El Danubio cruza majestuosamente en silencio, por debajo de los ocho puentes que unen las antiguas dos ciudades de Buda y Pest. Sin escándalo, con una calma respetuosa, señorial, casi inadvertido, por cualquiera de los turistas que nos asomamos en los puentes, para comprobar que el Danubio, hace años que dejo de ser azul.
Nombrada pero desconocida. Histórica y olvidada, Budapest es una de las ciudades más gratamente sorprendentes, que uno pueda encontrarse por Europa.
Recorrer una ciudad, descubrirla, es establecer un punto de partida al azar, y dejar que los pasos te guíen con tan solo la ayuda de un pequeño plano. EL idioma húngaro, no es precisamente un aliado para encontrarse y perderse por la ciudad.
Mi ruta planeada imaginariamente, me lleva a la parte alta de la ciudad, o para ser más exacto a la ciudad de Buda. Un pequeño, vetusto y encantador funicular de madera, me sirve, si no quiero caminar, para subir al monte Taban, y retroceder unos cuantos años en el tiempo. Las calles del centro histórico de Buda, me ofrecen tantos rincones, edificios y lugares, que podría perfectamente quedarme a vivir aquí, entremezclado con cualquier habitante de este siglo.
El Palacio Real, domina, señorialmente el monte. Desde cualquier lugar de Budapest, su silueta se puede contemplar increíblemente hermosa. Por las noches, la iluminación del palacio, le da un toque más cosmopolita y sencillamente precioso a la vez.
Destruido por incendios, terremotos e invasiones, y vuelto a reconstruir siempre con más belleza, el Palacio Real, atesora en sus pabellones, museos de arte y de historia. Sus exteriores, ornamentados por barrocas fuentes, o estatuas de leones, son ideales para pasear, y sentirse, si la niebla acompaña, como participes de una película de misterio. Los bajos del castillo, sus sótanos, son hoy en día una atracción turística, donde pasear o perderse por sus laberínticos caminos, perfectamente teatralizados…y oscuros. Kilómetros de laberintos, bajo las entrañas reales.
Un personaje famoso, Vlad el empalador, fue cautivo en estos sótanos. Una losa de mármol en el suelo, simula la tumba de aquel que fue más conocido posteriormente como Drácula.
Desde los jardines del Palacio, las vistas sobre Pest, y sobre el Danubio, me dejan sin respiración. ¿O quizás es fruto del intenso frío helado que azota mi rostro? La parte trasera del castillo, me muestra el Pest más moderno, el menos glamuroso, el menos conocido. Y decido hacer caso a las manadas de turistas que caminan tras un guía, y saltarme esta parte de la ciudad, para seguir recorriendo los aledaños del castillo real. Mientras observo la parte de la ciudad que no visitaré y que daré por vista desde lo alto del castillo, mis pasos me llevan hasta el Palacio Sandor, residencia del Presidente del país, y donde asistiré sin saberlo al cambio de guardia más original que he visto hasta entonces. No por los vestidos o la cantidad de soldados, sino por el divertido juego de malabares que hacen con sus fusiles. La niebla y el frío siguen siendo mis invitados sorpresa en el paseo, cuando decido dejar la zona noble y adentrarme ya si, en la parte más señorial de Buda. Y me pregunto el porqué de un monumento a pescadores, en una ciudad que no vive de la pesca. Quizás fuera, porque un grupo de pescadores, se encargó hace más de cien años, en defender esta posición de los ataques de los enemigos. Siete torres tiene el Bastión de los Pescadores, tantas, como tribus magiares fundaron Hungría.
La estatua de Esteban I, Rey de Hungría, me recibe y me da permiso para asomarme a las terrazas del bastión y disfrutar, una vez más, de unas vistas sobre el río, sobre los puentes, sobre la ciudad, únicas.
Ando, camino, paseo sin caminar por el suelo empedrado del bastión y trato de contagiarme del encanto del lugar. Lástima que los cientos de turistas que atiborran el bastión, hayan tenido la misma idea. Vuelvo la vista atrás, para deslumbrarme con la fachada gótica de la Iglesia de Matyas. La fotografío decenas de veces. Ojalá me hubiera quedado con el sabor de ver solo su exterior, pues la visita al interior, pagando y en restauración, hace que parte del encanto de la Iglesia se quede en las paredes exteriores. Templo de bodas reales, con cuya restauración volverá, algún día a ser tan admirable por dentro, como por fuera.
