jardín del placer, nos invitan a quedarnos un buen rato, sentados al borde del canal.
Ahí, grupos en sillas de picnic charlan, mientras los niños se pelean, parejas pasean, y otras recostadas o sentadas charlan o leen. Pegada a la barandilla de la orilla del canal, una bicicleta oxidada hace publicidad de fast food. Unas cuantas fotos, y un paseo con calma de 10 minutos hasta Hackescher Markt, donde nos sentamos a tomar algo. Es domingo por la tarde y la calle está muy animada, y las terrazas también, pero encontramos sitio, como hasta ahora en esta plaza, al amparo de las paredes de la vía del tren.
El irlandés Kilkeny tiene música, y entre dentro, vacío y fresco pero con el volúmen alto, y fuera, más caluroso pero con la terraza casi llena, nos sentamos en el exterior, y nos tomamos una negra Guiness, y una coca zero. Las camareras son simpáticas, y pedimos unos nachos. Una hora después, ya apagándose el sol, solo nos queda la caminata hasta el hotel, y rematar el domingo de 14 kms urbanos.
Empieza cómico el día, y los domingos son de rastro, pero además, el más grande de Berlín se monta en un amable y vibrante parque urbano llamado Mauerpark, el Parque del Muro, donde aparte de al mercado de pulgas, la gente va a tumbarse en la hierba, a columpiar a los niños en el área infantil, a sudar haciendo ejercicio, a tararear escuchando música, a montar en bicicleta o patinete, a hacer malabares con sandías, a chirriar en el karaoke del anfiteatro, a darle puntapiés a un balón, a encestar una pelota de basket en la cabeza de alguien que está a 1 metro de la canasta, a ver o dar un concierto con los amiguetes del barrio, a ser paseado por los perros, simplemente a deambular, o a asistir a algún evento deportivo en el anexo estadio Friedrich Ludwig Jahn o en el pabellón Max Schmeling.
Como el Leonardo Royal Hotel está estratégicamente ubicado en la punta del distrito de Friedrichshain, fronterizo con el de Prenzlauer Berg, tomamos la aventurera decisión de vagabundear los 3 kms que hay de distancia hasta el parque, para explorar la personalidad del hipster barrio berlinés y, con ese fin, ascendemos hacia el norte con un ligero desnivel, por la calle de la Vineria Carvalho, nombrada al final de la etapa anterior. Heinrich Roller Strasse, en un lateral del Parque Leise, es un cortita y amorosa calle arbolada de confortables edificios de nivel medio alto, poco transitada, con algunas perezosas cafeterias y muy pocos comercios.
Durante el resto del camino, exceptuando los cruces en las confluencias con vías grandes como Schönhauser Allee, Sredzkistrasse, Prenzlauer Allee, Oderberger, Wörtherstrasse, o la principal y ferroviaria ronda de Danziger Strasse, las secundarias por las que paseamos hasta alcanzar el lado sur del Mauerpark, tienen la misma atmósfera: agraciadas con árboles, jardines y parques, poca densidad de población, escasamente comerciales, y gratas para desperezarse por las mañanas dando sorbos a un café.
El rastro es extenso y completo, tiene algún bar y un área de puestos de comida y bebida, para mitigar los calores del verano, y luego los típicos chiringos de ropa y complementos, artesanía variada, muebles, cacharra, cerámicas, juguetes, pinturas y dibujos, adornos, cueros, y los atractivos brocantes repletos de objetos de otros tiempos, estupendos para los que disfrutan rebuscando o perdiendo el tiempo mirando un antiguo pasaporte de la República Democrática Alemana o una postal del Partenón, enviada por una turista alemana a un amigo, en los años 30.
Perteneciente al “moderno” barrio de Prenzlauer Berg, el parque está situado en los terrenos de una antigua estación de trenes del norte del siglo XIX que, al ser clausurada por la apertura de una nueva, se utilizaron como zona de carga y descarga. Acabada la guerra, la superficie fue dividida en 1946 entre los sectores franceses y soviéticos, e irremediablemente acabó siendo partida en dos por la construcción del muro en 1961.
