Sin ser ninguna maravilla arquitectónica, Santo Domingo de Tehuantepec tiene su gracia. La Lonely Planet la describe como “ciudad simpática” y creo que han elegido un buen adjetivo. Llegas y te encuentras a gusto. Una pequeña plaza central y cuatro calles llenas de tiendas, un pequeño mercado callejero lleno de vida y muchos niños jugando por las calles. Una especie de motocarros con motor de “Vespa” del año de la María castaña hacen de taxis para trayectos cortos dentro de la ciudad. Sí, es una ciudad simpática sin grandes pretensiones que invita a pasearla.
*** Imagen borrada de Tinypic ***
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El hostal “Emilia” (habitación privada doble con baño compartido: 250$MXC/15 euros) es muy céntrico aunque el precio se disparaba un poco en comparación a lo que veníamos pagando hasta el momento.
Julín, la propietaria del “Emilia”, era una auténtica mujer emprendedora. Dirigía el hostal desde hacía tiempo, acaba de abrir el restaurante hacía un mes y estaba organizando unos cursos gastronómicos de recetas pre-hispánicas. Julín hablaba por los codos pero no taladraba, era de conversación interesante. Mientras tomaba el café la escuchaba con interés. “¿Qué significa Tehuantepec?”, le pregunté. Julín me dio una breve y preciosa explicación. Tehuantepec proviene del nombre tecuani-tépetl en la lengua azteca “náhuatl” y significa “Cerro (tépetl) del jaguar (tecuani)”. Este nombre fue modificado por los españoles (una orden de dominicos que llegó a la zona durante la “conquista”). Añadieron “Santo Domingo” y cambiaron el “tecuani-tépetl” a “tehuantepec” para poder pronunciarlo mejor. Julín iba hablando y cocinando al mismo tiempo. Del significado de Tehuantepec pasamos a temas gastronómicos. Me habló de los “moles”, unas salsas típicas de Oaxaca con una variada gama de ingredientes que les dan diferentes colores. Así, el mole rojo lleva chile rojo, el verde, chile verde, el negro, chocolate, etc. “¿Quieres probar el mole negro?”, Julín untó una torta de maíz y me la pasó….ese sabor mezcla de chocolate y frutos secos era una auténtica delicia. De ahí pasamos a unos pies de cerdo a la vinagreta para continuar con unos pimientos rojos en almíbar y acabar con unas tortas “entomatadas”. Un delicioso desfile de sabores y texturas aderezado con una fantástica conversación en buena compañía. Gracias, Julín.
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De no haber sido por los editores, me hubiera quedado un día más con Julín en Tehuantepec, era una mujer que encandilaba por el amor que desprendía y te hacía sentir como en casa. No me quedaba flexibilidad con los días, ya había apurado demasiado. Esta noche debía dormir en San Cristóbal de las Casas. Elegí la vía rápida para llegar. Desde Tehuantepec salen dos autobuses diarios ADO de primera clase hacia la capital de Chiapas, Tuxtla Gutiérrez (215$MXC/13 euros; 5 horas). Desde Tuxtla salen autobuses ADO y OCC de primera clase cada treinta minutos que te dejan en San Cristóbal en una hora (36$MXC/2 euros). Debería llegar a San Cristóbal de las Casas sobre las nueve de la noche. En la “Posada del Abuelito” de San Cristóbal me esperaba Alberto Figueroa, un mexicano de Cuernavaca que conocí hace dos años en Auckland (Nueva Zelanda) y que trabajaba allá.
Alberto no dejaba de repetir “!Qué loco!, ¿No?”. Lo cierto es que eso de conocer a un mexicano en Nueva Zelanda y volverlo a ver dos años después en su México natal tiene su gracia y los dos nos mirábamos con cara de incredulidad mientras entraba con Laura en la Posada del Abuelito. Alberto no entendía nada. Me había conocido a mí en Nueva Zelanda hacía dos años y había conocido a Laura hacía poco días ya que en su viaje hacia Puerto Escondido ella paró en San Cristóbal de las Casas y pasó dos noches en la Posada del Abuelito, donde trabaja Alberto. Ahora, dos personas aparentemente inconexas para él, aparecían juntas. “Y ustedes dos, ¿De qué carajo se conocen?. Al explicarle la historia Alberto volvió a repetir “!Qué loco!, ¿No?” mientras reía con su carcajada habitual.