No dejo que el “engaño” de pagar por ver unos andamios, me estropee la visita y sigo caminando por las calles aledañas a la Iglesia de Matyas, hasta llegar a la Puerta de Viena, donde antiguamente, esta puerta era el inicio del camino hacia la vecina ciudad Imperial. Tengo la impresión de estar en una ciudad donde el tiempo no ha pasado, donde las ruinas de la Iglesia de Santa María Magdalena, se quedaron así desde el inicio de los tiempos, donde la calle de los Nobles alberga unas fachadas góticas y barrocas, desde las cuales en cualquier lugar, una ventana se abrirá y un noble vestido con atuendos de principios de siglo, me dará los buenos días. Este lugar enamora, te transporta a un pasado que se convierte en presente al andar por las frías calles. Por suerte, al final de la calle, el siglo XXI, se hace inmediatamente vivo a modo de caro café, con vistas a la famosa Iglesia en obras.
Desciendo a pie del monte Taban, por callejuelas, calles y parques que me llevan a la ribera del Danubio. San Jorge matando al dragón es tan universal, que una estatua a los pies del Bastión, le rinde un pequeño homenaje.
El tranvía circula lentamente, tan lento como las aguas al pasar por debajo del Puente de las Cadenas. La fachada Neogótica del Parlamento Húngaro, me agota todos los calificativos que pueda conocer. Quiero memorizarla, fotografiarla, grabarla…quisiera llevármela dentro de una maleta y contemplarla a cada momento del día. Ahora le doy la razón al que escribió, que era una de las construcciones más hermosas de Europa. Por la noche, con su fachada iluminada, el deseo de arrebatársela a la ciudad, es aún mayor.
Cruzo por fin, el puente más famoso de todo Budapest, de toda Hungría. El puente de las cadenas. El primer puente que unió las ciudades de Buda y de Pest. Los 380 metros de longitud del puente, son un perfecto mirador, para contemplar desde él, las dos riberas de las dos ciudades. El viento te azota y se tiene la sensación de que una ráfaga nos mandará a mezclarnos con las frías aguas del Danubio. Pero no. Me divierto mirando como los cruceros para turistas van navegando en silencio por sus aguas. Cuando por fin soy capaz de dejar de imaginarme decenas de historias en el puente, lo cruzo entero y me dirijo al Parlamento Hungarés. Quiero verlo por dentro. Quiero ver si existe la mínima posibilidad de llevármelo oculto en mi maleta.
A través de una visita guiada, puedo entrar en su interior, subir sus suntuosas escaleras, y acompañado de preciosos frescos, sentirme un parlamentario, alguien importante, al subir lentamente los peldaños y llegar a la sala de la Corona. Las joyas de la Corona húngara, se guardan en el centro de una gran cúpula, protegida por la marcialidad de dos soldados y sus fusiles. Camino por las estancias del parlamento hasta llegar al Salón de la Asamblea, donde los diputados húngaros, desempeñan el cargo para el cual les han votado.
Supongo que alguna intención habrá, para que al lado del parlamento, el lugar de las leyes y de la democracia, se ubique otro sencillo, muy sencillo homenaje y recuerdo, a aquellos que no tuvieron la suerte de gozar de las virtudes de la democracia. En el suelo, al lado del río, un montón de zapatos, de pares de zapatos, vacíos, semi rotos, oxidados algunos por el efecto del aire y del agua, recuerdan a todos los miles de judíos, que fueron desposeídos de todas sus pertenencias, incluidos los zapatos, y asesinados en este lugar. La historia es tan cruel que no me apetece ni narrarla.
Me alejo del río, de los amargos recuerdos, de las fachadas espectaculares y me adentro en la calle más transitada de toda la ciudad, la Vaci Utca.
Todos los ciudadanos de Budapest, deben de transitar a las mismas horas por esta calle abarrotada de comercios, de joyerías, de restaurantes….y de salones de masajes asiáticos.
A cualquier hora del día o de la noche, la Vaci Utca, bulle. Y en un extremo de la principal calle de la ciudad, el Mercado Central. Siempre dije que para conocer una ciudad, un país, hay que visitar sus mercados. El Mercado Central, es un edificio de dos plantas, una de ellas dedicada casi en exclusiva a los puestos de souvenirs y de restauración. Me detengo en uno de ellos y pruebo algunas de las especialidades húngaras que aún se me resistían. En la planta inferior, los puestos de comestibles, algunos perfectamente decorados para buscar la foto del turista, me atraen. Sobre todo algunos dedicados a panes, queso o chorizos húngaros.