Pasamos un par de horas en el parque holgazaneando, y tomamos la salida noreste, donde se encuentran las instalaciones deportivas, para entrar lo más centrado posible en Prenzlauer Berg, donde pasaremos el resto de la mañana. Como habíamos subido, ahora bajamos, siguiendo el lado este del parque, por la carretera nacional 96a, que en este tramo de la ciudad es la avenida Schönhauser Allee, hasta llegar al nudo viario y ferroviario que se forma en el cruce con otras 2 grandes avenidas, que cambian de nombre a uno y otro lado de la confluencia, Danziger-Eberswalder que la cruza en horizontal, y Pappelallee-Kastanienallee, que la atraviesa en diagonal, y tomamos la avenida Kastanienallee que, aunque es recorrida por el tranvía en ambos sentidos, es menos agresiva, más estrecha, y sin vías ferroviarias ni excesivo tráfico.
Kastanienallee, la avenida más antigua de Prenzlauer Berg, fue fundada en 1826 urbanizando la prolongación de unos viñedos, y orillándola por los castaños que le otorgan el nombre. Durante la época de Berlín Oriental, las casas que quedaron vacías, por la paralización por falta de fondos, de un programa de viviendas sociales emprendido por la RDA, sirvieron para que se instalasen en ellas artistas, bohemios y jóvenes, hasta que la subida de alquileres, por su rehabilitación tras la caída del muro, y la mejora del barrio durante el crecimiento económico, provocó la marcha de muchos de ellos a barrios más baratos como Kreuzberg.
En la actualidad Kastanienallee, es la avenida berlinesa más emblemática, cosmopolita, popular y “cool”; la imprescindible para conocer las últimas tendencias, ver y ser visto, o estar al tanto de la escena creativa de la ciudad. Por algo será, que recibe popularmente los apodos de “La milla de la escena”, o el más sarcástico de “La avenida del casting”.
A pesar del párrafo anterior, tan repelentemente hipster, durante nuestro paseo en bajada por el kilómetro y medio de avenida, hacia el centro de la ciudad, recuperamos algo del carácter apacible que tiene el distrito, con esa actitud que palpita en el ambiente, de ir cada uno a su aire, y esa confusión tan berlinesa, producida por la convivencia de gente desaliñada y a la moda, con ropa de marca y deportiva, bohemia y rancia, tapada con una hoja de parra o en bermudas, con el pelo abrillantado o rapada al cero, con un Rolex o un Casio en la muñeca, con bigote daliniano o una argolla en el puente nasal, con foulard o poncho, con camisa a cuadros de leñador o paseando al bebé en el cochecito, … que hace que uno se pregunte en ciertos momentos, si alguien que está tomando una cerveza en la puerta de un bar, es un artista, un tirado, un burgués o un policía.
Lo que es indiscutible, es que un recorrido por la avenida, ofrece animadas terrazas, gente charlando alegremente, sobredosis de bicicletas, tiendas singulares, boutiques de moda, restaurantes de comidas étnicas, heladerías, el famoso Biergarten del Prater Garten, galerías de arte, edificios okupados, hoteles amarillos, supermercados orgánico-eco-vega-bío-comercio-justo-responsable-sostenibles, fachadas pintarrajeadas, un cine destartalado, librerías con polvo, edificios de todo tipo y… castaños.
Al llegar al final de la avenida, en nuestra ya familiar calle Rosenthaler, emplazamiento del pasadizo cósmico del número 39, llamado en la Tierra “callejón de los pollos muertos”, como es domingo de parques, hace un día radiante y el astro rey castiga de manera implacable, nos descalzamos e imitamos a los berlineses tumbados sobre una toalla tomando el sol en bikini o bañador, o recostados leyendo un libro, sobre el tapiz de césped de la suave y arbolada ladera suroeste del Volkspark (Parque público) Weinberg. El Weinbergspark, en el céntrico distrito de Mitte, ocupa unos 43.000 metros cuadrados de la mitad norte de la manzana triangular en la que está situado, y cuenta con un bar restaurante en la pequeña meseta sobre la ladera, un estanque con césped alrededor, un parque infantil, mesas de ping pong, etc.
