Cada vez que contaba que el viaje de este verano iba a ser a Rumanía escuchaba comentarios de todos los colores, especialmente de colores grises, marrones o incluso rojos: ¿a Rumanía? ¿y por qué? ¿Y CON LOS NIÑOS? ¿y por vuestra cuenta? ¡¿estáis locos?! ¿pero no visteis el Callejeros de Rumanía? ¡pero eso es muy peligroso!... Los más prudentes se limitaban a decir: ¡ah! ¡qué bonito!mmmm ¿y allí qué hay para ver? También estaban los graciosillos claro: ¡cuidado con Drácula! ¡llevaos muchos ajos!... En fin, como no hay nada como comprar los billetes de avión con mucha antelación y sin derecho a devolución para no alterar el destino viajero, allí que estábamos un calurosísimo 9 de agosto en la muy moderna y ultrafantástica T4 con destino a Bucarest.
El viaje desde Madrid dura unas cuatro horas, y gracias al cambio horario se gana una horita. Así que nada, un día de 25 horas y sobre las 15:00 ya estamos en el aeropuerto, cogemos nuestro coche de alquiler, mayor de lo contratado y con menos motor de lo esperado, y a empezar nuestra particular road movie por tierras rumanas en dirección a un pequeño pueblo cerca de Brasov.
La salida de Bucarest desde el aeropuerto de Otopeni es muy fácil porque para coger la N-1 dirección Brasov, no hay que pasar por la ciudad. Unos kilómetros conduciendo y ya quedan patentes varias cosas, a las que increíblemente pronto nos acostumbraremos: los rumanos conducen rápido y bastante mal, de forma peligrosa incluso, hay muchos impedimentos en la carretera (coches aparcados, carros, personas, perros), hay pocas señales de tráfico y el firme de la calzada no es lo que se dice muy firme.
Nada más salir empezamos a cruzar los inmensos bosques de Snagov. No había imaginado que fueran tan densos y tan grandes, me da un poco de pena no parar a buscar el monasterio que guarda la presunta tumba de Vlad Dracul, pero también tengo muchas ganas de llegar a Bran y no sabemos cuánto tardaremos, así que continuamos. Al salir de la zona de Snagov llega la enorme llanura de Prahova, monótona y prácticamente sin cultivar. Nos sirve al menos para darnos cuenta de que los pueblos están dispuestos casi en su totalidad a ambos márgenes de la carretera, por lo que es interminable cruzarlos.
El paisaje se anima al irnos acercando a Sinaia. Empezamos a entrar en los Cárpatos y las montañas dibujan curvas en la carretera.
Sinaia me decepciona un poco porque no resulta una ciudad compacta, sino que cada casa parece estar donde al dueño le pareció mejor ponerla, sin mucho orden ni concierto. Esa sensación algo caótica se ve potencia por el hecho de que los cables de la luz van todos por fuera, en postes no siempre derechos; y porque en cualquier ancho de la carretera se ha aprovechado para poner una fila de puestos de bagatelas. Al tratarse además de una ciudad grande, el tráfico, canalizado todo por la N-1 sin visos de circunvalación, nos hace perder bastante tiempo, encontrando caravana hasta la cercana (en el mapa) Busteni.
*** Imagen borrada de Tinypic ***
Puestecillo típico de carretera
A partir de aquí el paisaje cambia totalmente: los bosques y las colinas se suceden, alternándose con grandes valles. Este contraste se aprecia en la propia carretera: entre el denso tráfico de coches, en su mayoría bastante buenos, y la presencia cada vez mayor de carros cargados de heno, puestecillos de fruta (sobre todo enormes sandías), miel y licores caseros.
Los pueblecillos que vamos cruzando repiten la estructura de Sinaia, pero todo es nuevo para nosotros y todo nos llama la atención: las casas de madera con techo de chapa, los hombres manejando las guadañas, el trabajo manual en el campo, las fábricas desmanteladas. Cruzamos algunas zonas de vivienda algo degradadas, sobre todo se nota cuando son pisos, pero en general el aire que se respira es de dignidad y trabajo.
*** Imagen borrada de Tinypic ***
Resulta que hasta el anochecer no llegamos a Bran. Se ve que es un pueblo bastante turístico, todo lleno de pensiuneas y restaurantes. El ambiente resulta muy agradable: las casas tienen un profundo sabor rural y todo está rodeado de naturaleza. La pensiunea que tenemos reservada, Vila Transylvaniann Inn está muy bien indicada: se cruza un débil puente de madera (con un coche caído en un lateral, glup), se sube por un empinado camino de piedra y ya está.
*** Imagen borrada de Tinypic ***
Habitación de Vila Transylvanian......Vistas desde la habitación
Es un sitio perfecto, con unas vistas increíbles del pueblo y el bosque que lo rodea, incluso se ve a lo lejos el Castillo. La habitación es muy grande (teníamos reservado lo que aquí llaman apartamento, como una suite): la madera y el blanco de las paredes le dan un aire natural y tranquilo. A los niños los metemos en el enorme jacuzzi para que disfruten un rato (¡y vaya si se lo pasan bien!). Entre unas cosas y otras llega la hora de la cena y decidimos entrar en el comedor de la pensiunea: ¡vaya acierto! ¡cómo se come por aquí! El pollo a la mamalinga es inolvidable, el plato de quesos y tocino fresco delicioso, el helado con fruta genial… y todo es casero y hecho en el acto. Los platos tardan bastante en llegar, pero los niños se entretienen en la terraza y todo está tan exquisito que se le perdona.