Budapest tiene calles, rincones, lugares donde encontrar el lugar único, la foto excepcional, el momento del viaje. Budapest es todo un gran momento de ciudad. Dejándome perder por sus calles, llego a la Basílica de San Esteban, la que según cuentan es la más fotografiada de la ciudad. Su imponente fachada, su altar, las reliquias que en ella se conservan, la hace merecedora de una visita, si los vigilantes de la iglesia no te desalojan rápidamente para dar paso a una boda.
Cambio de religión y visito la Sinagoga de Budapest, la mayor de Europa. Su interior no es de gran belleza, y lo más llamativo del lugar, está en la parte trasera del templo, Un gran árbol con miles de nombres escritos en sus hojas de metal.
El barrio judío, en remodelación, esconde algunos edificios a los que vale la pena dedicarles más tiempo que el necesario para tomar una foto. Lugares de moda, bares de diseño, calles sin asfaltar y antiguas sinagogas que se caen a pedazos. El barrio judío, me transporta a otro Budapest, diferente, pero recomendable.
Empiezo a estar cansado de tanto andar, y decido subirme al primer metro construido en el continente europeo. Algunas estaciones aún conservan las taquillas de madera, y los nombres de las estaciones escritos en grandes azulejos en las paredes. Así recorro una gran parte de la ciudad sin cansarme, y llego a las puertas del parque Varosliget. Antes de adentrarme en el parque, atravieso la Plaza de los Héroes, flanqueada a ambos lados por dos enorme edificios que albergan importantes museos. En el centro de la plaza el Monumento del milenio, una enorme columna de 36 metros de altura, flanqueada por siete jinetes. Los siete jinetes de las siete tribus fundadoras del país. Cerrando la plaza, a ambos lados, y dando paso al parque, dos enormes monumentos con estatuas de varios reyes húngaros. Por las noches, la iluminación, hace del lugar aún más espectacular, y si esas luces se mezclan con la niebla y el frío, la imaginación se desborda.
En el parque, un castillo de hadas, o una mansión lúgubre ideal para películas de espíritus no muertos. Las hojas de otoño, que inundan el suelo, y las pocas que aún permanecen en los árboles, contribuyen a crear una atmósfera perfecta para ambientarse en pensamientos terroríficos. Frente al pequeño castillo, la estatua anónima de un personaje de aspecto aterrador. Todo muy acorde con el lugar.
Budapest, atesoró en el pasado fama de ciudad balneario. Sus aguas eran famosas en las Cortes de media Europa. Y esta tradición o costumbre ha permanecido hasta nuestros días. Varios balnearios con buen nombre, se ubican en la ciudad. Escoger uno es cuestión de gustos, de intuición o de proximidad. El ya centenario balneario Szechenyi, dispone de varias piscinas interiores y algunas de exteriores. Estar dentro de una de las piscinas con agua caliente, en el exterior, observando las estrellas, es una sensación de las que no se olvidan. Lo malo es que hay que salir del agua para cambiar de piscina, o irse a las interiores….y el frío aprieta.
Tan relajado se queda uno, que el mejor broche de oro a la ciudad, es acercarse a través de la larga avenida Andrassy, al teatro de la Opera, edificio de finales del siglo XIX, delicadamente conservado, y donde el poder escuchar una Opera, es un lujo muy asequible. Jamás olvidare mi debut operístico, viendo las desventuras del bufón Rigoletto.
El Danubio sigue guardando silencio al cruzar el puente de La Libertad, o por el puente de Isabel. La sirenita de Budapest, el pequeño duende que vigila el río, permanece inmóvil sentado en una barandilla. Podría yo también sentarme a su lado, y contemplar la ciudad que rinde culto a un río. Podría perderme en trayectos imposibles en algún tranvía que recorre las orillas del río. Podría sentarme en una terraza y degustar un vaso de vino caliente, con aromas de canela. O degustar un reconfortante café en la cafetería del Hotel New York, y transportarme por arte de magia, a principios del siglo XX. Podría visitar más iglesias, fachadas y quizás algún museo más. Podría sentarme en un barco y navegar por el Danubio observando la ciudad desde el agua. En silencio. Podría gritar que he estado en una ciudad que me ha sorprendido, pero no lo hago. Si el Danubio es respetuoso con Budapest, no voy yo a ser menos.