No todo es de color de rosa sin embargo; durante la década del 2000, a pesar de la comisaría de policía colindante, el parque era un inseguro e importante núcleo de trasiego de todo tipo de drogas, gobernado por organizados narcoclanes, que intimidaban a los vecinos molestos, o causaban destrozos en los bares y comercios hostiles. Tan solo a finales de la década, tras las campañas de asociaciones y residentes de la zona, mediante un plan de “rehabilitación”, que incluyó la tala de las arboledas y arbustos que guarecían a los narcotraficantes, la reorganización de las instalaciones, y el encendido de decenas de farolas que iluminaran los senderos y rincones del parque, el espacio se fue recuperando poco a poco.
Por supuesto, también afloró durante la campaña, ese porcentaje de genes anticapitalistas de Berlín, incubado en los grupos alternativos o de jóvenes, que esparcieron panfletos con lemas como “no golpees a mi traficante”, o proclamas de la índole de: “como siempre que se movilizan contra los traficantes, las locas fantasías sobre sus malas acciones, se combinan con un ansia autoritaria de persecución”. Al mismo tiempo, en ciertas terrazas y centros culturales de la zona, se toleraba el consumo de drogas blandas.
Abandonamos el parque con los residuos de la hierba fresca, para volver a subir por la avenida de los castaños, aunque esta vez por la otra acera, hasta la travesía con la calle Oderberger Str., que cogemos para ir a comer al restaurante Oderquelle, a 100 metros del Mauerpark. Aunque todos los bares y restaurantes están muy concurridos, encontramos mesa libre, y elegimos de la carta, una ensalada griega para dos, un plato de ñoquis con setas, unos medallones de cerdo con acompañamiento, y bebidas. La cuenta sube a 40 €, y nuestra valoración de los platos es: una ensalada griega excelente por los ingredientes naturales y frescos, unos ñoquis regulares por el sabor y el apelmazamiento, y unos medallones de cerdo exquisitos, porque se deshacían en la boca. La conclusión fue que era un restaurante, con un buen ambiente y una grata terraza, donde se pueden comer platos sencillos muy buenos, de verduras y de carnes.
Acabando la comida con un café con hielo, pedimos un VTC Bolt, que aparece en 5 minutos levantándonos de nuestros asientos, y por 7 € nos lleva hasta el hotel, para descansar una hora y pico hasta nuestra cita de las 5, con el Museo de Pérgamo, al que le tenemos ganas.
La Isla de los Museos, un islote de unos 2 kms de largo por 600 metros de ancho, encajado entre el río Spree y uno de sus canales, es el lugar del nacimiento histórico y corazón actual de la ciudad. La visionaria y humanista idea de cambiar su uso como puerto, aduana y zona franca, a un complejo museístico, se le ocurrió al rey Federico Guillermo IV de Prusia en 1841, que quiso concentrar todo el arte posible en una misma área residencial, poniendo a disposición de su pueblo, las colecciones de arte y arqueología que se atesoraban en palacios y mansiones.
Para ello, creó un organismo en 1918, la Fundación del Patrimonio Cultural Prusiano, que a día de hoy, convertida en una de las instituciones culturales más grandes del mundo, aún continua con su labor de gestionar y conservar las obras propias y expoliadas de 16 museos estatales de Berlín, con el sostén del gobierno y los estados federales, entre ellas algunas tan magníficas como el busto de Nefertiti expuesta en el Neues Museum, o el Altar de Pérgamo o la Puerta del mercado de Mileto, del Museo de Pérgamo.
En la Isla de los Museos, Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO desde 1999, se alojan el Museo de Pérgamo de 1930, el Museo Altes (Antiguo) de 1830, el Museo Neues (Nuevo) de 1855, la antigua Galería Nacional de 1876, la Galería James Simon de 2019 y el Museo Bode de 1904, además de la Catedral, el antiguo Palacio Real, el Foro Humboldt, que incluye el Museo de Arte Asiático, y los Lustgarten, unos estratégicos jardines rodeados por el canal del río, el pórtico de la catedral, y la columnas y escalinatas de la antigua Galería Nacional.