El viaje desde Tehuantepec había sido más largo de lo previsto y llegábamos a San Cristóbal a las once de la noche bastante cansados. Alberto sacó unos ponches con hielo y revivimos momentos pasados en Nueva Zelanda mientras nos poníamos al día de nuestras vidas. El cansancio empezaba a hacer estragos y nos retiramos hasta el día siguiente.
La mañana era lluviosa y fría. Habíamos pasado de los 25 grados con humedad altísima de la costa de Oaxaca a los 16 grados con lluvia generosa de San Cristóbal. Vaya cambio de clima. Metí los piratas y las cholas en la mochila y me puse los tejanos, la chaqueta, calcetines y las botas (y por primera vez en este viaje, calzoncillos). La Posada del Abuelito (dormitorio compartido 90$MXC/5 euros) es una delicia de alojamiento, un auténtico “backpackers” muy agradable y tranquilo. A pesar del frío, se estaba de maravilla en el patio de la posada, con un pozo central y varias hamacas, mesas y sofás dispuestos alrededor. Café bueno, internet gratuito y rápido y todo el mundo durmiendo. Tranquilidad absoluta, momento perfecto para escribir y enviar reports. A partir de las ocho y media van apareciendo los caretos sobaos de la gente de la Posada. La tranquilidad se rompe sólo parcialmente ya que no hay nadie que tenga el “Síndrome de despertar hiperactivo” (Síndrome cuyo principal síntoma es el de despertarse con excesivas ganas de hablar o hacer planes y que básicamente se caracteriza por tocar las pelotas al resto del personal que tan sólo quiere tomar su café en silencio).
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Román es de Barcelona y Anouska de Bilbao aunque hace más de dos años que salieron de ahí y todavía no han vuelto. Salieron con un velero para cruzar el Atlántico y vinieron a parar a México. Desde hace unos meses, el velero está en el puerto de Progreso, en la costa atlántica mexicana, esperando pacientemente volver a salir al mar y ellos están viajando por tierra. En Barcelona estuvieron viviendo en Vallgorguina, una localidad cercana a mi casa. “Xavi, ¿Tú no conocerás a Jordi y Adelaida de Can Ridaura?”, Román me preguntaba con cara de interés. Can Ridaura es una casa cercana a la mía, escondida en plena montaña del Montseny. Me quedé mirándolo con cara de póker. “Pues claro que los conozco”. De nuevo, el mundo es un pañuelo y encontrarte en San Cristóbal de las Casas a unos amigos de tus vecinos del Montseny una auténtica delicia. Román y Anouska eran viajeros en esencia y venían cargados de interesantes historias a sus espaldas.
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Julín, la propietaria del “Emilia”, era una auténtica mujer emprendedora. Dirigía el hostal desde hacía tiempo, acaba de abrir el restaurante hacía un mes y estaba organizando unos cursos gastronómicos de recetas pre-hispánicas. Julín hablaba por los codos pero no taladraba, era de conversación interesante. Mientras tomaba el café la escuchaba con interés. “¿Qué significa Tehuantepec?”, le pregunté. Julín me dio una breve y preciosa explicación. Tehuantepec proviene del nombre tecuani-tépetl en la lengua azteca “náhuatl” y significa “Cerro (tépetl) del jaguar (tecuani)”. Este nombre fue modificado por los españoles (una orden de dominicos que llegó a la zona durante la “conquista”). Añadieron “Santo Domingo” y cambiaron el “tecuani-tépetl” a “tehuantepec” para poder pronunciarlo mejor. Julín iba hablando y cocinando al mismo tiempo. Del significado de Tehuantepec pasamos a temas gastronómicos. Me habló de los “moles”, unas salsas típicas de Oaxaca con una variada gama de ingredientes que les dan diferentes colores. Así, el mole rojo lleva chile rojo, el verde, chile verde, el negro, chocolate, etc. “¿Quieres probar el mole negro?”, Julín untó una torta de maíz y me la pasó….ese sabor mezcla de chocolate y frutos secos era una auténtica delicia. De ahí pasamos a unos pies de cerdo a la vinagreta para continuar con unos pimientos rojos en almíbar y acabar con unas tortas “entomatadas”. Un delicioso desfile de sabores y texturas aderezado con una fantástica conversación en buena compañía. Gracias, Julín.
