A las ocho de la noche ya estábamos en el aeropuerto de Kuala Lumpur. Allí compras un ticket para el taxi que te llevará a la ciudad (que alegría, nos ahorramos el interminable regateo) y, camino del hotel, POR FIN, pudimos ver las torres Petronas, más y más grandes a medida que nos acercábamos al centro. Qué bonitas, pero que bonitas y qué grandes! Y que poco original el comentario, ya lo sé, pero es que son preciosas, sobretodo si la primera visión la tienes de noche, todas iluminadas.
La impresión general de Kuala Lumpur fue de desorden, sobre todo habiendo estado antes en Singapur pero para unos urbanitas como nosotros era como volver a casa. Nos movemos mucho mejor entre embotellamientos y clàxons que entre barro y sanguijuelas, la verdad. Aquella misma noche ya pudimos ver las torres desde el Sky Bar del Traders, que era donde estábamos alojados. El bar en sí mismo ya es toda una atracción. Funciona como piscina de día, pero por la noche es centro de reunión de la beautiful people. A parte de extranjeros, los malayos que quieren estar a la moda pasan por aquí a dejarse ver. Entre sus atractivos está la posibilidad de caerte a la piscina (dependiendo de las copas ingeridas) y, como no, la visión de las torres de noche, bien iluminadas.
El hotel nos invitó a una copa mientras acababan de preparar la habitación (habíamos reservado hacía seis meses y aún no habían hecho la cama???) y aprovechamos el rato para perder el portadocumentos con TODA la documentación del viaje, reservas, vuelos, targetas, pasaportes y algo de dinero en efectivo. ¡Qué crisis! En diez minutos sudamos más que en todos los días en la selva. Afortunadamente, los camareros lo habían encontrado en la barra (fiuuuuuu...) y nos lo guardaban amablemente. Superada la crisis disfrutamos de nuestra copa y de la vista antes de irnos a dormir para poder madrugar por la mañana a visitar las Petronas antes de nada.
Cosa que al final no hicimos, porque ir a las ocho de la mañana ya es llegar tarde. Bueno, al cabo de diez días volvíamos otra vez a Kuala Lumpur...
Para movernos por la ciudad probamos tanto el metro como el monorail, que resultan una buena forma, rápida y económica de ir de un lado al otro.
Los taxis también van bien, claro, y si consigues que pongan el taxímetro, son muy económicos. Pero primero has de conseguir que reconozcan que lo tienen. porque tú lo ves, está delante de tus narices, pero ellos niegan que lo tienen. Cuando finalmente lo reconocen, ahhh, no les funciona. De más de un taxi y de dos nos bajamos, pero también es verdad que muchos lo ponen sin problema. Cuestión de probar.
La primera mañana la dedicamos a caminar y caminar y caminar. Fuimos a la plaza Merdeka y al Padang, a la estación central, a Jalan Petaling, a mercados y centros comerciales... Como nuestra mochila estaba ya viejecilla y la jungla le había sentado fatal estuvimos buscando una en los tenderetes callejeros hasta encontrar una autética mochila ESPPIT (jejjeje). Muy bonita, fuerte y barata.
¿Cómo sabíamos que estábamos en Kuala Lumpur y no en Singapur? Los graffiti son el mejor indicador. Bueno, la rata muerta en medio de Jalan Petaling también nos dió una pista. Y el ruido. La sensación que yo tuve es que Kuala Lumpur aspira a parecerse a Singapur, pero aún le queda camino por recorrer.
Las dos ciudades se parecen también en la diversidad cultural. Mezquitas, templos chinos y templos induistas comparten el espacio, aunque el Islam sea mayoritario. Esta diversidad se ve también en los restaurantes y en los vestidos. Todo esto convierte la ciudad en un mosaico complejo y dinámico. Es suficiente con visitar un mercado para verlo.
Entre paseo y paseo encontramos tiempo para ir al museo de las civilizaciones islámicas (que bonito, con su aire acondicionado...). Cenamos en el Suria, el centro comercial que está en la base de las Petronas y volvimos al hotel con el trenecito que el Traders pone a disposición de sus clientes para ir del hotel a las torres.
El día siguiente decidimos visitar Melaka. Un mal día. Recién llegados a la estación de autobuses (Puduraya) empezó el estrés. Estaban en obras, y eso dificultaba el acceso. Todo el mundo gritaba a la vez, para anunciar que vendían billetes, que salía un autocar, que tenían fruta fresca... Yo qué sé!! Todo el mundo gritaba por todo. Compramos el billete a Melaka y nos sobró tiempo para comprar otro para el día siguiente, a las Cameron Highlands.