Al final, aunque es de noche, damos un pequeño paseo hasta la carretera acompañados del enorme y manso perro Ursus, al que le han encantado los niños.
El viaje desde Madrid dura unas cuatro horas, y gracias al cambio horario se gana una horita. Así que nada, un día de 25 horas y sobre las 15:00 ya estamos en el aeropuerto, cogemos nuestro coche de alquiler, mayor de lo contratado y con menos motor de lo esperado, y a empezar nuestra particular road movie por tierras rumanas en dirección a un pequeño pueblo cerca de Brasov.
La salida de Bucarest desde el aeropuerto de Otopeni es muy fácil porque para coger la N-1 dirección Brasov, no hay que pasar por la ciudad. Unos kilómetros conduciendo y ya quedan patentes varias cosas, a las que increíblemente pronto nos acostumbraremos: los rumanos conducen rápido y bastante mal, de forma peligrosa incluso, hay muchos impedimentos en la carretera (coches aparcados, carros, personas, perros), hay pocas señales de tráfico y el firme de la calzada no es lo que se dice muy firme.
Nada más salir empezamos a cruzar los inmensos bosques de Snagov. No había imaginado que fueran tan densos y tan grandes, me da un poco de pena no parar a buscar el monasterio que guarda la presunta tumba de Vlad Dracul, pero también tengo muchas ganas de llegar a Bran y no sabemos cuánto tardaremos, así que continuamos. Al salir de la zona de Snagov llega la enorme llanura de Prahova, monótona y prácticamente sin cultivar. Nos sirve al menos para darnos cuenta de que los pueblos están dispuestos casi en su totalidad a ambos márgenes de la carretera, por lo que es interminable cruzarlos.
El paisaje se anima al irnos acercando a Sinaia. Empezamos a entrar en los Cárpatos y las montañas dibujan curvas en la carretera.
Sinaia me decepciona un poco porque no resulta una ciudad compacta, sino que cada casa parece estar donde al dueño le pareció mejor ponerla, sin mucho orden ni concierto. Esa sensación algo caótica se ve potencia por el hecho de que los cables de la luz van todos por fuera, en postes no siempre derechos; y porque en cualquier ancho de la carretera se ha aprovechado para poner una fila de puestos de bagatelas. Al tratarse además de una ciudad grande, el tráfico, canalizado todo por la N-1 sin visos de circunvalación, nos hace perder bastante tiempo, encontrando caravana hasta la cercana (en el mapa) Busteni.
*** Imagen borrada de Tinypic ***
Puestecillo típico de carretera
A partir de aquí el paisaje cambia totalmente: los bosques y las colinas se suceden, alternándose con grandes valles. Este contraste se aprecia en la propia carretera: entre el denso tráfico de coches, en su mayoría bastante buenos, y la presencia cada vez mayor de carros cargados de heno, puestecillos de fruta (sobre todo enormes sandías), miel y licores caseros.
Los pueblecillos que vamos cruzando repiten la estructura de Sinaia, pero todo es nuevo para nosotros y todo nos llama la atención: las casas de madera con techo de chapa, los hombres manejando las guadañas, el trabajo manual en el campo, las fábricas desmanteladas. Cruzamos algunas zonas de vivienda algo degradadas, sobre todo se nota cuando son pisos, pero en general el aire que se respira es de dignidad y trabajo.
*** Imagen borrada de Tinypic ***
Resulta que hasta el anochecer no llegamos a Bran. Se ve que es un pueblo bastante turístico, todo lleno de pensiuneas y restaurantes. El ambiente resulta muy agradable: las casas tienen un profundo sabor rural y todo está rodeado de naturaleza. La pensiunea que tenemos reservada, Vila Transylvaniann Inn está muy bien indicada: se cruza un débil puente de madera (con un coche caído en un lateral, glup), se sube por un empinado camino de piedra y ya está.
*** Imagen borrada de Tinypic ***
Habitación de Vila Transylvanian......Vistas desde la habitación
Es un sitio perfecto, con unas vistas increíbles del pueblo y el bosque que lo rodea, incluso se ve a lo lejos el Castillo. La habitación es muy grande (teníamos reservado lo que aquí llaman apartamento, como una suite): la madera y el blanco de las paredes le dan un aire natural y tranquilo. A los niños los metemos en el enorme jacuzzi para que disfruten un rato (¡y vaya si se lo pasan bien!). Entre unas cosas y otras llega la hora de la cena y decidimos entrar en el comedor de la pensiunea: ¡vaya acierto! ¡cómo se come por aquí! El pollo a la mamalinga es inolvidable, el plato de quesos y tocino fresco delicioso, el helado con fruta genial… y todo es casero y hecho en el acto. Los platos tardan bastante en llegar, pero los niños se entretienen en la terraza y todo está tan exquisito que se le perdona.
Al final, aunque es de noche, damos un pequeño paseo hasta la carretera acompañados del enorme y manso perro Ursus, al que le han encantado los niños.
Recorrido del día: Bucarest – Bran-Predeal : 170 km. aprox. Unas tres horas y media.