En 1999 fue aprobado el Plan Maestro de la Isla de los museos, cuyos objetivos principales son la renovación y modernización del conjunto, acceso central a la isla, conexión entre los museos, creación de espacios exteriores, y una reorganización de las colecciones. Todavía quedan años para la culminación del plan, y en el presente continuan las obras, y salas de exposiciones cerradas por renovación o mudanzas.
La última y fundamental pieza puesta en juego del plan, fue el edificio de la James Simon Gallery, abierto en 2019, que cumple la función de edificio de recepción a la Isla de los Museos, y de conexión entre 4 de los 5 museos importantes, a través de un corredor subterráneo denominado Paseo Arqueológico, que también se aprovechará como espacio de exposición de diferentes colecciones. De momento, las escaleras de la Galería James Simon son actualmente el acceso directo al Museo de Pérgamo, y en su sótano, ya está iniciado el futuro Paseo Arqueológico, con la apertura de un acceso subterráneo al Neues Museum, que se alargará hasta el Museo Bode y el Altes Museum.
Aún así, aún les queda, y el Museo de Pérgamo por ejemplo, que inició su restauración en el 2012, con cierres parciales, renovaciones interiores y exteriores y reformas varias, pero sin la interrupción total de su funcionamiento, ya que es visitado por más de un millón de personas cada año, tiene una previsión de finalización de obras y accesibilidad completa, para el 2025.
El museo, lleva el nombre de Pérgamo, la actual Bergama turca, a 30 kms del mar Egeo, ciudad que floreció a finales de la era antigua, tratando de competir incluso con la mismísima Atenas, gobernada por la dinastía que sucedió a un diádoco, uno de esos generales sucesores de Alejandro Magno, que se pasaron la vida matándose y aliándose entre ellos para repartirse el trozo de mundo dejado por el conquistador, tras su muerte a los 33 años. Lisímaco, que así se llamaba el general, puso la semilla de la época dorada de Pérgamo, cuando decidió convertir la acrópolis en una fortaleza donde guardar sus riquezas.
Hasta su pase a manos del Imperio Romano un siglo después, en el 133 a.c., Pérgamo, con unos 60.000 habitantes, se convirtió en una potencia y una ciudad helenística modelo con tropas de jardineros, pasos subterráneos, avenidas de 20 metros de anchura, un teatro para 10.000 espectadores, pantallas gigantes y la segunda mayor biblioteca del mundo antiguo tras la de Alejandría, ya que contenía unos 200.000 volúmenes, que más tarde acabaron convirtiéndose en regalo de bodas, de Marco Antonio a Cleopatra.
En esa época dorada, se construyó una de las obras cumbres del arte helénico, el Altar de Pérgamo, actual máximo tesoro del Museo berlinés. Pérgamo, también fue la cuna de una figura tan histórica, como Galeno, el médico, cirujano y filósofo griego, cuyas investigaciones en anatomía, fisiología, patología, farmacología y neurología, imperaron durante un milenio en la medicina europea.
El Altar de Pérgamo, monumento ceremonial religioso dedicado al culto a Zeus, Atenea, o ambos, tenía originalmente unas medidas de 69x77x10 metros, prácticamente el doble de lo que se conserva. Con forma de grapa, el altar estaba formado por unas escalinatas monumentales de unos 20 metros de ancho, rodeadas por el edificio central con dos extensiones laterales, y dos niveles, el superior con una doble fila de columnas jónicas, y el inferior, con el fantástico friso esculpido de 113 metros de largo por 2 de alto, formado por 116 placas, representando la batalla entre dioses y gigantes.
El monumento fue descubierto en el siglo XIX por arqueólogos alemanes, que se lo compraron a los otomanos por calderilla, y lo despiezaron para trasladarlo a Berlín. A Stalin le gustó el tamaño XL de la obra, y los dibujitos en relieve del friso, y ordenó al ejército rojo transportarlo a San Petersburgo como trofeo de guerra, donde quedó aparcado en los depósitos del Hermitage. A mediados de los 50, cosa rara, los rusos se hicieron una copia en yeso, y el altar fue devuelto a Alemania.