Afortunadamente, nuestro autocas (de dos pisos) salía de la acera de enfrente de la estación, donde pasaba el aire y la gente no gritaba tanto. Una vez instalados, nos dedicamos a descansar las dos horas de trayecto hasta Melaka, donde vovió el estrés. Cuatro taxistas encima de la Lonely Planet no fueron suficiente para entender donde queríamos ir (AL CENTRO TURÍSTICO, OIGA, DONDE VA TODO EL MUNDO) y tuvieron que avisar a un quito más viejo que, finalmente, sí sabía qué era Melaka, hacia donde quedaba y a qué calle queríamos ir.
Desayunamos mermelada de coco, típica de allí y muy, muy, muy empalagosa y después visitamos una típica casa baba nyonya (la comunidad china del estrecho). Eso fue lo mejor del día. Más bien, lo único bueno. No sé si era por la calor, la cantidad de gente, la decepción de las bolas de arroz (ya no quedaban fritas ni con pollo) o todo junto, pero la verdad es que las ganas que teníamos de ver Melaka se fueron transformando poco a poco en decepción.
Cansados, agobiados de tanta calor y tanta gente, cogimos un taxi para ir al fuerte portugués y el taxiata (como no) se equivocó y nos dejó en medio de la nada: el barrio portugués de Melaka, una especie de Disneyland en tierra de nadie. Con mucha paciencia, iniciamos el camino de regreso... hacia donde? No teníamos ni idea de donde estábamos, pero afortunadamente los malayos son gente civilizada y muy amables. Mientras, sudados de pies a cabeza, consultábamos la guía y nos preguntábamos qué hacer en medio de una calle que no sabíamos cual era, justo delante nuesto, en un mercado, un grupo de malayos, clientes y vendedores (unidos en común esfuerzo solidario hacia la, suponemos, enésima pareja de guiris perdidos por al zona) empezaron a gritar y por gestos, señalaron un autobús que venía hacia nosotros. Por pura casualidad estábamos a dos pasos de una parada. ¡Qué gran cosa, la empatía!
El autobús se dirigía a la estación central de Melaka y, ya que el día no pintaba mejor que cinco minutos antes, decidimos volver a Kuala Lumpur dos horas antes de lo previsto. No tenenmos ni una triste foto de Melaka. No creo que sea culpa de nadie, sencillamente, a veces las cosas no salen como esperabas. Aprovechamos el trayecto de vuelta para descansar (dependiendo de las compañías, los autobuses malayos pueden ser muy cómodos, y así lo eran los de la Transnational).
La impresión general de Kuala Lumpur fue de desorden, sobre todo habiendo estado antes en Singapur pero para unos urbanitas como nosotros era como volver a casa. Nos movemos mucho mejor entre embotellamientos y clàxons que entre barro y sanguijuelas, la verdad. Aquella misma noche ya pudimos ver las torres desde el Sky Bar del Traders, que era donde estábamos alojados. El bar en sí mismo ya es toda una atracción. Funciona como piscina de día, pero por la noche es centro de reunión de la beautiful people. A parte de extranjeros, los malayos que quieren estar a la moda pasan por aquí a dejarse ver. Entre sus atractivos está la posibilidad de caerte a la piscina (dependiendo de las copas ingeridas) y, como no, la visión de las torres de noche, bien iluminadas.
El hotel nos invitó a una copa mientras acababan de preparar la habitación (habíamos reservado hacía seis meses y aún no habían hecho la cama???) y aprovechamos el rato para perder el portadocumentos con TODA la documentación del viaje, reservas, vuelos, targetas, pasaportes y algo de dinero en efectivo. ¡Qué crisis! En diez minutos sudamos más que en todos los días en la selva. Afortunadamente, los camareros lo habían encontrado en la barra (fiuuuuuu...) y nos lo guardaban amablemente. Superada la crisis disfrutamos de nuestra copa y de la vista antes de irnos a dormir para poder madrugar por la mañana a visitar las Petronas antes de nada.
Cosa que al final no hicimos, porque ir a las ocho de la mañana ya es llegar tarde. Bueno, al cabo de diez días volvíamos otra vez a Kuala Lumpur...
Para movernos por la ciudad probamos tanto el metro como el monorail, que resultan una buena forma, rápida y económica de ir de un lado al otro.
Los taxis también van bien, claro, y si consigues que pongan el taxímetro, son muy económicos. Pero primero has de conseguir que reconozcan que lo tienen. porque tú lo ves, está delante de tus narices, pero ellos niegan que lo tienen. Cuando finalmente lo reconocen, ahhh, no les funciona. De más de un taxi y de dos nos bajamos, pero también es verdad que muchos lo ponen sin problema. Cuestión de probar.