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De no haber sido por los editores, me hubiera quedado un día más con Julín en Tehuantepec, era una mujer que encandilaba por el amor que desprendía y te hacía sentir como en casa. No me quedaba flexibilidad con los días, ya había apurado demasiado. Esta noche debía dormir en San Cristóbal de las Casas. Elegí la vía rápida para llegar. Desde Tehuantepec salen dos autobuses diarios ADO de primera clase hacia la capital de Chiapas, Tuxtla Gutiérrez (215$MXC/13 euros; 5 horas). Desde Tuxtla salen autobuses ADO y OCC de primera clase cada treinta minutos que te dejan en San Cristóbal en una hora (36$MXC/2 euros). Debería llegar a San Cristóbal de las Casas sobre las nueve de la noche. En la “Posada del Abuelito” de San Cristóbal me esperaba Alberto Figueroa, un mexicano de Cuernavaca que conocí hace dos años en Auckland (Nueva Zelanda) y que trabajaba allá.
Alberto no dejaba de repetir “!Qué loco!, ¿No?”. Lo cierto es que eso de conocer a un mexicano en Nueva Zelanda y volverlo a ver dos años después en su México natal tiene su gracia y los dos nos mirábamos con cara de incredulidad mientras entraba con Laura en la Posada del Abuelito. Alberto no entendía nada. Me había conocido a mí en Nueva Zelanda hacía dos años y había conocido a Laura hacía poco días ya que en su viaje hacia Puerto Escondido ella paró en San Cristóbal de las Casas y pasó dos noches en la Posada del Abuelito, donde trabaja Alberto. Ahora, dos personas aparentemente inconexas para él, aparecían juntas. “Y ustedes dos, ¿De qué carajo se conocen?. Al explicarle la historia Alberto volvió a repetir “!Qué loco!, ¿No?” mientras reía con su carcajada habitual.
El viaje desde Tehuantepec había sido más largo de lo previsto y llegábamos a San Cristóbal a las once de la noche bastante cansados. Alberto sacó unos ponches con hielo y revivimos momentos pasados en Nueva Zelanda mientras nos poníamos al día de nuestras vidas. El cansancio empezaba a hacer estragos y nos retiramos hasta el día siguiente.
La mañana era lluviosa y fría. Habíamos pasado de los 25 grados con humedad altísima de la costa de Oaxaca a los 16 grados con lluvia generosa de San Cristóbal. Vaya cambio de clima. Metí los piratas y las cholas en la mochila y me puse los tejanos, la chaqueta, calcetines y las botas (y por primera vez en este viaje, calzoncillos). La Posada del Abuelito (dormitorio compartido 90$MXC/5 euros) es una delicia de alojamiento, un auténtico “backpackers” muy agradable y tranquilo. A pesar del frío, se estaba de maravilla en el patio de la posada, con un pozo central y varias hamacas, mesas y sofás dispuestos alrededor. Café bueno, internet gratuito y rápido y todo el mundo durmiendo. Tranquilidad absoluta, momento perfecto para escribir y enviar reports. A partir de las ocho y media van apareciendo los caretos sobaos de la gente de la Posada. La tranquilidad se rompe sólo parcialmente ya que no hay nadie que tenga el “Síndrome de despertar hiperactivo” (Síndrome cuyo principal síntoma es el de despertarse con excesivas ganas de hablar o hacer planes y que básicamente se caracteriza por tocar las pelotas al resto del personal que tan sólo quiere tomar su café en silencio).
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Román es de Barcelona y Anouska de Bilbao aunque hace más de dos años que salieron de ahí y todavía no han vuelto. Salieron con un velero para cruzar el Atlántico y vinieron a parar a México. Desde hace unos meses, el velero está en el puerto de Progreso, en la costa atlántica mexicana, esperando pacientemente volver a salir al mar y ellos están viajando por tierra. En Barcelona estuvieron viviendo en Vallgorguina, una localidad cercana a mi casa. “Xavi, ¿Tú no conocerás a Jordi y Adelaida de Can Ridaura?”, Román me preguntaba con cara de interés. Can Ridaura es una casa cercana a la mía, escondida en plena montaña del Montseny. Me quedé mirándolo con cara de póker. “Pues claro que los conozco”. De nuevo, el mundo es un pañuelo y encontrarte en San Cristóbal de las Casas a unos amigos de tus vecinos del Montseny una auténtica delicia. Román y Anouska eran viajeros en esencia y venían cargados de interesantes historias a sus espaldas.