Con el ticket online que habíamos sacado, todo es más fácil, ya que es llegar y sin hacer cola, escanear el QR, y entrar para ver, tal como informa el museo, edificios, monumentos y esculturas procedentes de excavaciones de arqueólogos alemanes en Asia, durante el siglo XIX, repartidas en los dos pisos del edificio, en tres grandes exposiciones temáticas: Antigüedades Clásicas, -una de las colecciones de arte griego y romano más importantes del mundo-, Arte Islámico, y Oriente Próximo y Medio.
Exceptuando el Altar de Pérgamo y la islámica Fachada de Mshatta, una sección de 33 metros de largo por 5 de altura, con dos torreones y partes del marco del portal, del fabuloso muro exterior del lado sur del inacabado palacio del desierto de Qasr al-Mshatta en Jordania, con relieves con motivos de vides, animales, criaturas mitológicas y pájaros, que no pudimos ver, por estar en restauración, mudanza, o lo que sea, el museo expone como obras más emblemáticas la Puerta del Mercado de Mileto y el Mosaico de Orfeo, la Puerta de Ishtar de Babilonia, la Sala de Alepo, y una Cúpula de la Alhambra de Granada.
Si alguien antes de escribir esta etapa, me hubiera preguntado por Mileto, lo único que le hubiera podido decir es que, al igual que las capitales y los ríos, me quedó grabado de mi etapa escolar, el nombre de un tal Tales de Mileto, uno de los siete sabios de la Grecia antigua, matemático, físico, astrónomo, chef, y filósofo campeón, que rompió con el rollo de explicarse el mundo a base de dioses y monstruos, gigantes, martillos mágicos, espadas láser, sirenas, olimpos, plagas divinas, y cosas de esas, exponiendo la creencia de que el agua era el origen de todas las cosas, lo cual en nuestros tiempos lo convertiría en un bien remunerado jefe de ventas de Lanjarón, Bezoya, Cabreiroá o Evian. También nació en Mileto, un arquitecto llamado Isidoro, que construyó un edificio tan visitado en la actualidad, como Aya Sofia, o sea la Basílica de Santa Sofía de Estambul.
Mileto, fue otra de esas ciudades helenas, como Pérgamo, Efeso, etcétera, que llegó a convertirse en una de las grandes ciudades comerciales del mundo antiguo, por su situación estratégica en la costa turca del Egeo. A 200 kms al sur de Pérgamo, y 60 de Efeso, Mileto, a lo largo de sus siglos de historia, se convirtió en epicentro filosófico del mundo, y llegó a contar con 4 puertos, una gran muralla de granito a la que llamaban La Muralla Eterna, una colección de templos, un teatro para 15.000 espectadores, cuatro palacios, un estadio, dos mercados, baños varios, una academia y un senado, hasta que todo fue reducido a escombros por los siempre malotes persas. Reconstruida una y otra vez, Mileto, tras morder el polvo los persas, pasó a formar parte del los terrenos de Alejandro Magno, y más tarde, a las manos inexorables del Imperio Romano.
La colosal puerta de mármol de entrada a la plaza del mercado sur de Mileto, que es lo que importa, fue construida en el siglo II d.c., en tiempos de Adriano, con unas medidas de 30 metros de anchura por 17 de altura. Destruida por un terremoto a principios del segundo milenio de nuestra era, los restos salieron a la luz en 1903, durante las excavaciones de un equipo de arqueólogos alemanes, quienes los transportaron a Berlín en 1907, para que dos décadas después, poco antes de la apertura del Museo de Pérgamo, fuera reconstruida a tamaño real y con un 60% aproximado de piedra original. Tras sufrir serios destrozos durante los bombardeos sobre Berlín en la II Guerra, y una larga y extensa restauración posterior, preside hoy una de las principales salas cerradas del Museo de Pérgamo.
El mosaico de Mileto de Orfeo, es aproximadamente del mismo periodo, y se puede ver a los pies de la Puerta del Mercado. Muy de moda entre los romanos, era habitual ver mosaicos de Orfeo en las mansiones repartidas a lo largo del Imperio. Este del Museo de Pérgamo, con unas medidas de unos 8x6 metros, se encontraba en el triclinium, el comedor de una villa romana privada de Mileto, y representa a ese personaje de la mitología griega que, según los antiguos flipados, era capaz con la música que salía de su lira, de amansar a cualquier bicho viviente, incluido el hombre, mover árboles y rocas, y parar el curso de los rios. Por ello, como en este caso, aparece sentado en un cuadrado central, rodeado de otros cuadrados con animales mirándole hechizados por la melodía de su instrumento. El fumao dueño de la villa, que quería dar más la nota todavía, ordenó al artista que debajo de la escena del músico hechicero, montara otra de caza.