La primera mañana la dedicamos a caminar y caminar y caminar. Fuimos a la plaza Merdeka y al Padang, a la estación central, a Jalan Petaling, a mercados y centros comerciales... Como nuestra mochila estaba ya viejecilla y la jungla le había sentado fatal estuvimos buscando una en los tenderetes callejeros hasta encontrar una autética mochila ESPPIT (jejjeje). Muy bonita, fuerte y barata.
¿Cómo sabíamos que estábamos en Kuala Lumpur y no en Singapur? Los graffiti son el mejor indicador. Bueno, la rata muerta en medio de Jalan Petaling también nos dió una pista. Y el ruido. La sensación que yo tuve es que Kuala Lumpur aspira a parecerse a Singapur, pero aún le queda camino por recorrer.
Las dos ciudades se parecen también en la diversidad cultural. Mezquitas, templos chinos y templos induistas comparten el espacio, aunque el Islam sea mayoritario. Esta diversidad se ve también en los restaurantes y en los vestidos. Todo esto convierte la ciudad en un mosaico complejo y dinámico. Es suficiente con visitar un mercado para verlo.
Entre paseo y paseo encontramos tiempo para ir al museo de las civilizaciones islámicas (que bonito, con su aire acondicionado...). Cenamos en el Suria, el centro comercial que está en la base de las Petronas y volvimos al hotel con el trenecito que el Traders pone a disposición de sus clientes para ir del hotel a las torres.
El día siguiente decidimos visitar Melaka. Un mal día. Recién llegados a la estación de autobuses (Puduraya) empezó el estrés. Estaban en obras, y eso dificultaba el acceso. Todo el mundo gritaba a la vez, para anunciar que vendían billetes, que salía un autocar, que tenían fruta fresca... Yo qué sé!! Todo el mundo gritaba por todo. Compramos el billete a Melaka y nos sobró tiempo para comprar otro para el día siguiente, a las Cameron Highlands.
Afortunadamente, nuestro autocas (de dos pisos) salía de la acera de enfrente de la estación, donde pasaba el aire y la gente no gritaba tanto. Una vez instalados, nos dedicamos a descansar las dos horas de trayecto hasta Melaka, donde vovió el estrés. Cuatro taxistas encima de la Lonely Planet no fueron suficiente para entender donde queríamos ir (AL CENTRO TURÍSTICO, OIGA, DONDE VA TODO EL MUNDO) y tuvieron que avisar a un quito más viejo que, finalmente, sí sabía qué era Melaka, hacia donde quedaba y a qué calle queríamos ir.
Desayunamos mermelada de coco, típica de allí y muy, muy, muy empalagosa y después visitamos una típica casa baba nyonya (la comunidad china del estrecho). Eso fue lo mejor del día. Más bien, lo único bueno. No sé si era por la calor, la cantidad de gente, la decepción de las bolas de arroz (ya no quedaban fritas ni con pollo) o todo junto, pero la verdad es que las ganas que teníamos de ver Melaka se fueron transformando poco a poco en decepción.
Cansados, agobiados de tanta calor y tanta gente, cogimos un taxi para ir al fuerte portugués y el taxiata (como no) se equivocó y nos dejó en medio de la nada: el barrio portugués de Melaka, una especie de Disneyland en tierra de nadie. Con mucha paciencia, iniciamos el camino de regreso... hacia donde? No teníamos ni idea de donde estábamos, pero afortunadamente los malayos son gente civilizada y muy amables. Mientras, sudados de pies a cabeza, consultábamos la guía y nos preguntábamos qué hacer en medio de una calle que no sabíamos cual era, justo delante nuesto, en un mercado, un grupo de malayos, clientes y vendedores (unidos en común esfuerzo solidario hacia la, suponemos, enésima pareja de guiris perdidos por al zona) empezaron a gritar y por gestos, señalaron un autobús que venía hacia nosotros. Por pura casualidad estábamos a dos pasos de una parada. ¡Qué gran cosa, la empatía!
El autobús se dirigía a la estación central de Melaka y, ya que el día no pintaba mejor que cinco minutos antes, decidimos volver a Kuala Lumpur dos horas antes de lo previsto. No tenenmos ni una triste foto de Melaka. No creo que sea culpa de nadie, sencillamente, a veces las cosas no salen como esperabas. Aprovechamos el trayecto de vuelta para descansar (dependiendo de las compañías, los autobuses malayos pueden ser muy cómodos, y así lo eran los de la Transnational).