Ya es de noche cuando llega el vuelo alrededor de las 5 de la tarde. Pasamos, de camino, por la bancaria ventanilla de la visa, para cotizar los 15 eurazos que nos cuesta a los spanish citizens la entrada en el país de los sultanes, y ya con la pegatina de GIRIŞ (aunque parezca cachondeo no significa turista sino “entrada” en turco) en el pasaporte, caminamos hasta los controles de la polis unos metros más adelante, para que comprueben que somos nosotros y no Iñaki Urdargarín de compras. Todo ágil, en apenas media hora arrancamos escrutados, sellados y autorizados, siguiendo las flechas que indican la GIRIŞ al Metro, y haciendo parada en una sucursal bancaria para cambiar unos mínimos euros que nos permitan pagar con liras en el transporte.
El vestíbulo está animadillo, y como no vemos taquillas ni taquilleros, decidimos primero preguntar, y luego seguir al pie de la letra el refrán de “donde fueres haz lo que vieres”, colocándonos en una de las colas formadas delante de las máquinas expendedoras de billetes (JETON MATIK para los amigos, seguramente bautizadas así por el hambre con el que se zampan las monedas, todas con la inoxidable JETA del padre de la patria, Ataturk). Después de estudiar las delicadas operaciones que realizan los usuarios curtidos, apretando dos botones, conseguimos salir victoriosos de la aventura, con dos sobrecogedoras fichas rojas de plástico. Giro para ver si veo la pista de autochoques al fondo del vestíbulo, pero me fijo en que lo único que da una pequeña vuelta después de introducir el plástico en una ranura, son los tornos de entrada, vigilados por unos mustafás con chaleco fluorescente, refractante, refrescante o lo que sea.
Pillamos la línea M1 en el aeropuerto (havalimani), en dirección a Aksaray, única dirección puesto que es estación de origen, y nos bajamos en la parada de Zeytinburnu, donde transbordamos volviendo a pagar, al tranvía (línea T1) que nos deja una hora después en Beyazit, frente a la mezquita del mismo nombre al lado de la Universidad. La humedad es alta, y hace un frío que pela, pero de todas maneras topamos con todos los autónomos ambulantes estacionados por la zona, vendiendo a precio de ganga, desde jerseys “Pacoste” hasta colonias “Cacharrel”.
El Barceló Saray está a dos pasos en un edificio ministerial iluminado. Es de acceso extraño, puesto que al entrar por la puerta de la calle, se ha de bajar por unas escaleras mecánicas al piso -1, donde está la recepción. Hacemos el checkin rápidamente ya que todo está correcto, y subimos, acompañados de un tozudo botones hasta la habitación, que nos muestra donde está el minibar y el lavabo, y al que, para que desista de esperar en la puerta con la mano extendida, le doy las gracias con voz de interfono: “si quiere las gracias marque uno; si quiere propina, marque un trillón, cuatrocientos setenta y tres billones, doscientos cuarenta y cinco millones, setecientos veintidos mil trescientos treinta y nueve, seis seis seis ...”. Tras instalar el campamento, regresamos al asfalto para solucionar la nutrición, en algún garito de la avenida de nombre cambiante del tranvía (Ordu, Yeniçeriler, Divan Yolu, Alemdar, Hüdavendigar …).
Justo detrás de la parada del tranvía, vemos unas terrazas a la entrada de un edificio con un gran rótulo de “Iskender” en colores. Cruzamos de acera, e ipso facto, un alegre zumbado está a nuestra vera recitándonos las categorías de dürüms del garito, e invitándonos a subir al primer piso. Aceptamos, pero preferimos quedarnos en la terraza caldeada por estufas a la altura de las mejillas. Los kebaps son todos iguales, pero el precio va aumentando proporcionalmente en función de la carne que le ponen dentro. Nos dice si queremos añadirles queso, decimos que sí, y acompañamos de un té y un agua, ya que no sirven alcohol. Traen dos tremendos dürums partidos en dos porciones, el çay en taza, y la botella de agua. El chaval zumbado es un espectáculo; está sentado a nuestro lado en la entrada de la terraza, haciendo un trabajo escolar, pero parece que disponga de un detector de movimiento implantado en el cerebro. Cualquier organismo vivo que se aproxima a su radio de acción, le hace alzar la vista de sus deberes, y propulsarse de la silla, como un velocista al oir el disparo del juez en una salida de 100 metros lisos. Sin darse cuenta, el incauto se ve aturdido por una apabullante gesticulación e hipnotizado por una verborrea mortífera. Si la presa logra escapar, igual que brincó de la silla, vuelve a estar sentado en ella, sin dar la impresión de que haya recorrido el espacio que le separaba de ella, con los codos hincados frente a los deberes, contando historias a los pocos clientes que hay en la terraza, y dando sorbos a un té. Así fue la cena, el dürüm no lo acabamos, pero nos alimentamos, y conocimos a “Resorte-man” y su modus operandi. La cuenta fue un timo, 5 liras (2 euros) por un té de sobre aguado en taza (reconocido por el zumbado de superpoderes mientras sorbía su çay turco), otras 10 liras (4’5 euros) por las raspaduras de queso extra, y un total de 45 liras (19 euros) a pagar.
La calle está animada a pesar del helor. Entramos por el arco del fumadero Erenler cien metros más adelante, pero hay gentío de pie a la espera de una mesa, y por supuesto nos largamos. La céntrica Yeniçeriler, es un universo en sí misma, y siempre está concurrida de turcos paseando y de gente de todas las procedencias. Es zona de tiendas, restaurantes, pastelerías, cafeterías, joyerías, enclaves históricos, el Gran Bazar... y de senderismo por raíles, sorteando los tranvías que hacen sonar una agradable campana, en lugar de tocar una molesta bocina. Un micromundo, que se vuelve cautivador cuando aparecemos en Sultanhamet, donde se alzan los minaretes iluminados de Ayasofía y la Mezquita Azul. Paseamos por los alrededores, y hoy acabamos la excursión en este punto. Son casi las 10 de la noche, y el día de llegada siempre se está algo cansado por el viaje. Regresamos por el mismo camino hasta el hotel, y ...