La Puerta de Ishtar de Babilonia, mítica ciudad de jardines colgantes en el río Éufrates, a unos 90 kms al sur de Bagdad, con su avenida procesional y la fachada del trono real, es los más impactante que uno se encuentra nada más entrar al museo de Pérgamo. Hallada por arqueólogos alemanes en 1902, en las ruinas de Babilonia, un sitio arqueológico que comenzó a reconstruir en plan bricolage Sadam Hussein cuando llegó al poder en 1979, y en el que para colmo, los marines mascachicles y las tropas polacas, cavaron trincheras y cubrieron de grava para utilizarlo como base militar y pista de despegue de helicopteros de guerra Blackhawk, -todavía se pueden ver en las piedras, pintadas como “Sam was here”, “Hooray Texas” o “Fuck you Sadam”-, la puerta era la principal de las 8 de entrada de la muralla a la ciudad de Nabucodonosor, que precedía a la vía procesional, la calle de los desfiles durante las celebraciones.
Consagrada a Ishtar, la diosa babilónica del amor y la guerra, la puerta del año 575 a.c. de azulejos esmaltados azules, que daba acceso a un templo a través de la vía procesional, decorada con toros, leones y dragones, fue trasladada trocito a trocito a Berlín, para que fuera reconstruida como un rompecabezas, con 2 metros más de altura que la original, para exponerla parcialmente. Las excavaciones, también permitieron redimensionar de una manera más real los datos exagerados dados por Herodoto, determinando que Babilonia tenía un perímetro fortificado de unos 17 kms, y unos 80.000 habitantes.
Otra de los encantos del museo, es La Sala de Alepo del siglo XVII, unos paneles de madera pintados, que encargó a los mejores artesanos de la ciudad siria, un ricachón mercader cristiano llamado Isa Ibn Butrus (Jesús, hijo de Pedro), para ornamentar las paredes de la sala de recepción de su residencia, la casa Wakil, para deslumbrar a sus invitados. En una de las molduras, aparece el nombre de uno de los artesanos, Halab Shah Ibn Isa, y se encontraron dos fechas en otras partes, 1009 y 1012. El conjunto fue comprado en 1912 para el Museo de Arte Islámico de Berlín, por el orientalista, arqueólogo y coleccionista de arte alemán Friedrich Sarre.
La obra, que conforma la serie de pinturas más antiguas de la Siria otomana, es un batiburrillo temático, que va desde secuencias cortesanas persas a las tradicionales composiciones geométricas y florales otomanas, pasando por escenas de caza y cetrería, animales reales e imaginarios, o temas religiosos cristianos como la última cena, la Virgen con el niño, o el lujurioso baile de Salomé ante el salido Herodes, que acabó con la cabeza de Juan el Bautista en una bandeja.
Por último en lo referente a los tops del Museo de Pérgamo, queda la Cúpula de la Alhambra, concretamente de una de las salas de la Torre de las Damas del Palacio del Partal de la maravilla granadina. La cúpula de 1’9x3’5x3’5 metros, fue elaborada en el año 1320 para los gobernantes nazaríes de la época, con piezas de madera de cedro y álamo que, a partir de un cuadrado, se convierten en un octógono y luego en un hexadecágono, un polígono de 16 lados, coronado con una estrella en el vértice, y todos ellos decorados con inscripciones, conchas y arabescos entrelazados, y el repetido lema de “no hay más vencedor que Dios”.
Para contar la que creo que es una interesante historia de la razón por la que este extraordinario techo artesonado, se expone en el museo berlinés, hay que remontarse al siglo XVIII, cuando la Monarquía decide expropiar y vender la Alhambra a trocitos, abriendo la puerta al mercadeo legal y subterráneo, al expolio, y al robo de elementos y piezas del conjunto monumental, como azulejos, molduras, losetas, etcétera. En 1886, el político, banquero y magnate financiero alemán Arturo Von Gwinner, que llegó a ser presidente del Deutsche Bank, y de veinteañero se había dado una vuelta por Granada durante su gira por Europa, quedándose prendado de la Alhambra, -en el libro de visitas se puede encontrar su firma-, contrata a un arquitecto conocido suyo, para que negocie en su nombre la adquisición de unas cuantas antigüedades y alguna casita del conjunto nazarí, y compra la Torre de las Damas y tierra anexa.
En 1891, cuando el estado español decide expropiar las posesiones privadas del recinto granadino, el banquero alemán negociando sobre las suyas, acepta la cesión a cambio de llevarse la cúpula a su país, y el fantástico techo que ees sustituido por un cañizo, un techo de cañas, es desmontado, sacado a trozos por una ventana, cargado, y trasladado en ferrocarril a Alemania, donde Gwinner lo monta en su casa berlinesa. A partir de ahí, la historia se enreda, dependiendo de los intereses de quien la cuenta, y mientras los sucesores del magnate alemán, que había sido embajador en Madrid, afirman que poco antes de la muerte del mismo en 1931, este había ofrecido la restitución del artesonado a España, y se había aceptado pero nadie fue a recogerlo, otros dicen que tan solo fue un pretexto de la familia, ya que dicho ofrecimiento nunca existió, al no haber prueba o documento alguno que lo certifique.
Mientras, la obra continuando con su ajetreada vida, sufre daños parciales cuando en 1945, el ejército ruso ocupa la casa de Gwinner en Berlín, y sacan astillas para avivar el fuego de la chimenea. Milagrosamente la techumbre sobrevive, aunque con daños, y vuelve a aparecer en el año 1977, cuando los del Patronato de la Alhambra, tras recibir una oferta de los herederos de Gwinner, de devolver la cúpula a cambio de 1 millón de marcos alemanes, viajan a Alemania, pero rechazan el pago de esa cantidad. Un año después, los listos y gilitos Gwinner, la venden al gobierno alemán por 500.000.
El artesonado, fue montado en un museo de Bonn, hasta su pase a la colección de Arte Islámico del Museo de Pérgamo, desde donde también viajó para exponerse en Nueva York. Curiosamente, el Patronato de la Alhambra, también solicitó la cúpula para formar parte de una exposición, pero los amigos alemanes denegaron su traslado. El techo actual que se puede ver en la Torre de las Damas de la Alhambra, es una réplica de 1964 del ebanista José Romera Baena, que lo reprodujo con las técnicas originales a partir de unos planos del siglo XIX.
Tras la visita al museo, nos acercamos al canal del Spree, y a los jardines Lustgarten, un huerto de patatas y verduras en el siglo XVI, y más tarde jardín real. Los jardines entre el canal del río y las fachadas de la Catedral y el Museo Antiguo o Altes, con el césped, las fuentes, el famoso cuenco de sopa de 1828, hecho de una pieza de granito de 70 toneladas, y llenos de gente sentada en las escalinatas del museo o revoloteando por el jardín del placer, nos invitan a quedarnos un buen rato, sentados al borde del canal.
Ahí, grupos en sillas de picnic charlan, mientras los niños se pelean, parejas pasean, y otras recostadas o sentadas charlan o leen. Pegada a la barandilla de la orilla del canal, una bicicleta oxidada hace publicidad de fast food. Unas cuantas fotos, y un paseo con calma de 10 minutos hasta Hackescher Markt, donde nos sentamos a tomar algo. Es domingo por la tarde y la calle está muy animada, y las terrazas también, pero encontramos sitio, como hasta ahora en esta plaza, al amparo de las paredes de la vía del tren.
El irlandés Kilkeny tiene música, y entre dentro, vacío y fresco pero con el volúmen alto, y fuera, más caluroso pero con la terraza casi llena, nos sentamos en el exterior, y nos tomamos una negra Guiness, y una coca zero. Las camareras son simpáticas, y pedimos unos nachos. Una hora después, ya apagándose el sol, solo nos queda la caminata hasta el hotel, y rematar el domingo de 14 kms urbanos.
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