El vestíbulo está animadillo, y como no vemos taquillas ni taquilleros, decidimos primero preguntar, y luego seguir al pie de la letra el refrán de “donde fueres haz lo que vieres”, colocándonos en una de las colas formadas delante de las máquinas expendedoras de billetes (JETON MATIK para los amigos, seguramente bautizadas así por el hambre con el que se zampan las monedas, todas con la inoxidable JETA del padre de la patria, Ataturk). Después de estudiar las delicadas operaciones que realizan los usuarios curtidos, apretando dos botones, conseguimos salir victoriosos de la aventura, con dos sobrecogedoras fichas rojas de plástico. Giro para ver si veo la pista de autochoques al fondo del vestíbulo, pero me fijo en que lo único que da una pequeña vuelta después de introducir el plástico en una ranura, son los tornos de entrada, vigilados por unos mustafás con chaleco fluorescente, refractante, refrescante o lo que sea.
Pillamos la línea M1 en el aeropuerto (havalimani), en dirección a Aksaray, única dirección puesto que es estación de origen, y nos bajamos en la parada de Zeytinburnu, donde transbordamos volviendo a pagar, al tranvía (línea T1) que nos deja una hora después en Beyazit, frente a la mezquita del mismo nombre al lado de la Universidad. La humedad es alta, y hace un frío que pela, pero de todas maneras topamos con todos los autónomos ambulantes estacionados por la zona, vendiendo a precio de ganga, desde jerseys “Pacoste” hasta colonias “Cacharrel”.
El Barceló Saray está a dos pasos en un edificio ministerial iluminado. Es de acceso extraño, puesto que al entrar por la puerta de la calle, se ha de bajar por unas escaleras mecánicas al piso -1, donde está la recepción. Hacemos el checkin rápidamente ya que todo está correcto, y subimos, acompañados de un tozudo botones hasta la habitación, que nos muestra donde está el minibar y el lavabo, y al que, para que desista de esperar en la puerta con la mano extendida, le doy las gracias con voz de interfono: “si quiere las gracias marque uno; si quiere propina, marque un trillón, cuatrocientos setenta y tres billones, doscientos cuarenta y cinco millones, setecientos veintidos mil trescientos treinta y nueve, seis seis seis ...”. Tras instalar el campamento, regresamos al asfalto para solucionar la nutrición, en algún garito de la avenida de nombre cambiante del tranvía (Ordu, Yeniçeriler, Divan Yolu, Alemdar, Hüdavendigar …).
Justo detrás de la parada del tranvía, vemos unas terrazas a la entrada de un edificio con un gran rótulo de “Iskender” en colores. Cruzamos de acera, e ipso facto, un alegre zumbado está a nuestra vera recitándonos las categorías de dürüms del garito, e invitándonos a subir al primer piso. Aceptamos, pero preferimos quedarnos en la terraza caldeada por estufas a la altura de las mejillas. Los kebaps son todos iguales, pero el precio va aumentando proporcionalmente en función de la carne que le ponen dentro. Nos dice si queremos añadirles queso, decimos que sí, y acompañamos de un té y un agua, ya que no sirven alcohol. Traen dos tremendos dürums partidos en dos porciones, el çay en taza, y la botella de agua. El chaval zumbado es un espectáculo; está sentado a nuestro lado en la entrada de la terraza, haciendo un trabajo escolar, pero parece que disponga de un detector de movimiento implantado en el cerebro. Cualquier organismo vivo que se aproxima a su radio de acción, le hace alzar la vista de sus deberes, y propulsarse de la silla, como un velocista al oir el disparo del juez en una salida de 100 metros lisos. Sin darse cuenta, el incauto se ve aturdido por una apabullante gesticulación e hipnotizado por una verborrea mortífera. Si la presa logra escapar, igual que brincó de la silla, vuelve a estar sentado en ella, sin dar la impresión de que haya recorrido el espacio que le separaba de ella, con los codos hincados frente a los deberes, contando historias a los pocos clientes que hay en la terraza, y dando sorbos a un té. Así fue la cena, el dürüm no lo acabamos, pero nos alimentamos, y conocimos a “Resorte-man” y su modus operandi. La cuenta fue un timo, 5 liras (2 euros) por un té de sobre aguado en taza (reconocido por el zumbado de superpoderes mientras sorbía su çay turco), otras 10 liras (4’5 euros) por las raspaduras de queso extra, y un total de 45 liras (19 euros) a pagar.
La calle está animada a pesar del helor. Entramos por el arco del fumadero Erenler cien metros más adelante, pero hay gentío de pie a la espera de una mesa, y por supuesto nos largamos. La céntrica Yeniçeriler, es un universo en sí misma, y siempre está concurrida de turcos paseando y de gente de todas las procedencias. Es zona de tiendas, restaurantes, pastelerías, cafeterías, joyerías, enclaves históricos, el Gran Bazar... y de senderismo por raíles, sorteando los tranvías que hacen sonar una agradable campana, en lugar de tocar una molesta bocina. Un micromundo, que se vuelve cautivador cuando aparecemos en Sultanhamet, donde se alzan los minaretes iluminados de Ayasofía y la Mezquita Azul. Paseamos por los alrededores, y hoy acabamos la excursión en este punto. Son casi las 10 de la noche, y el día de llegada siempre se está algo cansado por el viaje. Regresamos por el mismo camino hasta el hotel, y ...